EL GÓTICO
Siglo XIII
La historia de la pintura sevillana comienza a partir de 1248, fecha de
la reconquista de la ciudad por Fernando III, cuando progresivamente comenzaron
a desarrollarse formas de vida propias de la cultura cristiana, especialmente
cuando con el paso de los años fue ciudadano, y se fue perdiendo en el tiempo
la impronta militar que hubo de tener la existencia en los años inmediatos a la
expulsión de los musulmanes, en los que por otra parte se tendría en cuenta la
posibilidad de algún intento de aquellos para recobrar la hermosa ciudad del
Guadalquivir.
Es muy probable por lo tanto que a lo largo del reinado de San Fernando
fueran muy pocas las realizaciones artísticas que se emprendieron en la ciudad.
Más bien se efectuarían obras de acomodo de construcciones musulmanas a las
nuevas formas de vida cristiana, como ocurrió con el Alcázar, la Mezquita y con
la mayor parte de las viviendas de la ciudad. Asegurada la ciudad
definitivamente y además convertida en Corte, el sucesor de San Fernando,
Alfonso X el Sabio, transformó Sevilla en una ciudad próspera y culta, en la
que lógicamente apareció una intensa actividad artística.
No sería demasiado arriesgado señalar que ya en la segunda mitad del
siglo XIII existía en Sevilla una escuela pictórica sólida y arraigada. Sin
embargo, de esta época no se ha conservado ninguna obra que pueda evidenciarnos
cómo fueron las características de la pintura sevillana en sus comienzos.
Quizás el testimonio más temprano al que podemos referirnos se encuentra en las
miniaturas que ilustran las Cantigas de
Alfonso X el Sabio, las cuales en su mayoría se realizaron en esta ciudad.
También El Libro de los juegos, que
hoy se conserva en la Biblioteca del El Escorial, se escribió e ilustró en
Sevilla, constando que se realizó y se concluyó en 1283 e igualmente hay que
pensar que La Crónica General,
comenzada durante el reinado de Alfonso X hacia 1270 y concluida durante el
reinado de Sancho IV, fue ilustrada también en Sevilla.
Puede por lo tanto afirmarse que la actividad ilustradora de libros, es
decir, la ilustración de miniaturas es la primera manifestación de índole
pictórico que puede constatarse históricamente en Sevilla. Por ello la mayor
parte de estos ilustradores, cuyo origen fue sin duda castellano, son los
primeros pintores de la historia de la ciudad. Nos ha quedado noticia de un
Pedro e Pamplona que escribió e ilustró para Alfonso X al Biblia que se
conserva actualmente en la Biblioteca Colombina. También queda constancia de la
existencia de un Johan Pérez, pintor del rey, que en 1261 vivía en unas casas
situadas delante de la iglesia de Santa María, que probablemente era la antigua
mezquita convertida en templo cristiano. Puede afirmarse por lo tanto que este
pintor fue uno de los miniaturistas que trabajó en Sevilla para Alfonso X el
Sabio, y que intervendría en la ejecución de algunos de los libros que se
ilustran en su reinado y que en parte han llegado a nuestros días.
El estudio de las miniaturas realizadas en Sevilla escapa del ámbito
estricto de la historia de la pintura, y por otra parte ha sido ya realizado de
forma excelente en tiempos pasados. Su técnica muestra derivaciones de origen
francés que sin embargo en España se funde con efluvios orientales al tiempo
que adquiere una viveza y espontaneidad narrativa propia, del área
mediterránea. Su técnica responde plenamente al espíritu goticista de su época,
mostrando un marcado dibujo par perfilar las figuras, una volumetría plana,
falsas perspectivas y un colorido vivo y brillante, aspectos técnicos que
otorgan a estas miniaturas un atractivo ingenuismo de carácter altamente
descriptivo, a través del cual pueden apreciarse aspectos de la vida social e
histórica de la ciudad de Sevilla en esta segunda mitad del siglo XIII. En
ellas se reflejan todas las clases sociales que pueden incluirse entre la
monarquía y el pueblo llano, ambientadas en escenarios arquitectónicos propios
de la época y con fiel descripción del entorno mueble y de las características
de su vestuario.
Fuera del ámbito de la miniatura hay testimonios de que en la época
de Alfonso X existió pintura sobre
tabla, aunque ningún ejemplar sevillano ha llegado hasta nuestros días. Esto
puede comprobarse en una de las miniaturas de las Cantigas, donde aparece
representada la tienda de un vendedor de pinturas. La existencia de pintores
dedicados a este menester se recoge en una de las leyes de Las Paridas, en la
que se mencionan probablemente derivados del oficio de pintor. Igualmente en
las Cantigas aparece representado un maestro pintando en lo alto de un muro y
un aprendiz moliendo colores. Representaciones de la Virgen con el Niño o
Crucificados figuran también ilustrad algunas de sus narraciones.
Siglo XIV
En esta nueva centuria aparecen los primeros testimonios pictóricos de
la historia de la pintura sevillana. Ciertamente estas primeras obras son muy
escasas, por lo que el conocimiento de la escuela sevillana en este momento es
deficiente e incompleto. La inevitable tendencia a renovar las pinturas
antiguas por otras modernas que hubo en el Renacimiento y posteriormente en el
Barroco e incluso en el Neoclásico, motivó que en cada uno de estos períodos se
sustituyan obras de siglos anteriores por otras realizadas en aquellos tiempos
presentes especialmente cuando la economía era boyante y permitía estos
recambios.
A causa de esta manía de arrumbar o destruir las viejas pinturas por
otras contemporáneas, la pintura medieval sevillana ha perecido en su mayor
parte a lo largo de la historia, siendo por lo tanto pocas las que han llegado
hasta nuestros días. En este sentido es notoria la pervivencia de algunas
imágenes de iconografía mariana cuya alta devoción, y por lo tanto por
conciencia de ser imagen sagrada, nunca fueron víctimas de sustituciones, aunque
frecuentemente se repintaron por su propia condición de imagen a la que había
que preservar del inevitable deterioro que infringe el paso del tiempo.
Sevilla fue en el siglo XIV la ciudad más importante de España, por ser
sede de la Corte desde la fecha de su reconquista en 1248 hasta 1369, año en
que fallece Pedro el Cruel. Ciudad mercantil y artesanal, centro de un extenso
y fecundo ámbito agrícola, hubo de conocer por lo tanto un próspero desarrollo
artístico, y concretamente pictórico.
En el campo específico de la pintura, se advierte en las escasas obras
que de este siglo se ha conservado claras influencias de origen italiano, que
se justifican a través del comercio marítimo con este país y lógicamente por la
presencia de una numerosa colonia italiana residente en Sevilla. A este influjo
de hay que señalar derivaciones de carácter orientalizantes, ya de por sí
presentes en la pintura italiana de este momento, concretamente en la escuela
de Siena, pero que también se manifiestan en Sevilla a través de la pervivencia
del espíritu arábigo arraigado a través de ocho siglos de dominación.
Es interesante advertir, como ya ha sido señalado, que desde sus inicios
la pintura sevillana muestra unas características propias que se hicieron
constantes con el paso del tiempo, y que reflejan perfectamente la esencia de
un temperamento popular. Apoyándose en la ondulada fluctuación de la línea y la
suavidad expresiva, plasmada en un concepto muy peculiar de la captación de la
belleza y de la gracia en las figuras, especialmente en las infantiles,
tendencia que sigue más tarde Murillo, quien la elevaría a sus últimas
consecuencias, dándoles proyección universal.
Los más remotos testimonios de la pintura sevillana son las imágenes de
vírgenes que recibían culto en distintos templos de la ciudad. Todas ellas son
del siglo XIV en su realización técnica, aunque su devoción pudo ser anterior y
remontarse a la época visigoda. El modelo que presentan es muy similar,
apareciendo en pie, con el Niño en sus brazos. Llevan coronas sobre la frente y
están adoradas por ángeles que figuran en los ángulos superiores de la
composición. Sus vestidos están ricamente ornamentados, y los fondos de la
pintura se cubren con panes de oro con decoración vegetal estilizada.
El estudio de estas imágenes resulta actualmente problemático, a causa
de los numerosos repintes que ocultan y desfiguran su primitivo aspecto
medieval. La más afectada por este tipo de intervenciones es La Virgen de la Antigua que se conserva
en la capilla de esta misma advocación en la Catedral de Sevilla. La tradición
sevillana atribuyó a esta obra una antigüedad que se remonta a la época
visigótica y la hizo protagonista de muchos hechos milagrosos durante la
ocupación musulmana de Sevilla. El estilo de la pintura presenta claras
derivaciones de la escuela sienesa del siglo XIV, siendo fechable en la segunda
mitad de esta centuria. Es ésta una de las escasas pinturas que se han
conservado entre las que figuraban en la antigua catedral sevillana, cuando
ésta ocupaba el recinto de la desaparecida mezquita musulmana, siendo
trasladada a su actual emplazamiento en 1578.
La Virgen lleva una rosa en su mano, mientras que el Niño sostiene un
pájaro. Dos ángeles sostienen una corona sobre la cabeza de la Virgen, que es
obra de orfebrería del presente siglo y que oculta a la primitiva pintada que
está debajo. Sobre la cabeza de la Virgen otro ángel sostiene una cartela con
la inscripción "Ecce María Venit". En la parte inferior derecha y a
escala muy reducida, aparece arrodillada una figura femenina en actitud orante,
que la tradición identifica con Doña Leonor de Alburquerque, esposa de Don
Fernando de Antequera, quién según la misma tradición figuraba en el lado
opuesto, aunque si llegó a ser pintada, actualmente no queda rastro de ella.
Una versión de esta imagen fechable en las últimas décadas del siglo XIV
se conserva en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, en la que aparece en su
parte inferior derecha, la Figura de un clérigo en actitud de estar leyendo un
libro piadoso. La devoción de la Virgen de la Antigua alcanzó en fechas
posteriores una gran intensidad, motivando que en el siglo XVI se realizasen
numerosas copias de esta imagen, que especialmente se difundieron por el área
andaluza.
La segunda imagen medieval en importancia que se conserva en nuestros
días es la Virgen de Rocamador, que recibe culto en la iglesia de San Lorenzo
de Sevilla. Es ésta una pintura fechable igualmente en la segunda mitad del s.
XIV. Y en ella se dan las mismas características compositivas que en la Virgen
de la Antigua. En este caso, la intención de acentuar el espacio se consigue
con la aparición de un pavimento levantado en perspectiva, que da paso a un
fondo plano tratado de decoración vegetal estilizada.
La trilogía de imágenes pictóricas sevillanas de la segunda mitad del s.
XIV se completa con La Virgen del Coral, que recibe culto en la iglesia de San
Ildefonso. Está, al igual que la anterior, intensamente restaurada, apareciendo
incluso en el fondo cabezas de ángeles que pueden fecharse en los años finales
del siglo XVII. El nombre de la imagen viene dado por una cadena que el Niño
lleva al cuello y de cuyo centro cuelga una pequeña rama de coral. La cara de
la Virgen, ensimismada y dulce a pesar de haber sido restaurada, conserva aún
parte de sus rasgos primitivos, aspecto que otorga a la imagen un singular
atractivo.
La más tardía de las imágenes marianas de esta época es la Virgen de los
Remedios que se conserva en el muro del trascoro de la Catedral de Sevilla. Su
fecha hay que situarla en la última década del siglo, en años próximos ya a
1400. La influencia sienesa en esta pintara es aún más evidente, apareciendo en
su contorno una línea ondulante y al mismo tiempo una expresión amable y
placentera al contemplar al Niño que se alimenta de su pecho. A la izquierda
aparece un santo obispo, que por carecer de atributos no puede ser
identificado, y a sus pies un clérigo
arrodillado, que habrá de ser el donante de la pintura. En la parte inferior
figura el rótulo que identifica a la imagen y que parece haber sido añadido en
el siglo XVI, en fecha en la que esta pintura se restauró intensamente.
Siglo XV
Desde el inicio de esta centuria se advierte en la pintura sevillana, al
igual que en la española y la europea, la presencia de un estilo artístico en
el que se funden dos tendencias pictóricas que habían tenido vigencia
independiente en el siglo anterior, Fueron estas tendencias, de origen italiano
y francés, las que irradiaron sus peculiaridades estéticas a las distintas
cortes europeas, pero que convergieron en un estilo común que ha sido
denominado “gótico internacional” originado por la convivencia de artistas
italianos y franceses en la corte papal de Avignon, y por la posterior difusión
de este arte por todo el ámbito europeo. El resultado de esta unión de
tendencias fue altamente beneficioso para el espíritu de la pintura gótica,
puesto que se prodigó un arte de carácter refinado y elegante, tendente a la
estilización idealizada. La ondulación fluctuante de la línea en los perfiles y
los pliegues, y el refinamiento cromático, fueron consecuencias directas de
esta conjunción de estilos, que en pocos años se expandió por los confines de
la Europa Occidental.
En esta tendencia artística del “gótico internacional” es posible
advertir el desarrollo de la pintura sevillana a lo largo de la primera mitad
del siglo XV, en la que se detectan los primeros artistas identificables con
nombres y apellidos, Aunque no es posible referirnos a ninguna obra concreta,
es preciso señalar en este período histórico, la presencia en Sevilla del
pintor florentino Sansone Delli, del cual se poseen referencias de que estaba
en esta ciudad en 1446, trabajando al servicio de la Corte, aunque es posible
que residiese en ella desde bastantes años antes. Este artista fue hermano de
Dello Delli, pintor que realizó pinturas en el retablo mayor de la Catedral
Vieja de Salamanca (en el que se reflejan con todo su esplendor las
características del gótico internacional) estilo que su hermano hubo de
practicar con evidente proximidad.
García Fernández
Es este el primer pintor propiamente sevillano, al cual puede hacerse
referencia en la historia de la pintura local. A este artista corresponde un
conjunto de pinturas pertenecientes a un retablo actualmente desmembrado, que
pertenece al convento de las Ursulas de Salamanca, una de cuyas tablas. La
Matanza de los Santos Inocentes, está firmada en abreviatura, con su nombre y
apellido, claramente traducible como “García Fernández pintor de Sevilla”. La
presencia de estas obras en Salamanca se justifica a través de su donación al
convento de las Ursulas por Don Alfonso de Fonseca, patrono del mismo, que
había sido arzobispo de Sevilla y que durante su estancia en esta ciudad había
adquirido la obra.
Las tablas que han llegado hasta nuestros días son, la mencionada
Matanza de los Inocentes y la Presenta Niño en el templo. Un Arcángel San
Gabriel y de representación compañera que sería una Virgen, en la escena de la
Anunciación desaparecieron en fechas desconocidas al igual que otras pinturas
que figurarían en las alas laterales del retablo.
El estilo de este pintor evidencia la personalidad de un artista
secundario, dotado de modestos recursos técnicos, que pinta con una dureza
esquemática en unos momentos en que el arte adquirió elegancia y amabilidad
expresiva a través de la ondulación y la viveza del color. Es García Fernández
un artista en cierto modo retardatario en la época en que vivió, puesto que hay
testimonios de su existencia en Sevilla entre 1402 y 1420, fechas en las que ya
hay constancia de la difusión del gótico internacional. Por su excesivo
arcaísmo hay que fechar estas pinturas de Salamanca en los primeros años de
este siglo XV.
Juan de Sevilla
La personalidad de este artista es conocida fundamentalmente a través de
la firma que aparece en un tríptico que se conserva en el Museo Lázaro
Galdiano, en el que se lee “Johns Hispalensis”, es decir, Juan Hispalense o
Juan de Sevilla. Realmente es éste un pintor sevillano, pero es muy posible que
su estancia en su ciudad natal no durase más que hasta su primera juventud,
pasando en su madurez a trabajar en Castilla, puesto que sus obras han
aparecido en esa región. Especialmente sus pinturas han sido localizadas en la
Catedral de Sigüenza, donde hubo tres retablos suyos actualmente dispersos.
La obra que más asegura y define el origen, al menos sevillano, de este
artista, es el tríptico de La Virgen con el Niño, flanqueada en los laterales
por San Pedro y San Pablo, del Museo Lázaro Galiano de Madrid, que lleva su
firma. Las características estilísticas de este pintor evidencian la
utilización de un dibujo perfilado y sinuoso con el que capta volúmenes
redondeados, en los que destacan expresiones faciales sonrientes y amables. Su
colorido es brillante con tonos de gran intensidad y cuidados matices.
Muy próximo al estilo de este artista, aunque es probablemente obra de
un anónimo contemporáneo suyo, es el San Miguel del Museo de Sevilla, obra de
gran monumentalidad en la que el arcángel aparece alanceando al diablo por inclinar
a su favor la balanza en la que se están pesando las almas.
Las pinturas murales de
San Isidoro del Campo
Entre 1431 y 1436 , bajo el patronato de Don Enrique de Guzmán, conde de
Niebla, se realizaron las pinturas del Monasterio de San Isidoro del Campo, en
Santiponce, en las cuales consta ya de manera definitiva la presencia del
gótico internacional, al fundirse en ellas tendencias de origen francés, y
concretamente borgoñonas con derivaciones de la pintura italiana.
Las pinturas que se efectuaron en los claustros de este monasterio han
llegado hasta nuestros días en pésimo estado de conservación, pero pese a ello
es posible advertir su gran importancia histórica, y la trascendencia que
tuvieron en el desarrollo de la escuela pictórica sevillana en fechas
posteriores. Los restos más importantes se conservan en el llamado Patio de los
Evangelistas, en cuya parte inferior de los muros se conservan distintos temas
figurativos y geométricos. La representación principal muestra a San Jerónimo dictando su doctrina a sus
monjes, figurando en el resto de los muros paños de lacería entre los que
se alternan figuras de Santos muy perdidas, que pueden identificarse con San Sebastián, San Esteban, San Lorenzo, San
Fabián, Santa Catalina, Santa Paula y tres figuras más que parecen Santos
Obispos y que no pueden ser identificados. Queda también sobre los muros,
aunque casi totalmente desvanecida, una representación del Árbol de la Vida.
El juicio técnico de estas
pinturas está lógicamente condicionado por el mal estado de conservación que
presentan y también por las sucesivas restauraciones que han padecido. De todas
formas se observa en ellas la intervención de un maestro de personalidad muy
definida que parece ser también el autor de la Santa Cena que figura en los muros del refectorio de este mismo
monasterio, en la que se advierte un claro arcaísmo compositivo, al tiempo que
una marcada rigidez e inexpresividad en la configuración de los personajes. Los
Apóstoles aparecen todos ellos, menos Judas, alineados en el fondo de la mesa,
mientras que este apóstol figura solo al otro lado. Detalles de gran ingenuidad
descriptiva, pueden advertirse en el conjunto de vajillas y elementos que
aparecen sobre la mesa, componiendo detalles de bodegón captados con un ingenuo
primitivismo.
Con respecto a este maestro que trabaja en el patio de los Evangelistas,
es necesario precisar que su estilo presenta una marcada proximidad al que
reflejan las numerosas miniaturas que aparecen en los libros corales realizados
en la Catedral de Sevilla por estas fechas, cuya personalidad se ha definido
como el Maestro de los Cipreses, por aparecer frecuentemente en los fondos
paisajísticos de sus miniaturas, cipreses bellamente estilizados. Ha podido
documentarse que en torno a 1434 trabajaba como iluminador de los libros de
Coro, un pintor llamado Pedro de Toledo, al cual se la hacen numerosos pagos
por sus labores, una de las cuales es la Asunción
de la Virgen. El examen de esta miniatura revela un estilo totalmente afín
al resto de las obras consideradas como del Maestro de los Cipreses, por lo que
es muy probable que tal artista sea el mencionado Pedro de Toledo y que éste
mismo pueda ser el autor de los frescos del patio de los Evangelistas de San
Isidoro del Campo.
En un segundo recinto de San Isidoro del Campo aparecen pinturas al
fresco. Se trata del Patio de los Muertos, donde aparecen restos de pinturas
murales góticas, igualmente fechables en torno a 1431-1436. Los paramentos
inferiores de los muros presentan paños de lacerías mudéjares, observándose
también restos de escenas figurativas como una Anunciación, muy perdida, y que Pacheco mencionó como firmada por Juan Sánchez de Castro. Igualmente
desvanecida se encuentra la figura de San Miguel Arcángel, en la que sólo es
posible advertir su impronta.
Al estilo internacional, vigente en esta ciudad a mediados del siglo XV,
pertenecen también otras pinturas conservadas en el área geográfica del antiguo
reino de Sevilla. Así pueden mencionarse como próximas al maestro de San
Isidoro del Campo las pinturas que se encuentran en la ermita de Nuestra Señora
que Águila en Alcalá de Guadaira, donde, en estado muy precario, se conservan
dos representaciones murales que Santiago
y San Mateo, fechables claramente a mediados del siglo XV.
Igualmente hay que considerar dentro de este estilo internacional y del
círculo de pintores que lo practican en Sevilla, el díptico que existía en el
convento de Santa Clara de Moguer, donde se representaba a la Virgen con el Niño y a Cristo atado a la
columna. En ambas obras aparece un dibujo ondulado, siendo lógicamente más
interesante la primera de las pinturas, en la que el decorativismo vegetal
estilizado que aparece en el vestuario de la Virgen, y en el fondo dorado de la
escena, intensifican su amabilidad expresiva. En la segunda, el artista ha
intentado subrayar las características de sufrimiento físico y espiritualidad
de la figura de Cristo, otorgándole una presencia doliente y resignada,
resultando sugestivo por su ingenuidad el intento de descripción arquitectónica
del Pretorio de Pilatos.
A medida que el siglo XV se adentró en su segunda mitad, se advierte en
la pintura sevillana cómo a las características del gótico internacional, fruto
de confluencias estilísticas del gótico internacional, fruto de confluencias
estilísticas procedentes de Francia e Italia, se fueron sumando claros influjos
procedentes de Flandes que incidirán de forma notoria en los pintores locales.
Aunque son muy escasos los testimonios que se conservan de esa época, es posible
advertir la existencia en Sevilla de una escuela pictórica muy desarrollada,
coincidiendo con años de una gran vitalidad económica, que transforma a Sevilla
en ciudad abierta en la que se asimilaron con gran brillantez tendencias
procedentes de otras regiones de España, e igualmente originarias de otros
países europeos.
Juan Sánchez de Castro y su círculo
La figura más representativa de la pintura sevillana en la segunda mitad
del siglo XV es sin duda Juan Sánchez de Castro, artista del que se tienen noticias
documentales que oscilan entre 1454 y 1484. A la primera fecha corresponde la
referencia facilitada por Ceán Bermúdez, quien alcanzó a ver un retablo firmado
por este artista en la capilla de San José de la Catedral de Sevilla. En este
retablo figuraban entre otras pinturas, Santa Lucía, El Nacimiento, varios
santos y profetas.
En 1478 aparece citado en pagos por trabajos de pintura en el Alcázar, y
en 1480 figura entre los artistas que protestan en Sevilla por unas ordenanzas
que regulaban el gremio de los pintores. Posteriormente se tienen noticias de
que existió en la parroquia de San Julián de esta ciudad, un San Cristóbal firmado y fechado en 1484,
pintado al fresco que ha desaparecido, al igual que un San Ildefonso igualmente firmado que existió en la primitiva
parroquia de este Santo. También ha desaparecido prácticamente La Anunciación,
antes mencionada, que figuraba en el patio de los Muertos del Monasterio de San
Isidoro del Campo, y que según Pacheco estaba firmada por Juan Sánchez.
Una sola obra de este artista ha llegado hasta nuestros días: La Virgen de la Gracia que procedente de
la iglesia de San Julián de Sevilla, se conserva actualmente en la Catedral.
Lamentablemente esta pintura fue mutilada en tiempos pasados, desapareciendo
gran parte de la superficie pictórica en sus zonas laterales inferiores.
También se perdió la firma del pintor, que según Ceán Bermúdez constaba en la
pintura, al mismo tiempo que la Figura de un donante que aparecía arrodillado,
aunque queda la filacteria que salía de su boca, donde se puede leer, “O domina
mea Sancta María ora pro me pecatore". También se ha perdido el rótulo que
identificaba la pintura, donde se leía “Sancta María Dei gratia”.
La composición muestra a la Virgen sentada en un trono, con el Niño en
su regazo y flanqueada por San Pedro y San Jerónimo, A pesar del mal estado de
conservación, la pintura revela un estilo de alta calidad técnica, evidenciando
que Sánchez de Castro estaba dotado de grandes dotes de dibujante, Las figuras
muestran expresiones serenas y ensimismadas, resaltando en ellas la riqueza de
los brocados de su vestuario, que aparecen en relieve.
A Sánchez de Castro pertenecen también La Virgen de la Leche, que fue de la colección Muntadas de
Barcelona, donde se advierte una identidad en los rostros de la Madre y el Niño
con los que aparecen en la Virgen de la Gracia de la Catedral. Por sus pésimas
condiciones de conservación, no puede aseverarse satisfactoriamente la
atribución a Sánchez de Castro de una pintura que y el Niño con Santa Catalina
y Santa muestra a La Virgen Bárbara, conservada en el Monasterio de San Isidoro
del Campo. Los repintes que desfiguran intensamente las expresiones de los
personajes, impiden que aflore el estilo original del artista que realizó la
obra, que en todo caso puede fecharse en las últimas décadas del siglo XV.
También en los años finales del siglo XV puede situarse la ejecución de
uno de los escasos conjuntos pictóricos que ha llegado íntegro hasta nuestros
días. Es el retablo de la iglesia de Santa María de las Nieves de Alanís de la
Sierra, cuyo estilo pictórico puede adscribirse como próximo al círculo de
Sánchez de Castro (13). Por otra parte puede advertirse la presencia en este
retablo de dos artistas de técnica diferenciada, que se reparten la ejecución
de las pinturas, las cuales están dedicadas fundamentalmente a narrar episodios
de la vida de la Virgen y la Pasión de Cristo. En el banco figuran La Santa Cena, La Coronación de Espinas, La
Piedad y La Resurrección, mientras que en el cuerpo principal se suceden La Anunciación, El Nacimiento de Cristo, La
Adoración de los Reyes y La Circuncisión.
El ático del retablo está presidido por El Calvario y flanqueado en los laterales por San Pedro,
San Juan Bautista, San Juan Evangelista y San Pablo, Cercana también al círculo
estilístico de Sánchez de Castro, es la tabla del Nacimiento de Cristo, que
estuvo en la ermita de Nuestra Señora del Águila de Alcalá de Guadaira, y sobre
todo el espléndido San Miguel que pertenece al Museo del Prado, donde llegó
procedente del Hospital de San Miguel de Zafra. La calidad de esta pintura es
muy alta, con una clara personalidad estilística que ha motivado que a su autor
se le denomine Maestro de Zafra a quien hay que considerar como un anónimo
sevillano que ejecutaría la pintura en los últimos años del siglo XV. La
composición de esta obra está dominada por la monumental figura del arcángel
que aparece al frente de las milicias celestiales, entablando combate con los
demonios que yacen derrumbados a sus pies, El dibujo es fluido y ondulante,
apareciendo al mismo tiempo un refinado sentido del color, brillante y
esplendoroso.
Otro ejemplo característico de la pintura sevillana con influencias
flamencas y vinculado al círculo de Sánchez de Castro, es el Sueño de Jacob,
que pertenece al Museo de Bellas Artes de Sevilla, obra en la que aparecen
formas físicas suavemente modeladas, propias de la escuela local, Al mismo
tiempo su autor se preocupó por crear un profundo efecto de perspectiva a
través de escalonar sucesivos planos, en los que dispone figuras de ángeles, y
que culminan en el cielo con la presencia del Padre Eterno.
En el mismo ámbito creativo, hay que situar las cuatro tablas en las que
se representan ocho santos emparejados, procedentes de la iglesia de San Benito
de Calatrava de Sevilla. Los santos efigiados en ella son: San Andrés y San Juan Bautista, Santa Catalina y San Sebastián, San
Jerónimo y San Antonio de Padua y San Antonio Abad y San Cristóbal. Este
conjunto de figuras muestra actitudes serenas y concentradas, al tiempo que la
movilidad ondulante de sus presencias, les otorga una marcada elegancia.
Otro interesante ejemplo de pintura sevillana influenciada por el estilo
flamenco, es el retablo de Santo Tomás, que se encuentra en la capilla de San
José de la iglesia de Santa María de Carmona, en el que se narran siete
episodios de la vida de este Santo, presididos por la Incredulidad de Santo
Tomás que figura en el registro central. El estilo de estas pinturas revela que
se trata de un anónimo artista, dotado sólo de una discreta técnica, siendo
fechable en los últimos años del siglo XV.
Pedro Sánchez I
Dos pintores con el nombre de Pedro Sánchez coinciden históricamente en
Sevilla durante la segunda mitad de siglo XV, a los que para diferenciarles se
les denomina respectivamente Pedro Sánchez I y Pedro Sánchez II. Aunque existen
testimonios documentales que permiten saber de uno de ellos que se llamaba
Pedro Sánchez de Parrales, las firmas simplificadas que colocan en sus pinturas
sólo consignan su nombre y primer apellido, no siendo por lo tanto posible
discernir las obras que pertenecen a uno u otro pintor, aunque puede
diferenciárseles por su características de estilo.
Al denominado Pedro Sánchez I pertenece una representación del Entierro
de Cristo que se conserva en el Museo de Budapest, obra firmada cuyo estilo
denota haber sido ejecutada en los últimos años del siglo XV, La composición de
esta pintura es armoniosa y equilibrada, estando ocupado el espacio pictórico
por la densa masa de santos personajes que, centrados por la Virgen, se apresta
a depositar el cuerpo de Cristo en el sepulcro. Las actitudes físicas de los
personajes se disponen de forma simétrica y contrapuesta, y en ellas se refleja
una colectiva manifestación de dolor espiritual, expresada a través de gestos
comedidos y serenos. Detrás del escaso espacio libre que dejan las figuras, se
advierte un fondo con un paisaje en perspectiva cruzado por serpenteantes
caminos. La repercusión en esta pintura de Pedro Sánchez I del estilo del gran
maestro flamenco Roger van der Weyden es evidente, tanto en la descripción de
sus aspectos formales como en la plasmación del estado de ánimo de sus
protagonistas.
Firmada también con el nombre y apellidos abreviados de Pedro Sánchez,
se encontraba en 1920 en una colección particular italiana una magnífica
representación de El Paño de la Verónica, obra que constituye el más remoto
precedente sevillano de las famosas versiones que en el siglo XVII realizó
Zurbarán. En la pintura aparece plasmado con nitidez el rostro frontal de
Cristo, en el que se refleja una expresión ausente de dramatismo. Es muy
probable que para la realización de este tema iconográfico el artista tomase
como punto de partida algún grabado flamenco o alemán, en los que este asunto
se repitió con frecuencia.
Muy vinculada al estilo que reflejan las dos obras antes mencionadas se
encuentra La Crucifixión que perteneció a la Galería Heinemann de Munich. Su
disposición compositiva recuerda la del Entierro de Cristo de Budapest, puesto
que muestra una cerrada masa de personajes agrupados detrás de la Cruz,
advirtiéndose sobre sus cabezas el desarrollo de un dilatado paisaje. Contrasta
en esta pintura la serenidad corporal que muestra el cuerpo de Cristo con la
convulsión de las anatomías en los cuerpos de los ladrones, situados en los
laterales de la escena.
También atribuida a Pedro Sánchez I se encuentra La Crucifixión con
Santos que pertenece al Museo Lázaro Galdiano de Madrid, donde dispone a las
figuras protagonistas agrupadas de forma simétrica a ambos lados de la cruz, En
esta ocasión la pintura carece de paisaje, estando sustituido por un fondo de
oro en el que aparecen brocados de imitación textil. Las inscripciones que
figuran en torno a los halos de santidad permiten identificar a la Virgen, San
Juan y la Magdalena en el grupo situado a la derecha, y a San Pedro, San
Agustín y San Antonio Abad, dispuestos a la izquierda.
En relación con el arte de Pedro Sánchez I, Post mencionó a un pintor
que parece seguidor de su estilo, al que denominó Maestro de Harris, tomando
este nombre del propietario de una Piedad que se conserva en Londres, Las
figuras de este maestro muestran actitudes contemplativas y melancólicas,
características de la pintura sevillana de fines del siglo XV, advirtiéndose en
el anónimo pintor una especial complacencia en la descripción de las presencias
de San Juan Bautista, San Juan Evangelista y San Antonio de Padua, contemplando
absortos el frágil cuerpo de Cristo dispuesto sobre el regazo de la Virgen. A
este mismo maestro de Harris se atribuye un tríptico en la colección Ruz de
Madrid, en cuya tabla central se representa la escena del Ecce Homo, figurando
en los laterales por parejas, San Pedro con San Pablo y San Juan Bautista con
San Juan Evangelista. Otras obras adscritas a este maestro son un
Descendimiento que figura en una colección particular de Barcelona, y La Virgen
con el Niño del Museo Alberto y Victoria de Londres.
Pedro Sánchez II
La escasez de pinturas de época medieval perteneciente a la escuela
sevillana se agrava con la incomprensible desaparición de una de ellas, que
además pertenecía al patrimonio público, Se trata de una sarga donde se
representaba a La Virgen del Patrocinio, que formó parte del Museo Arqueológico
Municipal de Sevilla, y que actualmente se encuentra en paradero desconocido.
Esta pintura llevaba la firma de Pedro Sánchez, y hay que adscribirla al
segundo de los pintores con este nombre que estuvo activo en Sevilla en la
segunda mitad del siglo XV, puesto que su estilo es totalmente dispar a las
obras firmadas por el homónimo artista antes mencionado. En la composición
aparecen a los lados de la Virgen, San Andrés, San Francisco y Santo Domingo,
describiéndose en ella una visión de este último santo en la que María intercedió
ante Cristo por la humanidad, para evitar que Este la castigase por sus muchos
pecados.
El estilo de esta pintura es arcaizante en la época en que fue
realizada, puesto que a pesar de poder fecharse en torno a 1460, su dibujo es
ciertamente esquemático y duro, al tiempo que las figuras muestran una marcada
rudeza expresiva. La proximidad estilística entre esta pintura y una Virgen con
el Niño que perteneció al convento de Santa Clara de Moguer, permite avanzar la
hipótesis de que también era obra de este segundo Pedro Sánchez.
Antón y Diego Sánchez
La vinculación de estos dos artistas a la historia de la pintura
sevillana es aún un problema que permanece sin resolver. Ambos firmaron
conjuntamente una tabla que representa el Camino del Calvario, que se conserva
en el Fitzwilliam Museum de Cambridge, sabiéndose que su lugar de origen es
Benalcázar (Córdoba). En esta pintura se advierte un claro influjo del pintor
castellano Fernando Gallego, reflejándose en su técnica un dibujo recortado y
preciso y una marcada tendencia a la dramatización expresiva, Así los
personajes integrantes del cortejo de soldados, que violentamente levantan a
Cristo en su caída, muestran gestos crispados y agresivos, en claro contraste
con la actitud doliente de San Juan, y gestos de indefensión del propio Cristo
en tan patético trance.
La documentación conocida sobre Antón y Diego Sánchez resulta imprecisa
para adscribirles con precisión a la escuela sevillana. La existencia histórica
de dos pintores, Antón Sánchez de Guadalupe y Diego Sánchez se constata en
Málaga en 1478 a través de un pago que se hace por haber realizado una vista de
dicha ciudad, siendo estos pintores seguramente los mismos que firmaron el
Camino del Calvario de Cambridge. Años después se registra en Sevilla la
presencia de un pintor llamado Antón Sánchez de Guadalupe que trabajaba junto
con un hijo suyo que tenía su mismo nombre, y que murió en 1506. También figura
trabajando en el ambiente artístico sevillano un pintor llamado Diego de
Sánchez, de Guadalupe, del cual se poseen noticias en 1527.
A pesar de las coincidencias en nombres y apellidos, no resulta fácil
precisar con seguridad si se trata de los mismos pintores, aunque el documento
que les cita en Málaga dice que se les paga por pintar la citada vista y por la
ida y vuelta a su casa. Puede suponerse que eran sevillanos, ya que acudieron a
Málaga llamados por el obispo de esta ciudad, Don Pedro de Toledo, que había
sido canónigo de Sevilla. Por otra parte, El
Calvario de Cambridge, puede fecharse, por sus características de estilo,
entorno a 1490, fecha que coincide con la presencia en Málaga de Antón y Diego
Sánchez en 1487. Queda sin poderse precisar si estos artistas son el Antón
Sánchez, que muere en Sevilla en 1506, y el Diego Sánchez que se cita en esta
ciudad en 1527.
Juan Núñez
A medida que se mencionan artistas vinculados a la escuela sevillana del
siglo XV, se suceden las mismas circunstancias que dificultan su estudio, ya
que a la mayor parte de estos pintores hay que juzgarlos a través de una sola
obra conocida. Este es el caso concreto de Juan Núñez, puesto que firma una
magnífica tabla que representa La Piedad, conservada en la Catedral de Sevilla,
Núñez aparece citado en Sevilla en 1480, cuando junto con otros artistas firmó
un documento en defensa del gremio de los pintores de la ciudad y también en
1501, con motivo de la realización de trabajos de pintura y dorado para la
hermandad de San Eloy de Sevilla. También aparecen referencias con el mismo
nombre y apellido de este pintor en 1525 y 1534, pero dado lo avanzadas que son
estas fechas es probable que se trate de otro pintor homónimo.
En La Piedad de Juan Núñez se refleja una intensa influencia estilística procedente de Flandes,
que aparece generalizada en todos los pintores de su generación, es decir, en
aquellos que trabajaban en Sevilla en la segunda mitad del siglo XV. A esta influencia flamenca hay que añadir la
de Fernando Gallego, pintor castellano, y también la del pintor cordobés Bartolomé
Bermejo, cuyos estilos fueron asimilados y fundidos por numerosos artistas en
el área andaluza. Estas incidencias de diferentes estilos en nada disminuyen la
alta calidad de La Piedad de la Catedral
de Sevilla, obra de apurada técnica y de cuidada composición. En ella la
Virgen aparece sentada al pie de la cruz con serena actitud contemplando el
cuerpo de su hijo depositado en su regazo. A su izquierda y derecha aparecen
respectivamente las figuras en pie de San Jorge y San Vicente, en cuyos
vestuarios de guerrero y diácono destacan detalles realizados con pormenorizada
minuciosidad. La misma precisión descriptiva se advierte en el dilatado fondo
de paisaje en él que el relieve, la vegetación y los edificios que en el se
aprecian, muestran calidades propias de la pintura flamenca de su época.
Notorio interés, por la escasez de retratos que de esta época se conservan,
posee la figura del donante que aparece en la parte inferior izquierda de la
escena. Al igual que en las otras pinturas de esta misma época, esta figura
está captada a escala más reducida que el resto de los demás personajes que
protagonizan la composición.
Juan Sánchez II
La abundancia del apellido Sánchez en el panorama pictórico sevillano de
la segunda mitad del siglo XV, es notoria, y por ello la presencia de artistas
homónimos plantea problemas para identificar correctamente a los pintores. En
este caso ha de denominarse Juan Sánchez II a un pintor que posee un estilo
claramente diferenciable del de Juan Sánchez de Castro antes mencionado.
Juan Sánchez II es el pintor que firma con su nombre y apellidos
abreviados La Crucifixión que se
conserva en la Catedral de Sevilla, obra que muestra una influencia de la
pintura flamenca de su época, siendo por sus características, fechable hacia
1500. En ella el tratamiento expresivo de los personajes y el dilatado paisaje
muestran aspectos técnicos de elevada calidad, que definen a este pintor como
una figura relevante dentro de este momento de la historia de la pintura local.
En la composición los personajes ocupan los espacios laterales de la cruz,
apareciendo a la derecha Santiago Apóstol en pie protegiendo a un donante que
figura arrodillado a sus pies. A la izquierda aparecen San Juan, La Magdalena y
la Virgen desmayada. La figura de la Virgen fue repintada, probablemente en la
segunda mitad del siglo XVI, para evitar que su actitud de desmayo fuese en
contra de las normas dictadas por el Concilio de Trento, que señala cómo las
representaciones de la Virgen en el Calvario habían de atenerse a lo señalado
por el Evangelio, donde consta que la Virgen estaba al pie de la Cruz, donado
al “stabat” latino el sentido de estar de pie y no desmayada como se la había
representado en la pintura gótica y en la primera mitad del siglo XV. En 1909
se efectuó una restauración que dejó al descubierto de nuevo la figura
desmayada, y que había permanecido oculta por otra en la que se le representaba
de pie.
Un Descendimiento de la
Cruz que pertenece al Museo de Bellas Artes de Bilbao
ha sido puesto en relación con Juan Sánchez II por las coincidencias
estilísticas que muestra con la Crucifixión de la Catedral de Sevilla. Estas
similitudes, aunque parecen evidentes, no son del todo convincentes para
efectuar de forma segura la atribución, puesto que la calidad técnica de la
pintura de Bilbao es muy inferior a la original sevillana.
Con un estilo próximo a Juan Sánchez II, pero relacionable con su
círculo de seguidores o imitadores, se conocen una Dormición de la Virgen en
una colección articular sevillana, y un Camino del Calvario que pertenece al
Museo de Sevilla.
Pedro Dorma y Pedro
Fernández
Post atribuyó a la escuela sevillana del siglo XV las pinturas de las
puertas del Coro de Santa Clara de Moguer, e incluso sugirió los nombres de
Pedro Dorma y Pedro Fernández como sus posibles autores, al constatar que estos
mismos artistas contrataron en 1502 la pintura de una viga en dicho monasterio.
Sin embargo, las pinturas de esta viga no se han conservado, por lo que no
pueden ponerse en relación con las ejecutadas en el coro, y por lo tanto
evidenciar su similitud. Por otra parte se conoce la actividad de otros
pintores en este monasterio, como Juan de Robleda, que pintó una Anunciación en
las puertas del órgano.
La iconografía de las puertas del coro presenta en sus anversos el
anagrama de Jesús junto con emblemas de la Pasión, y en el reverso una Alegoría
de la Inmaculada, La Anunciación y El Nacimiento. Son obras que evidencian la
personalidad de un artista menor y de escaso talento, que posee un dibujo muy
pobre con el que otorga a sus figuras volúmenes planos y recortados. Sin
embargo, merced a su intenso primitivismo, estas obras poseen una notoria
belleza expresiva.
EL RENACIMIENTO
Siglo XVI
Coincidiendo con el inicio de este siglo viene señalándose el comienzo
de la pintura renacentista en el ambiente artístico hispalense, aunque puede
precisarse que el espíritu de esta nueva concepción artística está ya latente
en las últimas décadas del siglo XV. Ideas renovadoras en todas las categorías
del conocimiento pictórico llegan en esta época a Sevilla procedente de Italia
y Flandes, especialmente a través del puerto del Guadalquivir, verdadero puente
entre Europa y América.
Primer Tercio: Alejo Fernández, Cristóbal de Morales, Andrés de Nadales.
Segundo Tercio: Pedro de Campaña, Hernando de Esturmio, Luis de Vargas, Antón Pérez,
Mateo Pérez de Alesio.
ALEJO FERNÁNDEZ
En esta época se advierte en Sevilla la preponderancia de un maestro
llegado del norte de Europa, Alejo Fernández, cuya pintura renueva intensamente
los conceptos artísticos anteriores, creando una escuela que tuvo gran
repercusión, y a la cual se afiliaron la mayor parte de los pintores locales,
que hubieron de aceptar sin remedio la hegemonía de un extranjero mejor formado
que ellos, con más dotes artísticas y sobre todo conocedor de la evolución de
la pintura tanto en su área de origen de inspiración flamenca, como la
italiana. Ambas tendencias se fundieron armoniosamente en beneficio de un arte,
que en el ambiente local fue altamente novedoso y provisto de una alta calidad
técnica, aunque con respecto, sobre todo al panorama italiano contemporáneo,
era claramente retardatario.
Se advierte en esta época la creación de un arte de orientación
mayoritaria hacia lo religioso con escasa creatividad hacia lo profano, que en
todo caso se traducía en retratos vinculados a los retablos. Alejo Fernández es el introductor del
Renacimiento en la pintura sevillana, aportando invenciones como la
perspectiva, o introduciendo la arquitectura clásica al gusto de Italia. En sus
cuadros describe los objetos y las cosas con el detallismo minucioso de los
pintores de Flandes y en general de la tradición gótica. No se conoce
exactamente la fecha de nacimiento
de este pintor de origen alemán, que hay que situar hacia 1475. Las primeras noticias de su actividad aparecen en Córdoba a
lo largo de los años finales del siglo XV, donde contrajo matrimonio y donde
desarrolló la primera etapa de su trayectoria artística. En 1508, atraído sin duda por el auge
económico que por estos años experimentaba la ciudad de Sevilla se instala en
ella una vez que aceptó la solicitud del Cabildo de la Catedral para realizar trabajos de
dorado y estofado en el retablo mayor.
Desde este momento Alejo Fernández pasó a ocupar un lugar privilegiado
entre los pintores locales, sucediéndose, uno tras otro, importantes encargas
que le procuraron una notoria posición económica, y poder llevar una vida
desahogada. En fecha no precisada, que oscila entre 1520 y 1523, falleció su
mujer, María Fernández, y poco después, en 1525, contrajo matrimonio con
Catalina de Avilés, coincidiendo con momentos de gran actividad en su taller.
En 1539 fallece su hijo Sebastián que había sido su primer colaborador, y poco
tiempo después, en 1542 él mismo, fue aquejado de una grave enfermedad que
estuvo a punto de poner término a su vida. Su salud quedó ya muy mermada, y
tres años después, en 1545, falleció en su casa de la collación de
San Pedro.
El estilo de Alejo Fernández refleja con evidencia su formación nórdica,
en la que lógicamente se acusa una clara influencia de las características de
la pintura flamenca del último tercio del siglo XVI. Al mismo tiempo en sus
obras se advierte una asimilación del espíritu pictórico de la pintura italiana
de esa misma época, que pudiera haber efectuado a través de un viaje a este
país en torno a 1495, fecha en la que debió de concluir su aprendizaje para
pasar después a instalarse en Córdoba.
De la primera producción cordobesa de Alejo Fernández es muy poco lo que
se conoce en la actualidad. En los diez años que pasó allí hubo de trabajar con
intensidad, habiendo quedado constancia documental de la realización de varios conjuntos pictóricos para el monasterio de San
Jerónimo que no han llegado a nuestros días. Tampoco queda ninguna pintura
firmada de este momento, aunque se la han atribuido algunas obras que pueden
considerarse suyas con cierta seguridad. Entre ellas destaca por su calidad el San Pedro orando ante Cristo atado a la
columna, que pertenece al museo de Córdoba, donde confluyen las dos
tendencias flamencas de tradición goticistas e italianas de espíritu
renacentista, que definen su estilo. Preocupado por el estudio anatómico del
cuerpo de Cristo, y sobre todo por crear un amplio escenario en perspectiva, de
clara derivación italianizante, coloca a los donantes que asisten a la escena,
a una escala muy inferior, siguiendo la tradición goticista de origen flamenco
y germano.
El mismo interés por crear profundos espacios en perspectiva se
advierten en el Tríptico de la Santa Cena que se conserva en el templo de El
Pilar, de Zaragoza. En la tabla central la representación de la Última Cena se desarrolla en un vasto
escenario arquitectónico, en el que tanto el dibujo geométrico del suelo como
columnas y bóvedas, señalan una intensa hondura espacial a la manera de los
maestros italianos de la segunda mitad del siglo XV. En las tablas laterales se
representa La Entrada de Cristo en
Jerusalén y La Oración en el Huerto de los Olivos, y en ellas gradúa a los
personajes en distintos planos, y al mismo tiempo coloca fondos de arquitectura
y paisajes que intensifican los efectos de perspectiva.
A partir de 1508 Alejo Fernández se vinculó a la Catedral de Sevilla
donde fue llamado en unión de su hermano Jorge, de profesión escultor. Al
tiempo que se dedicó a la labor de policromado de las imágenes, le fueron
encargadas cuatro grandes pinturas sobre tabla que habrían de colocarse en la
viga que cruzaba la capilla mayor, en las que representó El abrazo de San Joaquín a Santa Ana, El nacimiento de la Virgen, La
adoración de los Reyes y La Presentación del Niño en el Templo. Estas
pinturas parece que no llegaron nunca a colocarse en el lugar donde en
principio habían sedo destinadas, estando hoy expuestas en la Sacristía de los
Cálices. La distancia con que las pinturas habrían de verse hubo de motivar la
configuración de composiciones de gran tamaño, y al mismo tiempo la recreación
de profundos efectos de perspectiva. En el Nacimiento
de la Virgen dispuso a los personajes en dos sucesivos planos, ocupando la
altura total de la tabla, al tiempo que otorgó a las figuras gestos y actitudes
que traducen una profunda intimidad contemplativa. Igual concentración y
serenidad se advierte en la Adoración de
los Reyes, compuesta siguiendo un grabado de Schongauer que sin embargo
supo simplificar. La solemnidad estática de las figuras de los reyes se
corresponde con la quietud ensimismada que muestra el grupo de la Sagrada
Familia, estando todos los personajes cobijados por un sobrio pórtico abierto
en amplias arquerías, que conecta al fondo con un dilatado paisaje.
Una de las escenas más bellas de este conjunto pintado por Alejo
Fernández para la viga de la capilla mayor de la Catedral es El abrazo de San Joaquín a Santa Ana,
episodio que se desarrolla en medio de un paisaje abierto a una profunda
lejanía. Tan sólo a la izquierda el artista atiende a su preocupaciones
arquitectónicas, sugiriendo levemente la Puerta
Dorada de la muralla de Jerusalén, delante de la cual los dos esposos se
encuentran y abrazan. Finalmente en La
Presentación del Niño al Templo, Alejo aprovechó la indispensable
ambientación arquitectónica que sugería la escena, para crear un elevado
espacio, señalado con severas líneas arquitectónicas que marcan una intensa
perspectiva hacia el fondo. Igualmente utilizó los intercolumnios que se abren
en la nave del templo para colocar en uno de ellos un hermoso paisaje. Las
figuras que protagonizan esta escena muestran la concentración física y
serenidad espiritual que se advierte en el resto de las pinturas de esta serie.
En torno a 1520 Alejo realizó el retablo que años antes hubo de
encargarle maese Rodrigo Fernández de Santaella, fundador del Colegio de Santa
María de Jesús de Sevilla, cuya iglesia se conserva en la actualidad, aunque el
colegio ha desaparecido. Ocupando el testero de la pequeña iglesia se conserva
el admirable retablo, resuelto aún en su traza arquitectónica con estructuras
goticistas, pero ordenado ya de forma clara y organizada como corresponde a la
mentalidad del renacimiento.
Preside este retablo una bella representación de Virgen de la Antigua a cuyos pies aparece retratado Maese Rodrigo
mostrando en sus manos una maqueta del Colegio de Santa María de Jesús, cuya
fundación ofrece en honor de la Virgen. En las calles laterales del primer
cuerpo aparecen flanqueando a la Virgen, Los
cuatro padres de la Iglesia en solemnes y grandes actitudes, subrayadas por
la rigurosa y pormenorizada descripción del suntuoso vestuario que los recubre.
El segundo cuerpo del retablo está centrado por La venida del Espíritu Santo como exaltación de la sabiduría de
origen espiritual, que había de imperar en las enseñanzas impartidas en el
Colegio. En las calles laterales de este segundo cuerpo figuran
representaciones de San Pedro, San Gabriel, San Rafael y San Pablo.
En la iglesia de Santa Ana de Sevilla se conserva una de las mejores
obras de Alejo Fernández, entre las que han llegado hasta nuestros días. Es La Virgen de la Rosa, firmada por el
artista, en la que recreara su habitual prototipo físico de la Virgen al presentarla
con semblante dulce y ausente, teñido de melancolía, ofreciendo una rosa al
Niño, que sentado en sus rodillas lee un libro en actitud ensimismada. Dos
ángeles en los laterales presencian la escena atentos y conmovidos,
contribuyendo sus figuras, la igual que los otros dos ángeles que aparecen en
la parte superior descorriendo un cortinaje, a equilibrar geométricamente la
composición. Al fondo de la escena y en los laterales del dosel donde se sienta
la Virgen, se abren dos fondos de paisaje, con efectos de acusada lejanía.
Discípulos y colaboradores
de Alejo Fernández
En numerosas ocasiones y sobre todo en el último período de su vida
Alejo Fernández trabajó en unión de colaboradores en la realización de encargos
pictóricos. Esta labor de colaboración plantea serias dificultades para
analizar las características de ciertas obras, donde la intervención de dos o
más artistas a la vez, diluyen la precisión estilista del artista, impidiendo
formular atribuciones seguras. Así conocemos los nombres de Pedro Fernández de
Guadalupe, Antón Sánchez de Guadalupe, Cristóbal de Cárdenas y Juan de Mayorga,
quienes aparecen ocasionalmente trabajando en unión con Alejo Fernández.
Claro ejemplo de la intervención de discípulos o colaboradores en obras
de Alejo Fernández es La Virgen de los
Navegantes realizada hacia 1535. Es obra de gran calidad y por otra parte
poseedora de un interesante contenido iconográfico. Fue ejecutada para presidir
el retablo de la capilla de la Casa de Contratación de Sevilla, estando en la
actualidad depositada en el Alcázar. La composición de esta pintura aparece
centrada por la monumental figura de la Virgen que flota ingrávida en el
espacio sobre los mares, desplegando su manto bajo el cual se cobijan en busca
de amparo y protección, distintos personajes vinculados al mundo de la
navegación con las tierras de América.
En la parte inferior se describe un paisaje marino poblado de
embarcaciones de diferente fisonomía que aparecen frágiles e inconsistentes
bajo la solemne figura de la Virgen.
Los personajes que se albergan en el manto de la Virgen son todos ellos
retratos, y habrán de pertenecer a navegantes y conquistadores de América,
entre los cuales resulta problemático proceder a identificaciones seguras. Tal
vez, como se ha señalado, el personaje que figura en primer plano a la
izquierda del espectador de la escena sea Cristóbal Colón, y la cabeza que centra el grupo de la derecha
pueda pertenecer a Hernán Cortés.
Otro testimonio de este trabajo en colaboración es el retablo de la Piedad de la Catedral de Sevilla,
realizado en 1527, donde se documenta la
participación de Alejo Fernández, al tiempo que queda constancia de la
intervención de Pedro Fernández de Guadalupe. En la pintura central del retablo
donde se representa precisamente la escena de La Piedad, aparece una clara diferencia de estilo entre las figuras
que rodean al cuerpo muerto de Cristo y los pequeños personajes que aparecen al
fondo de la composición. También puede advertirse que las pinturas que se
disponen en los laterales del retablo y que representa a San Andrés, San Miguel, Santiago y San Francisco, son de clara
inferioridad artística con respecto a Alejo Fernández y que por lo tanto pueden
corresponder a Pedro Fernández de Guadalupe. Igual inferioridad técnica representan
las pinturas del banco del retablo, donde aparecen en su centro una
representación de San Pedro orando ante
Cristo atado a la columna, y en los laterales los donantes Don Alonso Pérez de Medina y Doña Mencía
de Salazar.
También en la Catedral de Sevilla se conserva una representación de San Pedro de alta calidad, que
tradicionalmente se había atribuido a Alejo Fernández, aunque es evidente que
su estilo no concuerda con el de esta pintura. Sin embargo, podría ponerse en
relación con una pintura de San Pedro que el cabildo encargó en 1528 a Pedro
Fernández de Guadalupe para presidir un altar situado en una dependencia del
desaparecido Corral de los Olmos anejo a la Catedral.
Pero, al parecer de obras seguras de este pintor y no poderse en
suspenso esta atribución. Otro trabajo pictórico que evidencia la colaboración
de Alejo Fernández con algún pintor de categoría secundaria, es el retablo de
la iglesia de Santiago de Écija, obra de notables proporciones que alberga un
amplio conjunto escultórico
CRISTÓBAL DE MORALES
Este pintor desarrolló su actividad en Sevilla, a lo largo del primer
tercio del siglo XVI, teniéndose noticias documentales que le muestran
realizando trabajos pictóricos de índole secundaria desde 1509 hasta 1526. De
su labor artística sólo ha llegado hasta nuestros días una sola pintura
firmada, que al menos permite conocer su estilo con exactitud. Es El Entierro de Cristo, que se conserva
en el Museo de Sevilla, procedente del convento Madre de Dios. En esta pintura
Cristóbal de Morales se revela como un pintor influenciado por la pintura
flamenca de su época, mostrando reminiscencias claras del estilo de Gerard
David y de Cuentin Metys.
En la Catedral de Sevilla se conserva en la capilla de las Doncellas,
albergado en un retablo barroco construido en 1771, un interesante conjunto
pictórico que Post atribuyó a Cristóbal de Morales en base a la identidad del
estilo que presenta con la pintura firmada por este artista en el Museo de
Sevilla. El retablo de Las Doncellas
fue dotado en 1530, y a partir de esta fecha habrá que fechar la ejecución de
las pinturas, cuya escena más significativa es La entrega de las dotes a las Doncellas, donde se representa el
momento en que un grupo de jóvenes recibe en una ceremonia religiosa sus dotes
para poder ingresar en algún convento o monasterio. A la izquierda aparece el
donante del retablo Micer García de Gibraleón con su escudo de armas. Completan
la iconografía del retablo las efigies de Los
cuatro Padres de la Iglesia, San Bartolomé, San Pedro, Santo Tomás,
Santiago el Menor y un Calvario
que figura en el ático.
ANDRÉS
DE NADALES
Escasas noticias se poseen de este modesto pintor sevillano, del cual
existen datos que oscilan entre 1511 y 1515, lo que indica que trabajó en
Sevilla al menos en la segunda década del siglo XVI. La única obra conocida se
encuentra firmada con su nombre en Alcalá del Río, tratándose de una pintura al
fresco en la que se representa a San
Gregorio Osetano, sentado en su trono papal, ante quién aparecen postrados
a derecha e izquierda dos grupos de varones y mujeres en actitud orante.
Por similitud estilística con este fresco de Alcalá del Río, Post
atribuyó a Nadales una representación de La
curación de un hombre herido en el Monte Gargano, que se conserva en la
colección de los herederos de D. Carlos Pickman, en Sevilla.
Segundo Tercio
Los años que marcan el espacio del segundo tercio del siglo XVI en
Sevilla es posible que hayan sido los mas pujantes de toda su historia. La
ciudad en estos momentos se enriqueció intensamente merced al próspero comercio
marítimo y, también por ser lugar de arribada de las abundantes riquezas que
llegaban de las tierras americanas, entonces en pleno proceso de conquista. Los
altos beneficios económicos revertieron lógicamente en las clases sociales más
elevadas, creándose una rica aristocracia y una burguesía prepotente que se
encontraron en disposición de patrocinar importantes actividades artísticas.
Son años éstos en los que la pintura siguió dominada por artistas de origen
nórdico, como en el caso de los flamencos Pedro de Campaña o Hernando de
Esturmio, los cuales, aparte de practicar un arte imbuido de las
características técnicas de su país de origen, rindieron en sus obras culto
entusiasmado al espíritu pictórico de Rafael.
Es, en efecto, la impronta de la pintura que deriva de Rafael y de su
amplia escuela, la que aparece claramente marcada en el panorama artístico
sevillano de esta época. Por otra parte la presencia en Italia durante largos
años de artistas sevillanos como Luis de Vargas, contribuyó a reforzar esta
tendencia pictórica en las obras que este maestro realizó en Sevilla.
PEDRO DE CAMPAÑA
El más célebre pintor del panorama artístico sevillano en el
Renacimiento fue sin duda Pedro de Campaña, nacido en Bruselas en 1503 en el
seno de una familia de artistas. Su aprendizaje hubo de realizarse en su país
natal, pudiéndose situar su primera referencia como artista en 1529, cuando
trabajaba en Bolonia en la preparación de uno de los arcos de triunfo
levantados en honor de Carlos V con motivo de su coronación en esta ciudad.
También se sabe que estuvo en Venecia trabajando al servicio del Cardenal
Grimani, pasando después a España, donde vino a establecerse en Sevilla hacia
1537, pues al menos en este año consta que estaba trabajando para la Catedral
de esta ciudad. Aquí y hasta 1563, desarrolló su actividad artística durante
casi tres décadas, volviendo a su patria en año indicado donde hubo de fallecer
años después, ignorándose la fecha exacta, que puede situarse en torno a 1580.
De su personalidad humana el pintor Francisco Pacheco, aunque no llegó a
conocerle personalmente pero recogiendo testimonios de los que llegaron a
tratarlo, realizó una descripción que le revela como hombre de grandes
cualidades, al señalar que “fue benigno, casto, corregido, no se halló mentira
en su boca aunque fuese burlando; no se le conoció enfermedad mientras vivió,
pues amó grandemente la abstinencia y templanza y a esta causa se apartaba de
la comunicación particular de sus naturales; fue hombre animoso, valiente y
medianamente diestro en las armas; tuvo singular agudeza y donaire en el decir.
Fue amado y estimado por muchos Príncipes”.
Fue Pedro de Campaña artista de amplia formación humanística, puesto que
aparte de sus amplios conocimientos técnicos en el área de la pintura, practicó
también la arquitectura y la escultura, poseyendo además un profundo acervo
científico. Al lado de sus preocupaciones por incluir en su pinturas los más
elevados principios técnicos, se advierte en ellas un interés por describir
aspectos que derivan de la observación de la vida cotidiana que sin duda emanan
de su formación flamenca. Al lado de un sensibilidad artística propia de los
Países Bajos, es posible advertir en Campaña una sólida vinculación a los grandes
maestros italianos del primer tercio del siglo XVI, especialmente de Rafael, a
quien debió de estudiar durante su estancia en Florencia y Roma. Otras
influencias artísticas que derivan del espíritu manierista cultivado por Miguel
Ángel en las últimas décadas de su vida y por sus numerosos discípulos, son
también perceptibles en el arte de Campaña. Esta tendencia a distorsionar las
formas y también la expresividad física
de los personajes, le permite alcanzar altos niveles de emotividad dramática
cuando describe temas dolientes, vinculados especialmente a la Pasión de
Cristo.
Precisamente un episodio de estas características, El Descendimiento de la Cruz, es el que ha inmortalizado a Campaña
en la historia de la pintura española del Renacimiento, puesto que nadie como
él supo interpretar el patético episodio que muestra la Virgen, acompañada de
santos varones y mujeres, en el trágico momento de contemplar cómo desciende de
la Cruz el cuerpo sin vida de su Hijo. De este tema se conservan dos pinturas
de similar composición, figurando la primera de ellas en el Museo de
Montpellier y la segunda en la Catedral de Sevilla.
En 1547 para la capilla de D. Fernando de Jaén poseía en la iglesia de
Santa Cruz de Sevilla, le fue encargada a Pedro de Campaña la ejecución de otro
Descendimiento de la Cruz, figurando
en las condiciones del contrato que fuera tan buena o mejor que la
anteriormente había pintado para el jurado Luis Fernández. Ciertamente puede
decirse que el pintor, a tenor de lo que se recomendaba, superó la versión
precedente, acertando a configurar una excepcional obra maestra. La composición
de esta pintura es muy similar a la anterior, habiendo eliminado el artista en
ella la figura de uno de los Santos Varones, y cambiando la actitud de San
Juan. El resultado es beneficioso para esta versión, que adquiere una mayor
monumentalidad y al mismo tiempo eleva su nivel de tensión espiritual y de
dramatismo expresivo. Una hábil distribución de efectos de luz y sombra sobre
los cuerpos de los protagonistas de la escena, intensifica rotundamente sus
patéticos ademanes.
Esta pintura estuvo en el lugar para donde fue pintada hasta 1810, fecha
en que losa franceses la requisaron con la intención de trasladarla a Francia,
hecho que afortunadamente no llegó a ocurrir, pasando en 1814 una vez derribada
la parroquia a la Catedral de Sevilla, donde se expone en la Sacristía Mayor.
Históricamente este Descendimiento
ha gozado en Sevilla de una especial atención por parte de los artistas.
Pacheco narra en su Arte de la Pintura que contemplarla a solas le producía pavor y miedo, lo cual
resultaría comprensible en medio de la pequeña y oscura capilla donde se
encontraba. También Murillo, según Palomino, sintió una gran predilección por
esta pintura, la cual iba a ver con frecuencia, lo que motivó que respondiese
al sacristán cuando le preguntaban el porqué de sus frecuentes visitas: “Que
estaba esperando cuándo acababan de bajar de la Cruz a aquel Divino Señor”.
En la Catedral de Sevilla se encuentra otra de las obras maestras
de Pedro Campaña. Es el retablo de La
Purificación que contrató en 1555 para la capilla del mariscal D. Diego
Caballero. La amplitud del retablo compuesto por un conjunto de diez pinturas,
contrasta con el escaso tiempo con que Campaña se comprometió a ejecutarlo, ya
que el contrato se firmó a principios de enero de dicho año, señalándose que
habría de entregarlo en mes de agosto. Ello motivó que Campaña utilizase como
auxiliar en la realización de este conjunto pictórico a Antonio de Alfián,
quien hubo de actuar en labores subsidiarias e igualmente como policromador de
la estructura arquitectónica del retablo, ya que en todas las pinturas se
advierten una total uniformidad artística que responde al estilo de Campaña.
Las pinturas que se integran en el retablo son las siguientes: En el
banco aparecen situados en los laterales los Retratos de D. Diego Caballero, de su hermano D. Alonso, y de su hijo y los Retratos
de D0. Leonor de Cabrera su hermana Dña. Mencía y de sus hijas, dándose la
circunstancia de que ambas parejas de hermanos estaban casados entre sí. Los
retratos muestran una perfecta captación de las características físicas y
psicológicas de los personajes, que al
tiempo muestran semblantes serenos y concentrados. En el centro del banco del
retablo aparece una representación de Cristo
entre los Doctores con figuras de pequeño tamaño, que se mueven
perfectamente intercaladas entre sí en un amplio marco arquitectónico.
El espacio central del segundo cuerpo del retablo está ocupado por una
de las obras más importantes de la producción de Pedro de Campaña: La Purificación de la Virgen, donde
tanto en el orden compositivo como en sus aspectos iconográficos se observan
valores de carácter excepcional. Atendiendo a su composición se advierte que el
artista ha tomado como punto de partida una estampa de Alberto Durero,
pudiéndose señalar al mismo tiempo un profundo conocimiento del espíritu
artístico de Rafael, del que Campaña en este caso ha extraído el recurso de
graduar a los personajes en profundidad, para lograr un efecto de intensa
amplitud espacial en el ámbito del templo donde se desarrolla la escena.
El punto inicial del efecto de profundidad espacial aparece en la parte
inferior derecha de la pintura, a través de la figura de un tullido levantando
su brazo extendido hacia un niño que le tiende una manzana. Este recurso, a
parte de señalar el ritmo oblicuo de la perspectiva que coincide con la
dirección visual del espectador, sirve para introducir la atención en el tema y
llevar la vista hasta el núcleo central de la escena, que es el momento en que
el sacerdote recibe el cuerpo de la Virgen Niña. El conjunto de figuras
femeninas que presencian la escena tiene una significación alegórica, puesto
que simbolizan las virtudes que habría de adornar a la futura madre de Dios. En
primer plano figuran la Caridad con dos niños en sus brazos, y la Templanza con
un jarro y una bandeja. En segundo plano figuran la Justicia con una balanza,
la Fortaleza con una cabeza de león en un broche que lleva en el pecho, la Prudencia con un
espejo, la Fe con una Cruz y la Esperanza con sus ojos mirando hacia lo alto.
La figura de la anciana que asoma entre las virtudes ha de ser la profetisa
Ana.
En los laterales de este segundo cuerpo del retablo se encuentran compartimentado
en dos espacios, en los que incluyen también dos pinturas, más amplias las del
registro superior, en las que se representa a Santiago en la Batalla de Clavijo y La Imposición de la Casulla a San
Idelfonso. En la primera la figura del apóstol, cabalgando sobre un caballo
blanco encorbetado y blandiendo una espada sobre un montón confuso de sarrasenos, posee un movimiento y una fuerza
inéditos hasta este momento en el panorama de la pintura sevillana, aspectos
que hubieron de sorprender por su vigoroso realismo. En La Imposición de la Casulla el Santo recibe arrodillado la Casulla
que la Virgen le impone desde un plano
superior, rodeada de ángeles.
Las pinturas superiores del segundo cuerpo del retablo representan a Santo Domingo y San Francisco. Ambas
tienen amplios fondos de paisajes, apareciendo el primero en actitud de
consultar un texto sagrado con una expresión corporal que evoca a la del
profeta Daniel pintado por Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina. San Francisco está representado de
rodillas en la escena de la impresión de su llagas en el Monte Alvernia. En el
ático del retablo figuran dos pinturas superpuestas de pequeño tamaño, en las
cuales se describe La Resurrección y la
Crucifixión, ésta última en formato circular.
En la Catedral de Córdoba se conserva un retablo cuya ejecución por
parte de Campaña se documenta en 1556. Lamentablemente la mayor parte de las
pinturas han llegado hasta nuestros días en mal estado de conservación, estando
algunas de ellas casi perdidas, especialmente las que figuran en el banco donde
se representa Cristo lavando los pies a
los Apóstoles, La Santa Cena y la
Oración del Huerto. En el primer cuerpo del retablo figuran La Anunciación y la Adoración de los Reyes,
mientras que en el segundo aparecen La
Batalla de los Ángeles, La Virgen en la Gloria, y los Mártires cordobeses.
En el ático figuran los bustos de San
Pedro y San Pablo, flanqueando un Calvario.
En 1557 comenzaron a realizarse en Sevilla las labores de pintura y
dorado del espléndido retablo mayor de la iglesia de Santa Ana. Aunque en esta
obra intervinieron varios artistas, existen testimonios de Pacheco que señalan
a Campaña como autor del amplio conjunto de pinturas que adornan este retablo,
mientras que el resto de los artífices se ocuparon de labores de dorado y policromía de la
estructura arquitectónica.
Las escenas que se incluyen en el retablo están dedicadas a narrar
episodios de la vida de Santa Ana, San Joaquín y la Virgen, y son los
siguientes: San Joaquín rechazado del
templo, San Joaquín abandona la casa, el anuncio del ángel a San Joaquín, El
abrazo de San Joaquín a Santa Ana, El Nacimiento de la Virgen, La Presentación
de la Virgen, La Coronación de la Virgen en el Templo, Los Desposorios de la
Virgen y San José, La Visitación de la Virgen a su prima Santa Isabel, El Nacimiento de San Juan Bautista,
El Nacimiento de Cristo, San Jorge (como titular de la primitiva iglesia de
Triana), La Asunción de la Virgen y
dos representantes de La Parentela de la
Virgen.
La amplitud de los temas descritos en el retablo permite a Campaña
recrear un amplio repertorio de recursos técnicos que acreditan sus
excepcionales recursos como pintor. En principio puede señalarse en todo el
conjunto la utilización de contrastados efectos de luces y sombras para
reforzar la expresividad física y emocional de los distintos pasajes que
describe. Es común también la gradación de elementos arquitectónicos y
personajes en distintos planos de profundidad para obtener sensación de honda
perspectiva, así como la disposición de atrevidos escorzos en numerosas
figuras. Son habituales los detalles naturalistas en muchas de las pinturas,
apareciendo en ellas actividades hogareñas, descripción atenta de muebles,
ajuar y animales vinculados a la vida doméstica.
En la parroquia de San Isidoro se conserva una tabla de grandes
dimensiones firmada por Pedro Campaña, que representa a San Antonio y San Pablo. Es obra de carácter monumental merced a la
disposición de ambos personajes a gran tamaño y en primer plano, en el que
ambos Santos aparecen arrodillados recibiendo con gran tensión emocional el
alimento que un cuervo les trae en su pico. Un fondo de paisaje en profunda
perspectiva cierra la composición en su parte izquierda.
En la parroquia de San Pedro de Sevilla se conserva un retablo dedicado
a Ntra. Sra. de la Paz, en una de cuyas pinturas aparece la firma de Pedro
Campaña. Es obra sin embargo que ha llegado hasta nuestros días en deficiente
estado de conservación y con abundantes repintes, lo que desfigura el estilo
original del artista, quien por otra parte debió de dejar intervenir en exceso
a sus colaboradores en la realización de estas obras. En el banco aparecen los
retratos de los donantes del retablo que fueron los familiares de D. Pedro
Ferriel, y en el centro la escena de La
Anunciación, donde aparece la firma del artista. El cuerpo principal del
retablo está presidido por una representación de la Virgen con el Niño que
tiene la advocación de Nuestra Señora de
la Paz, a cuyos pies aparece el donante del retablo, el clérigo D. Pedro de
Santiago Ferriel. En la calle lateral, derecha figuran representaciones de San Pedro orando ante Cristo flagelado y
Cristo con la Cruz a cuestas, apareciendo en la izquierda San Sebastián y San Jerónimo.
En el San Pedro orando ante
Cristo atado a la Columna, firmado, de la iglesia de Santa Catalina de
Sevilla, las actitudes y gestos de los protagonistas traducen sentimientos
impregnados de piedad y patetismo. Muy cercana al estilo de Pedro de Campaña,
si no es de él mismo, está la Virgen con
el Niño de la iglesia de San Vicente de Sevilla, mientras que el Calvario que preside un pequeño retablo
de la iglesia de Madre de Dios de Sevilla, es obra que ha de ponerse en
relación con un seguidor de su estilo.
HERNANDO DE ESTURMIO
No se conoce la fecha exacta del nacimiento de este pintor, que tuvo
lugar en Zierikzee, en la actual Holanda, pudiéndose situar de acuerdo con el
resto de sus datos biográficos en torno a 1515. Se ignoran también referencias
sobre su proceso de aprendizaje, siendo la primera noticia histórica que de él
poseemos su presencia en Sevilla en 1537 a donde debió llegar en fechas
lógicamente anteriores. A partir de este año Esturmio vivió en Sevilla a lo
largo de dos décadas, integrado en la amplia nómina de artistas de origen
flamenco que trabajaba en la ciudad. Vivió en la Parroquia de San Andrés, donde
se casó con Catalina Hernández y donde fueron bautizados sus hijos. Su muerte
tuvo lugar en 1556.
El origen flamenco de Esturmio justifica que su pintura muestre
influencias de estilos derivados de maestros de su nacionalidad, habiéndose
advertido en sus obras claras similitudes con el de Egbert van Heemskerck, sin
que por ello quiera decir que fuese discípulo de este pintor, siendo probable
que ambos artistas utilizasen fuentes de inspiración comunes, como pueden ser
grabados de origen miguelangelesco. También en la configuración de su estilo es
posible que tuviese gran importancia su presencia durante algunos años en
Italia, aunque este aspecto no puede pasar de ser mas que una mera suposición,
dado que antes de 1537, fecha en la que se establece en Sevilla, no se posee
ninguna información sobre su vida.
La primera obra conocida de Esturmio son las pinturas del retablo de San
Pedro y San Pablo que realiza en torno a 1539 para la parroquia de San Pedro en
Arcos de la Frontera en unión de Antón Sánchez de Guadalupe y Pedro Fernández
de Guadalupe. Es éste un conjunto pictórico que muestra una técnica muy
desigual a causa de la intervención de diversas manos, de las que a Esturmio
están atribuidas: La Quinta Angustia, El
Entierro de Cristo, La Resurrección, La Conversión de San Pablo, El Martirio de
San Pablo, La Adoración de los Reyes, La Presentación en el templo, El Bautizo
de Cristo y La Asunción de la Virgen, advirtiéndose en la mayor parte de
estas pinturas la utilización de estampas de Alberto Durarero, aunque también
se reconoce préstamos compositivos procedentes de otros artistas. Muy próxima
al estilo de las pinturas de Esturmio en este retablo se encuentra El Entierro de Cristo que se conserva
en el Instituto de Reforma Agraria de Madrid, fechable hacia 1540 y también Descendimiento que pertenece al
Mona0sterio de Santa Clara de Moguer, cuya ejecución puede situarse en torno a
la misma fecha que la anterior pintura.
En 1547 se terminó la ejecución del retablo de la Inmaculada Concepción
de Alcalá del Río, y aunque la autoría de Esturmio no está documentada se le
atribuye con cierto fundamento por su proximidad estilística con este artista.
En el primer cuerpo de este retablo aparecen representaciones de San Pedro, La Inmaculada Concepción y San
Juan Bautista. En el segundo figuran El
Arcángel San Gabriel y La Virgen, ambos por separado pero componiendo la
escena de la Anunciación. Remata todo el conjunto un Dios Padre situado en el ático.
En torno a 1550 puede situarse la ejecución del San Roque que se conserva en la Iglesia del convento de Santa Clara
de Sevilla, obra de carácter monumental que muestra figura del Santo mostrando
su doliente llaga en medio de un profundo y dilatado paisaje.
Actualmente se conserva en la iglesia de Santa Ana de Sevilla el
conjunto pictórico que formó parte de un retablo dedicado a Santa Catalina y
cuya ejecución fue contratada por Esturmio en 1553. Este retablo estuvo presidido
lógicamente por la pintura que representaba a Santa catalina, obra que puede considerarse entre las mejores del
artista. Está captada en pie con sus atributos de martirio, mostrando una
actitud serena y concentrada en la que refleja la característica expresión
dulce y ausente que Esturmio otorga a sus personajes femeninos. Acompañaba a la
titular del retablo un conjunto de santos que representan a Santa Justa y Santa Rufina (esta última
se ha perdido), San Leandro, San
Isidoro, San Blas, San Benito, San Juan Bautista y San Bartolomé. En el
banco de este retablo figuraban El
sacrificio de Isaac, La serpiente de Bronce y Abadoon.
La obra más conocida de Esturmio es sin duda el Retablo de los Evangelistas que figura en la capilla de esta
advocación en la Catedral de Sevilla. Al
mismo tiempo puede señalarse que en este conjunto pictórico Esturmio alcanzó el
mayor nivel artístico de toda su carrera, justificándose esta cuidada calidad
por la elevada cantidad económica que percibió y por estar destinadas las
pinturas al templo metropolitano. En el banco del retablo aparecen las obras
más interesantes de todo el conjunto, al figurar en él santos de medio cuerpo.
En primer lugar figuran Santa Catalina y
Santa Bárbara, obra que el artista firmó con amplios y claros caracteres y
al mismo tiempo consignó la fecha de 1555, que sirve para fijar la cronología
de todo el conjunto. En esta obra, al igual que en el resto de las
composiciones, Esturmio emplea un dibujo conciso y muy marcado, tendente a
precisar nítidamente los contornos. En las presencias y actitudes físicas de
ambas Santas se advierten características derivadas del arte de Rafael. Sigue
en el banco la representación de San
Sebastián, San Juan Bautista y San Antonio, donde al igual que la anterior
pintura cada santo lleva el atributo que le identifica. Al mismo tiempo al
fondo de la pintura se representa con figuras de pequeño tamaño el martirio de
San Sebastián, el Bautismo de Cristo y el rapto de San Antonio por los
demonios. La pintura más divulgada de este conjunto pictórico del retablo de
los Evangelistas es la que efigia a Las
Santas Justa y Rufina, en donde ambas aparecen en actitudes contrapuestas y
lujosamente ataviadas, teniendo al fondo el alminar de la mezquita de Sevilla,
al pie del cual se describe la escena de su martirio.
En el primer cuerpo del retablo aparecen los evangelistas San Marcos, y San Lucas en las calles laterales, figurando La Misa de San Gregorio en el registro central. San Marcos aparece sentado sobre un
trono de nubes que se apoya en un árbol seco de tronco retorcido. Está
acompañado de su atributo tradicional, el león, estando en términos generales
la figura de este apóstol inspirada en un grabado de Agostino Veneciano.
Representación de San Lucas figura
igualmente sentada sobre un trono de nubes que descansa sobre varios troncos de
vigoroso perfil. Le acompaña el toro como atributo, e igual que en San Marcos,
su figura deriva de un grabado de Agostino Veneciano, al que se han añadido
detalles procedentes de otro grabado de Aldegrever.
En el segundo cuerpo del retablo aparecen los apóstoles San Juan y San Mateo, en los que
Esturmio ha tomado modelos compositivos que están extraídos de los profetas que
Miguel Ángel realizó para la bóveda de la capilla Sixtina. Preside el centro de
este segundo cuerpo La Resurrección de
Cristo, obra realizada con un dibujo seco y anguloso cuya expresividad
corporal está tomada también de un dibujo de Miguel Ángel.
LUIS DE VARGAS
La primera gran personalidad netamente sevillana, es decir nacida en la
propia ciudad, en el siglo XVI es Luis de Vargas. No es mucho lo que se sabe
actualmente de su vida y de su obra, puesto que la mayor parte de su vida la
pasó en Italia. Nació hacia 1505.1506,
siendo su padre Juan de Vargas, artista de escasa entidad, con el que es lógico
que realizase su formación artística. Después de concluir su proceso de
aprendizaje, cuando contaba con veintiún años, viajó a Italia residiendo
fundamentalmente en Roma. Allí permaneció aproximadamente entre 1527 y 1534,
siendo probable que en esta última fecha volviera a Sevilla, donde estuvo
algunos años. Hacia 1541 volvió de nuevo a Italia, permaneciendo allí en una
segunda estancia hasta 1549, puesto que en 1550 Vargas se encontraba otra vez
en Sevilla, donde vivió hasta 1567;
al menos en diciembre de este año consta que ya había fallecido.
Pacheco señala que fue hombre humilde, modesto, piadoso y sobre todo
gran pintor.
las obras conocidas de Vargas pertenecen al último período de su vida,
pasado íntegramente en Sevilla, en ellas se evidencia de forma clara su
relación con el estilo de maestros italianos contemporáneos como Pierino del
Vaga, Salviati y Vasari. Estas referencias estilísticas se reflejan claramente
en el retablo del Nacimiento de Cristo de la Catedral de Sevilla, obra que el
artista inició en 1552 y concluyó en 1555. La pintura principal de este retablo
representa justamente El Nacimiento de
Cristo, que a pesar de su filiación italianizante nuestra un armonioso
ritmo compositivo y al mismo tiempo un intenso naturalismo descriptivo,
aspectos que le alejan del trepidante manierismo practicado en estos años por
maestros romanos y florentinos. Tres pequeñas escenas donde se representa La Anunciación, La Presentación y La
Adoración de los Reyes, aparecen en el banco de este retablo, mientras que
en los laterales figuran efigies de los Cuatro
Evangelistas.
También en la Catedral de Sevilla se conserva otro importante retablo de
Luis de Vargas, obra en la que alcanza el máximo nivel de calidad técnica de
toda su trayectoria artística. Se trata del retablo que tradicionalmente se ha
llamado de “La Genealogía de Cristo” pero que realmente representa la Alegoría de la Inmaculada Concepción.
Interpretando a Pacheco, puede deducirse que Vargas inició este retablo a raíz
de la dotación de su capilla en 1536, pero su ejecución fue interrumpida con
motivo de su segundo viaje a Italia. Cuando Vargas regresó definitivamente a
Sevilla el retablo fue concluido, puesto que la pintura central está firmada en
1561, fecha realmente tardía. Para la composición de esta pintura e igualmente
en la plasmación de su contenido ideológico, Vargas tuvo en cuenta un grabado
que reproducía una obra de Giorgio Vasari, pintada para la iglesia de los
Santos Apóstoles de Florencia entre 1540 y 1541. Estas fechas indican que
Vargas no inició al menos esta pintura antes de marcharse por segunda vez a
Italia, solo que viendo la obra de Vasari en Florencia y haciéndose
posteriormente con un grabado, encontró los puntos de partida para su
realización. En la pintura se desarrolla un profundo argumento simbólico que
arranca de Adán y Eva, quienes transmiten el pecado original a través de
sucesivas generaciones señaladas por el árbol de Getsé, interrumpiéndose esta
herencia al llegar hasta la Virgen María que nació libre de él. En esta pintura
ha sido siempre famoso el escorzo de la pierna de Adán que figura en primer
término y que constituye realmente un acierto pictórico.
En el banco del retablo aparece el retrato concentrado y digno del
chantre Juan de Medina junto con un escudo de armas. En el centro figura una
representación de La Iglesia Triunfante,
en la que el artista ha situado figuras de santos y padres de la iglesia de
medio cuerpo, inspirándose en detalles extraídos del fresco de la Disputa del
Sacramento de Rafael, pintado en las estancias vaticanas. En los laterales del
retablo aparecen representaciones de San
Pedro y San Pablo, mientras que en la parte superior figuran ángeles
músicos y cantores.
El conjunto de las pinturas de Vargas en la Catedral de Sevilla, se
acrecienta con la representación de El
Calvario, firmado por este artista, pintura de pequeñas dimensiones pero de
gran calidad técnica. La figura de Cristo en la Cruz se recorta sobre un fondo
de paisaje en tinieblas, de las que emerge un perfil de edificaciones en ruinas
de corte clásico. A los pies de la Cruz figuran la Virgen y San Juan
apareciendo en la parte inferior izquierda San Francisco acompañando a un donante.
Muy problemática resulta la atribución a Luis de Vargas del retrato del Venerable Juan de Contreras a pesar de
que vine manteniéndose desde hace tres siglos. Dicho retrato se conserva en la
Catedral de Sevilla.
La última obra conocida de vargas es el retablo de La Piedad, realizado en 1564 para la iglesia de Santa María la
Blanca de Sevilla. En la tabla central el grupo de las Marías con San Juan se
arraciman en torno al cuerpo de Cristo, dispuesto siguiendo un ritmo diagonal,
a cuyo extremo aparece la figura de la Magdalena besando sus pies. Un fondo de
tinieblas inunda el paisaje que respalda la escena, advirtiéndose en la parte
superior una descripción del Calvario y a la izquierda una representación del
Entierro de Cristo. La iconografía del retablo se complementa con la aparición
en las calles laterales de San Juan Bautista
y San Francisco.
Ningún resto ha llegado hasta nuestros días de las pinturas realizadas
al fresco por Luis de Vargas en Sevilla, donde en el renacimiento fue el primer
artista en practicar esta modalidad, tal y como testimonia Pacheco. Entre las
obras de las que se tiene constancia que existieron figura una Virgen del Rosario que estuvo en un
pilar de la iglesia de San Pablo, y que estaba fechada en 1555. Esta pintura
desapareció en el proceso de reforma y transformación que se llevó a cabo con
esta iglesia a finales del siglo XVII y principios del XVIII. También
desapareció el amplio programa iconográfico que adornaba los muros de la
Giralda, y que Vargas realizó entre 1553 y 1558, aunque a través de una pintura
de Miguel Esquivel, fechable hacia 1620, podemos conocer la distribución e
iconografía de la mayor parte de estas pinturas. También se perdieron el Cristo camino del Calvario pintado en
1561, que figuraba en un altar de las gradas de la Catedral, y que fue
sustituido por un copia en el siglo XVIII; e igualmente los murales que
decoraban el arco de ingreso a la capilla del Sagrario, donde figuraban Daniel en el foso de los leones y Elías en
el desierto.
ALONSO VÁZQUEZ
A Alonso Vázquez les fueron encargadas en 1600 por Fray Juan Bernal,
prior del convento de la Merced, una serie pictórica sobre la vida de San Pedro
Nolasco y San Román Nonato. De estas obras que Vázquez puedo realizar en esta
serie, sólo se conservan dos, aunque quizás fueran las únicas que hizo, puesto
que se ausentó definitivamente de Sevilla en 1603. Permanecen estas pinturas en
el Museo de Bellas Artes de Sevilla, y representan a San Pedro Nolasco redimiendo cautivos y San Pedro Nolasco despidiéndose
de Jaime I el Conquistador. En ambas escenas aparecen personajes de figuras
amplias y monumentales que muestran gestos de marcada expresividad, estando
mejor resueltas las figuras a pequeño tamaño que aparecen en segundo plano.
Una de las empresas decorativas más importantes que se llevaron a cabo
en Sevilla en los años que marcan el tránsito del siglo XVI al XVII fue la
construcción del retablo Mayor del Hospital de las Cinco Llagas, ejecutado en
1601 con solemne estructura arquitectónica y cuyas pinturas realizó Vázquez en
1602. Los temas que se incluyen en el retablo son: Los Cuatro Padres de la Iglesia y Los Cuatro Evangelistas que
figuran en el banco, disponiéndose en las calles laterales San Sebastián, San Roque, San Francisco, San Antonio de Padua, La
incredulidad de Santo Tomás, San José, San Juan Bautistas y El Calvario. Manchándose
a Méjico en el año 1603.
MATEO PÉREZ DE ALESIO
La presencia de este pintor romano en el panorama de la pintura
sevillana del último tercio el siglo XVI, se justifica merced a su estancia en
esta ciudad de 1583 a 1588, en la que contribuyó a extender el gusto por la
cultura artística de origen italiano. Nació en 1547, y según su propia
declaración era natural de Roma, aunque existen testimonios que indican su
nacimiento en Alesio, en el sur de Italia, localidad en la que sin duda tuvo
ascendentes de origen español que avalan su primer apellido. Su formación debió
de realizarse en Roma dentro de un ambiente pictórico imbuido de un
intenso manierismo, y en esta ciudad se
tiene noticia de su intervención en numerosos trabajos, fundamentalmente realizados
al fresco, cuyo estilo queda fuera de los limites de la pintura sevillana.
En 1583 Pérez de Alesio llegó a Sevilla movido quizás por la intención
de alcanzar desde aquí tierras americanas, para allí convertirse en un hombre
de fortuna. Sin embargo, la pujanza económica y artística de la ciudad del
Guadalquivir debió proporcionarle una ocupación laboral tan intensa y
remuneradora que decidió postergar su viaje durante cinco años, a lo largo de
los cuales no debió de carecer de trabajo. Al mismo tiempo hubo de integrarse
en el efervescente ambiente intelectual sevillano, sabiéndose que estuvo
vinculado de forma especial con Gonzalo Argote de Molina.
El mismo año de su llegada a la ciudad, el Cabildo de la Catedral le
encargó la realización de una pintura mural junto a la puerta de San Miguel, en
la que siguiendo una tradición medieval realizó al fresco una enorme
representación de San Cristóbal. La obra firmada y fechada al siguiente, 1584,
evidencia el manejo de un dibujo seguro de trazo firme y apretado, que
contribuye a crear una figura monumental de nueve metros de altura, en la cual
contrasta la robusta y gigantesca presencia del santo con la frágil figura del
niño que lleva en su hombro.
Otra obra de importancia realizada por Pérez de Alesio en Sevilla es la
pintura de Santiago en la Batalla de
Clavijo, que es el primer gran cuadro de altar de la historia de la pintura
sevillana. Se conserva en el mismo lugar para donde fue ejecutado, la iglesia
de Santiago en Sevilla, y ha sido parcialmente restaurado en fechas recientes,
estando actualmente desvinculado del primitivo retablo que le albergó. Es obra
de gran empeño compositivo, protagonizada lógicamente por la impetuosa figura
del apóstol a caballo entre un tropel de musulmanes que yacen a sus pies, o
huyen atemorizados hacia el fondo de la escena, en la que se extiende un
dilatado paisaje en perspectiva. De esta obra se desconoce exactamente la fecha
de ejecución, que probablemente fue posterior a la del San Cristóbal, y que por
lo tanto ha de situarse en torno a 1585.
La posterior estancia de Pérez de Alesio en Lima y la actividad
artística allí desplegada, sobrepasa el contenido de este trabajo. Se ignora
exactamente la fecha de su fallecimiento, que aconteció poco antes de 1616, año
en el que ya se tiene constancia de su muerte.
CRISTÓBAL GÓMEZ
Es éste un artista de biografía desconocida que trabajó en Sevilla en
las últimas décadas del siglo XVI. De su mano se conocen únicamente dos obras.
La más temprana es el Retablo del padre
Jerónimo García que se conserva en la clausura del convento Santa Teresa de
Sevilla, firmado en 1583, y la otra es una Inmaculada,
firmada en 1589 que, procedente de la iglesia del Salvador, forma parte de la
pinacoteca del Palacio Arzobispal de esta ciudad. En ambas pinturas el artista
muestra una capacidad artística secundaria, estando dotado de un dibujo poco
fluido que limita la capacidad expresiva de sus figuras.
SIGLO XVII
Primer tercio
Durante las primeras décadas del siglo XVII se advierte en el seno de la pintura sevillana una clara
confluencia entre dos tendencias pictóricas: una de ellas, el Manierismo, de carácter retardatario
que arrastraba fórmulas pretéritas y estereotipadas, heredadas de los años
finales del siglo XVI; la otra es el Naturalismo que alumbró rasgos
originales de modernidad en aquella época, que vendría a imponerse como
lenguaje autentico de los nuevos tiempos. En este enfrentamiento entre
conceptos pictóricos que representaban lo antiguo y lo moderno se destacaron
dos pintores fundamentales: Francisco
Pacheco, partidario de la tradición manierista y Juan de Roelas, artista que supo romper los fríos esquemas
creativos empleados por sus predecesores, e introdujo en la pintura vida,
sentimiento y observación de la realidad. Otros artistas de la generación como Mohedano, Uceda, Varela, Legot, Castillo,
Sánchez Cotán y Esquivel, se
movieron entre ambas tendencias, apoyándose en la primera durante la primera
etapa de su creatividad pero desembocando finalmente en lo que sería el
lenguaje moderno del siglo XVII: El
Naturalismo.
FRANCISCO PACHECO
Es éste uno de los artistas más importantes del panorama pictórico
hispano del siglo XVII, aunque más por su condición de teórico y tratadista que
por sus dotes artísticas. Nació en Sanlúcar de Barrameda 1564, y murió en Sevilla en 1644,
después de una larga vida llena de experiencias pictóricas y literarias.
Su formación se realizó en Sevilla, en el taller del desconocido pintor
Luis Fernández, y bajo la protección de su homónimo tío, el canónigo de la Catedral
Francisco Pacheco. Su actividad pictórica debió de iniciarse hacia 1585, dentro
de los cánones del manierismo, lo que le llevó a practicar una pintura fría y
esquemática, realizada a través de formulas repetitivas en las que la verdad y
el sentimiento estaban ausentes. Pese a ello consiguió ser un pintor de
renombre dentro del ambiente sevillano y adquirir un elevado prestigio que solo
la competencia con Roelas a partir de 1604 conseguiría empañar.
Fundamental para su formación como pintor fue el viaje que realizó en
1610 y 1611 por tierras castellanas, en el que se tiene constancia de que
estuvo en el Escorial, Madrid y Toledo. En este viaje sus contactos con otros
artistas mejoraron notablemente su pintura, reflejándose en un dibujo más
suelto y una intensificación de la capacidad expresiva de sus personajes.
Coincidiendo con el final de este viaje, entro en el taller de Pacheco, en
1611, el entonces joven Diego Velázquez,
cuyo talento amparó y potenció hasta terminar incluyéndolo dentro de su familia,
merced a tener la habilidad de casarlo con su hija Juana. A partir de 1613 se
observa en Pacheco un momento de plenitud artística y social, que le llevó a
detentar en Sevilla el cargo de Veedor de pinturas sagradas, consistente en
controlar el contenido moral de las pinturas realizadas por sus colegas. Esta
preponderancia artística le motivó en 1624 a solicitar en Madrid, con el apoyo
de Velázquez, el cargo de pintor del rey, que no le fue concedido.
En torno a 1625 se inició el declive de Pacheco, cuyo arte comenzó a
parecer en exceso retardatario ante la presencia de pintores más modernos como Zurbarán y Herrera el Viejo. Ante el cambio de ideas estéticas Pacheco no
reaccionó sino que siguió practicando su arte hermético e inexpresivo en los
últimos años de su vida, cuando apenas pudo dedicarse más que a la ejecución de
pinturas de pequeño formato.
Pacheco nos ha dejado, aparte de una considerable producción pictórica,
un libro fundamental denominado Arte de
la Pintura, en el que consiguió una recopilación de ideas artísticas
tomadas del pasado y de sus
contemporáneos, a las que añadió un amplio capítulo dedicado a la forma
y contenido con las que se debían ejecutar los principales temas religiosos.
También se ha conservado parte de su Libro
de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, en
las que efigia físicamente y describe con efusivos comentarios la personalidad
de los principales personajes de su época. Otros escritos de menor rango y
varios sonetos completan su producción literaria.
Las pinturas de fecha más antigua de Pacheco corresponden a los años
finales del siglo XVI. Las primeras que conocemos son copias de originales
ajenos al artista como el Cristo con la
Cruz a cuestas de 1589, cuyo paradero actual es desconocido, en el que se
inspira en un grabado flamenco, y la Virgen
de Belén fechada en 1590, que se encuentra en la Catedral de Granada, donde
copia un original de Marcel Coffermans. De 1597 son el San Juan Bautista y el San
Andrés, que se conservan en la iglesia de Santa María de las Nieves de
Bogotá, obras realmente torpes y desmañadas.
En 1600 y en compañía de Alonso Vázquez, Pacheco comenzó la realización
de las pinturas que decoraban el claustro grande del convento de la Merced de
Sevilla, de las que le correspondieron realizar seis. De ellas sólo se
conservan cuatro que son: La aparición
de la Virgen a San Ramón Nonato y San
Pedro Nolasco embarcando para redimir cautivos, ambas en el Museo de Bellas
Artes de Sevilla, el Desembarco de los
cautivos rescatados por los mercedarios, perteneciente al Museo de Arte de
Cataluña, y La última comunión de San
Ramón Nonato que figura en el Bowes Museum. Son obras en las que Pacheco
utiliza aún un dibujo esquemático, que otorga a sus figuras una rudimentaria
expresividad. Iguales características se observan en las pinturas del retablo
del Capitán García de Barrionuevo, de la iglesia de Santiago de Sevilla,
documentado en 1602 y que en una de sus pinturas muestra la firma del artista.
En este retablo retrata al patrono de la capilla y a su esposa, y al mismo
tiempo incluye representaciones de San
José con el Niño, San Juan Bautista, La Anunciación y La Virgen con Santa Ana y el Niño.
En 1604 está fechado el techo de la Casa
de Pilatos de Sevilla, donde Pacheco para honrar al Duque de Alcalá pintó
la Apoteosis de Hércules. En esta
fecha Pacheco contaba ya con cuarenta años, y sin embargo seguía sin dominar el
dibujo, ya que los estudios anatómicos al desnudo de la mayoría de los
personajes que se integran en esta escena son realmente deficientes, al igual
que la captación de perspectivas que aparecen claramente forzadas. Al año
siguiente, en 1606, Pacheco contrató con Don Pedro de Cárdenas la realización
de un retablo para la capilla de San Onofre del Convento de San Francisco,
capilla que a pasar de la desaparición de dicho convento se conserva en
nuestros días. En este retablo aparece un conjunto de pinturas de pequeño
tamaño, muchas de las cuales constituyen prototipos que el artista
insistentemente en años futuros. Las pinturas que se integran en dicho retablo
son: Santa Ana, San Juan Bautista, San
Jerónimo, La Magdalena, San Miguel, San Pedro Mártir y San Francisco de Asís.
Cuatro años después, en 1608, Pacheco firma la Santa Inés del Museo del Prado que forma conjunto con Santa Catalina, San Juan Bautista y San
Juan Evangelista, obras que proceden de un retablo que perteneció al
convento del Santo Ángel en Sevilla. En ellas se advierte una mayor precisión
en el dibujo y un intento de dar mayor armonía a la expresividad de sus
figuras. A partir del 1611 en el estilo de Pacheco se observa una favorable
repercusión del viaje realizado por tierras castellanas. Su dibujo mejoró
ostensiblemente, consiguiendo formas más armoniosas y expresiones más
correctas. Igualmente se esfuerza en ensayar composiciones más ambiciosas que
logran su máxima dimensión en el Juicio
Final que conserva en una colección particular francesa, y que sólo se
conoce a través de un grabado. Es obra que según el testimonio del propio
Pacheco realizó entre 1611 y 1614.
En 1612 realizó Pacheco un pequeño retablo para el convento del Santo
Ángel de Sevilla, donde representó La
muerte de San Alberto, actualmente en el Museo de Pontevedra, pintando en
el banco los retratos de los donantes, cuyo actual paradero es desconocido y
que eran Miguel Jerónimo, su mujer y sus
hijos En 1613 está firmado y fechado por Pacheco el retablo de San Juan
Bautista del convento de San Clemente de Sevilla. En estas pinturas mantiene el
nivel de corrección formal iniciado años antes, y en ellos representa a los
cuatro profetas mayores, Elías, David,
Isaías y Malaquías, al tiempo que a los Cuatro Evangelistas y los Cuatro
Padres de la Iglesia.
Interesantes, por fijar una iconografía largamente discutida en Sevilla,
son las versiones del Cristo Crucificado
que Pacheco realizó en 1614 y 1615. Son Obras que se conservan en la colección
Gómez Moreno, de Madrid y en una colección particular de esta misma ciudad. En
ellas Cristo aparece sujeto a la cruz con cuatro clavos, uno en cada mano y uno
en cada pie, y de esta forma Pacheco intenta resolver una prolija controversia
sobre el modo correcto de efigiar la escena de Crucifixión.
Quizás la obra maestra de Pacheco sea Cristo servido por los ángeles en el desierto, que se conserva en
el Château de Coursson cerca de París, y que procede del convento de San
Clemente de Sevilla. Realizada en 1616, es una pintura de gran ambición
compositiva, en la que introdujo detalles naturalistas de excelente factura,
plasmados en los alimentos y la vajilla que aparece sobre la mesa. De este
mismo año era la representación de San
Sebastián atendido por Santa Irene,
que perteneció al Hospital de Alcalá de Guadaira y que fue destruido en 1936.
En estas obras Pacheco mantiene el alto nivel de calidad que se advierte de
forma constante en estos años y que perdurará aproximadamente hasta 1625.
En este período de tiempo hay que situar la ejecución de la Inmaculada con el retrato de Miguel Cid,
obra fechable hacia 1617, en la que el artista fijó un prototipo del que hará
varias versiones que culminarán en la mejor de todas ellas: La
Inmaculada con el retrato de Vázquez de Leca, fechada en 1621. Continuando
esta línea de plenitud en la interpretación de este tema aparece la Inmaculada de la iglesia de San Lorenzo
de Sevilla, obra que presenta luna iconografía renovada con respecto a las
anteriores versiones, en la que además alcanza un máximo nivel de perfección en
cuanto al tratamiento del dibujo. Es ésta la última gran versión de este tema
realizada por Pacheco, puesto que la que se conserva firmada y fechada en 1630
en la colección del Marqués de Terrateig es un versión esquematizada y pobre de
las anteriormente realizadas.
La producción religiosa de Pacheco culmina en 1628 cuando realiza los Desposorios místicos de Anta Inés del
Museo de Bellas Artes de Sevilla, obra de correcta ejecución en la que el
artista obtiene uno de los mayores niveles de expresividad amable y de
intimidad espiritual.
Entre 1625 y 1630 puede situarse la ejecución de un importante grupo de
retratos, todos ellos de expresión un tanto rígida y envarada, al frente de los
cuales hay que situar el Caballero
del Museo de Williamstown, firmado y fechado en el primer año citado. En torno
a 1627.28 pueden situarse los de Dos
damas y Dos caballeros, que proceden de un retablo, ya que se encuentran en
actitud orante; pertenecen a la colección de D. Luis Muller de Granada. Hacia
1630 hay que fijar la ejecución de los retratos de Francisco Pérez de Molina y Jerónimo Zamudio que figuran en el
retablo de la capilla de la Inmaculada de la Catedral de Sevilla. En torno a este mismo año deben
de estar realizados los retratos de Una
dama y un caballero jóvenes y una dama y un caballero ancianos del Museo de
Bellas Artes de Sevilla, que quizás procedan del banco del retablo de la
iglesia de la Pasión de Sevilla. En ese caso habría que fijar su realización
poco después de 1631, fecha en que se contrató la ejecución de dicho retablo.
Las pinturas de este retablo de la iglesia de la Pasión de Sevilla, se
encuentran igualmente en el Museo de Bellas Artes de esta ciudad, y son el
último gran conjunto pictórico que contrató Pacheco. Se encuentran pésimamente
conservadas, cubiertas por repintes decimonónicos y son prueba elocuente de la
regresión estilística que se advierte en los últimos años de vida de Pacheco,
momentos en que su actividad artística fue postergada en beneficio de otros
pintores de una nueva generación, como Herrera el Viejo y Zurbarán, quienes
consolidaron la introducción del naturalismo en la pintura sevillana. En 1634
Pacheco firmó el pequeño cobre que representaba a San Francisco recibiendo las llaves de Sevilla que se conserva en
la Catedral, obra de escasas pretensiones técnicas y compositivas, y en 1638 La Flagelación de colección particular
de Barcelona, última obra conocida de su producción en la que su rechazo a
aceptar el renovador lenguaje del naturalismo es evidente, puesto que en ellas
insiste en recrear fórmulas manieristas que eran totalmente obsoletas en tan
avanzado momento del siglo XVII.
JUAN DE ROELAS
Pese a ser muy importante el papel que Roelas desempeñó en la pintura
sevillana a lo largo de las primeras décadas del siglo XVII, es sin embargo
relativamente poco lo que sabemos de su vida y de su obra. Su nacimiento tuvo
lugar, según Ceán Bermúdez, en Sevilla entre 1558 y 1560, siendo posiblemente
hijo de Pedro de Roelas, general de la Armada. Recibió estudios religiosos,
puesto que a lo largo de su vida ejerció como capellán, al mismo tiempo que se
dedicó al ejercicio de la pintura.
Tradicionalmente se ha venido afirmando que Roelas realizó su
aprendizaje pictórico en Italia, aspecto que no puede demostrarse
documentalmente aunque sí sospecharse, a tenor de las características de sus
obras. Los primeros testimonios históricos de Roelas nos lo muestran en 1598
residiendo en Valladolid, donde en aquellos momentos se encontraba la corte.
Allí desempeñó seguramente funciones eclesiásticas ejerciendo también como
pintor, puesto que ha quedado constancia de su participación en el túmulo que
la Universidad de Valladolid levantó en 1598 con motivo de las honras fúnebres
de Felipe III, también diversas labores pictóricas en la iglesia de San Pablo
al servicio del Duque de Lerma en 1601. Al año siguiente decidió fijar su
residencia en dicha ciudad, adquiriendo unas casas para instalar su taller,
pero finalmente renunció a la compra para trasladarse a Olivares, localidad
próxima a Sevilla, donde se le ofreció una capellanía que detentó desde enero
de 1603 hasta marzo de 1606.
Durante su etapa de capellán en Olivares, Roelas practicó también su
oficio de pintor, pues en 1604 se ocupó de la realización de parte de las
pinturas del retablo mayor de la iglesia de la Casa Profesa de los jesuitas de
Sevilla. La acumulación de encargos pictóricos en esta ciudad debió de moverle
a obtener en ella una plaza de clérigo, que probablemente fue una capellanía en
la iglesia del Salvador, cargo que al menos poseía en 1611. Mientras tanto
Roelas había conseguido importantes encargos pictóricos que fue realizando con
gran maestría en estos momentos. Sin embargo, debía tener pretensiones más
elevadas con respecto a su carrera eclesiástica y pictórica, puesto que en 1616
abandonó Sevilla para trasladarse a la Corte madrileña, donde se le concedió un
cargo de capellán real. Al mismo tiempo en 1617, aspiró a una plaza vacante
para ser pintor del rey, la cual no se le concedió.
Malograda esta pretensión, Roelas siguió en la Corte, ejerciendo el
cargo de capellán y ocupándose al mismo tiempo de atender su compromisos pictóricos,
siendo el más importante el realizado en 1619 al servicio de Don Manuel Alonso,
Duque de Medina Sidonia, para quien ejecutó los lienzos del retablo mayor de la
iglesia del convento de la Merced de Sanlúcar de Barrameda. Este encargo le
obligó a trasladarse a dicha población gaditana, de la que regresó a Madrid una
vez finalizado su cometido.
No puede precisarse cuánto tiempo permaneció Roelas en Madrid a partir
de 1619, pero al menos puede afirmarse que en 1621 ya había abandonado la Corte
y se encontraba de nuevo en Olivares, ejerciendo otra vez como capellán. En
esta localidad siguió practicando la pintura, puesto que se conocen testimonios
de sus trabajos. Así en 1624 contrató de nuevo
con el Duque de Medina Sidonia un conjunto pictórico destinado a los
retablos laterales de la iglesia de la Merced de Sanlúcar de Barrameda, y
también para adornar las partes altas de los muros del crucero y de la capilla
mayor. Poco tiempo se iba prolongar ya la vida de Roelas, puesto que murió en
mayo de 1625, siendo sepultado en la propia iglesia colegial de Olivares.
La actividad de Roelas en el seno de la pintura sevillana del primer
tercio del siglo XVII ha de ser considerada como fundamental, ya que sus
concepciones artísticas fueron totalmente renovadoras dentro de un ambiente
retardatario, en el cual la repetición de fórmulas manieristas frías e
inexpresivas era la tónica creativa dominante. Es de suponer que la
contemplación pública en 1604 del primer gran cuadro de Roelas, realizado en
Sevilla. La Circuncisión de la
iglesia de la Casa Profesa de los jesuitas, hubiera de asombrar por su gran
aparato compositivo y lógicamente por la inclusión de personajes que muestran
gestos y sentimientos extraídos de la vida real, y por otra parte por la
presencia de un colorido suntuoso, de estirpe veneciana, dominado por
tonalidades cálidas de brillantes matices. A parte de esta obra, el resto de
sus pinturas que se integran en el retablo son La adoración de los pastores, en la calle derecha, San Juan Bautista y San Juan Evangelista,
en los laterales del ático y El Niño
Jesús que pertenece a la portezuela del tabernáculo.
DIEGO VELÁZQUEZ
Hasta que cumplió 24 años, la actividad artística de Velázquez es
netamente sevillana, y su arte responde por completo a la trayectoria artística
local, en la que supo introducir sorprendentes innovaciones. Por ello de
hablarse de Velázquez como pintor sevillano hasta 1623 para señalarse a partir
de esta fecha como pintor madrileño y cortesano, estando desde entonces su
creatividad fuera ya de los límites de la historia de la pintura local.
Nació Velázquez en 1599, hijo de Juan Rodríguez de Silva y de Jerónima
Velázquez. Fue el primero de siete hermanos, siendo muy probable que la familia
no fuese de condición aristócrata como el artista pretendió durante el proceso
de consecución de un hábito nobiliario, años más tarde en Madrid. Sobre su
infancia es muy poco lo que hoy conocemos, siendo un dato seguro el que en 1610
ingresó en el taller de Francisco Pacheco cuando tenía 11 años.
Entre las pinturas de contenido religioso hay que mencionar en primer
lugar La Inmaculada Concepción y San Juan en Patmos, obra de fecha
desconocida, cuya ejecución puede saturarse en torno a 1618. Se cree que
proceden del convento del Carmen Calzado de Sevilla, y se conservan actualmente
en la Galería Nacional de Londres. Ambas obras tienen una clara vinculación
temática, puesto que San Juan Evangelista describe en su Apocalipsis la visión
de la mujer flotando en el espacio, en pie sobre la luna, y coronada de estrellas,
elementos iconográficos que son base de la futura configuración de la
Inmaculada. Hay en ambas pinturas excelentes estudios anatómicos, que
evidencian haber sido tomados del natural, especialmente los rostros
pertenecientes a personas concretas que han servido como modelo y que han hecho
pensar que son los retratos de Juana Pacheco y del propio artista.
Probablemente de 1619 es la admirable Adoración de los Reyes del Museo del Prado, en la que el artista
describe un ambiente sencillo y popular de carácter puramente evangélico. La
presencia de todos los personajes es tan real que permite suponer que se trata
de un colectivo de retratos familiares, en los que de nuevo Juana Pacheco
representa a la Virgen, el rey joven a Velázquez y el rey viejo a Francisco
Pacheco, siendo el modelo de Niño Jesús el de su hija Francisca nacida en el
mismo año de la ejecución de la pintura.
También en torno a 1619 Velázquez debió de realizar un Apostolado en figuras de medio cuerpo,
del que sólo han llegado a nuestros días dos pinturas: la que representa a San Pablo, perteneciente al Museo de
Bellas Artes de Cataluña, y Santo Tomás que
se conserva en el Museo de Orleáns. Ambas obreras presentan figuras populares
de recia fisonomía y concentrada actitud espiritual. No puede olvidarse en este
período la representación de la Imposición
de la casulla a San Idelfonso, que figura actualmente en el Alcázar de
Sevilla y que asombra por su quietud mística y por su profundidad
trascendental.
Al breve período de la actividad sevillana de Velázquez pertenece una
serie de pinturas en cuya temática se vinculan aspectos de la vida popular y
descripción de bodegones, creando un género peculiar ya en boga años antes en
Flandes e Italia. Probablemente también otros pintores sevillanos se dedicaron
a realizar este tipo de composiciones, aunque no han llegado hasta nosotros
obras firmadas que permitan hacer un estudio generalizado de esta especialidad.
La escena de género y el bodegón se introducen en la pintura española
desde principios del siglo XVII, aunque no se realizan con demasiada profusión,
puesto que a este tipo de pinturas se les otorgaba una consideración
secundaria. Lo cierto es que Velázquez al tratar este tipo de escenas, lo hace
con una excepcional maestría que suele resolver en ambientes en penumbra con
fuertes contrastes de luz y de sombra, utilizando forma y colores nítidos y
precisos que facilitan la contemplación de su prodigiosa objetividad.
Entre estas escenas de Velázquez destacan dos que cuentan entre las
mejores de toda su producción. Son La
vieja friendo huevos y El aguador de
Sevilla. La primera de ellas se conserva en la Galería Nacional de
Edimburgo y muestra el plácido ambiente de una cocina, perteneciente a gentes
de condición popular, donde una mujer anciana está friendo huevos en una
cacerola de barro, en presencia de un muchacho que lleva en sus manos un melón
y una frasca de vino. En la composición, las formas y los colores respiran
armonía y orden, trasponiendo una realidad intrascendente que sin embargo la
pintura ha elevado a la categoría de sublime.
Las mismas características se advierten en El aguador de Sevilla, obra de asombrosa serenidad protagonizada
por la recia figura de un hombre de edad avanzada que ofrece un vaso de agua en
cuyo interior se vislumbra una forma que pudiera ser un higo, mientras que al
fondo sumido en la penumbra un hombre de mediana edad bebe de un jarro de
cristal. Hay en los personajes que protagonizan esta pintura un aire de
gravedad trascendental que sugiere, como muy bien ha pensado Julián Gallego,
una interpretación más profunda, pudiendo ser una alegoría de las tres edades
de la vida.
El agua sería aquí el símbolo de la experiencia y el conocimiento que el
viejo aguador traspasa al muchacho que se inicia en la existencia, mientras que
el hombre joven que bebe alude a la plenitud vital. Independientemente de su
contenido, la pintura muestra una asombrosa descripción de las texturas de las
ropas de los personajes, del cántaro y la jarra de barro que aparecen en primer
plano con una objetividad que no ha sido superada en la historia de la pintura.
En los Museos de Budapest y Leningrado se conservan dos escenas de Almuerzo, protagonizadas por grupos de
tres personas de edad diversa, sentadas en torno a una mesa donde aparecen
sobrios manjares y escuetos elementos de vajilla asombrosamente pintados. Los
gestos y actitudes son coloquiales y abiertos, y en ellas se refleja la bohemia
temperamental de la gente de condición popular.
La complacencia en el canto y la música, costumbre habitual de las
clases populares después de una comida festiva, es el tema de Los tres músicos de la Gemäldegalerie
de Berlín, mientras que la bebida en exceso es el tema de Los jóvenes bebiendo, que se conserva en el Wellington Museum, uno
de los cuales, el que aparece al fondo, da claras muestras de estar totalmente
ebrio. A la izquierda de la escena hay un detalle de bodegón perfectamente
cuidado, que incluye jarras y platos de barro, más el almirez, pintados con un
admirable ritmo compositivo y una exactitud en las calidades de la materia, que
eleva la insignificancia de los objetos de vulgares a transcendentales.
Escenas de género, pero con alusiones religiosas situadas en segundo
plano a la manera de las flamencas del último tercio del siglo XVII, son Cristo en casa de Marta y María de la
Nastional Gallery de Londres y La cena
de Emaús de colección privada en Berlín. En ambas obras el primer plano
describe ambientes culinarios con figuras ocupadas en la preparación de una
comida, lo que es pretexto para describir magníficos detalles de bodegón,
mientras que la escena religiosa se desarrolla al fondo con figuras de pequeño
tamaño y encuadradas por la ventana que comunicaba los comedores con las
cocinas.
Finalmente señalaremos algunos retratos que pertenecen al período
sevillano de Velázquez. Impresionante es el adusto y severo retrato de La venerable madre Jerónima de la Fuente,
obra de asombrosa volumetría y densidad espacial, del cual se conservan dos
versiones, una en el Museo del Prado firmada y fechada en 1620, y otra en una
colección particular madrileña realizada en el mismo año. También es obra de
1620 el retrato de Cristóbal Suárez de
Ribera que pertenece al Museo de Bellas Artes de Sevilla, donde el artista
realizó un magnífico estudio en el rostro del retratado, que transmite dignidad
y firmeza a través de su mirada.
Probablemente el Busto de un
caballero que se conserva en el Museo del Prado, de trazo vigoroso y
contundente, es obra de Velázquez en los últimos momentos de su actividad sevillana.
Y también es probable que pueda tratarse de un retrato de su suegro Francisco
Pacheco, como comúnmente viene señalándose.
JUAN DE UCEDA
Aunque es posible que Uceda sea sevillano, se desconoce el año de su
nacimiento, el cual por las características de su biografía se sitúa en torno a
1570. Su actividad artística se documenta a partir de 1593, por lo que puede
suponerse que su aprendizaje concluyó en torno a 1590. Su primera intervención
pictórica data de 1603, cuando terminó el Tránsito
de San Hermenegildo.
SIGLO XVII
Segundo Tercio
En los años que oscilan entre 1630 y 1660 se advierte en la pintura
sevillana una definitiva superación de la ideología artística de tradición
manierista, en beneficio de una rotunda implantación del naturalismo. Esta
clara evolución se define perfectamente en la obra de Zurbarán, quien, pese a
su tendencia a inspirarse en composiciones retardatarias alcanzó a captar en
sus obras aspectos que derivan de la observación directa de la realidad,
humanizando el espíritu de sus escenas y al mismo tiempo introduciendo en ellas
una profunda espiritualidad. En la misma línea naturalista se mueve la segunda
gran figura artística de este período, Francisco de Herrera el Viejo, quien a
través de una plástica recia y vigorosa introdujo en la pintura sevillana un
sentido narrativo directo, protagonizado por presencias físicas veraces y
extraídas directamente de la realidad.
El mayor interés por la plástica de inspiración naturalista permitió que
en esta época se realizasen con mayor intensidad que en el tercio anterior del
siglo, pinturas de bodegones, con intérpretes como Juan de Zurbarán y Pedro de
Camprobín, y también escenas de paisaje, cuyo mayor especialista, Juan de
Zamora, se revela como el precursor de este tipo de pintura en el ambiente
sevillano.
ALONSO CANO
Al igual que Velázquez, Alonso Cano tiene una etapa dentro de su vida
artística que pertenece por completo a la historia de la pintura sevillana,
porque en esta ciudad pasó casi un cuarto de siglo, realizando en ella su
formación y la primera etapa de su trayectoria profesional. Su nacimiento tuvo
lugar en Granada en 1601 en el seno de una familia de artistas, puesto que su
padre era ensamblador de retablos. Cuando contaba sólo con trece años de edad
su familia se trasladó a Sevilla, quizás porque en esta ciudad el padre pensaba
obtener mayores perspectivas artísticas. En 1616 Alonso Cano ingresó como
aprendiz en el taller de Francisco Pacheco, donde sin duda entabló amistad con
Velázquez que en aquellos momentos culminaba su proceso de formación. Cano
continuó algunos años más como aprendiz, incorporando a su estilo artístico
influencias que derivan de otros pintores locales activos en aquel momento,
como Herrera el Viejo y Juan del Castillo, habiendo quedado especial constancia
documental de su vinculación profesional y amistosa con este último.
En 1626, cuando Cano contaba con veinticinco años de edad, realizó en
Sevilla su examen como maestro pintor, y desde esta fecha hasta la de su
partida a Madrid en 1638 transcurre más de una década en la que su actividad
pictórica corresponde por completo a la escuela sevillana al igual que su
dedicación a la escultura y a la ejecución de retablos. En enero de 1638 Cano
abandonó Sevilla para instalarse en Madrid llamado por el Conde-Duque de
Olivares para ser su pintor y ayudante de cámara. Probablemente en este
nombramiento intervino Velázquez, amigo de Cano desde los años en que ambos
fueron condiscípulos en Sevilla, recomendándose al Conde-Duque.
Antes de 1626, año en que Cano se examinó de maestro pintor, ya se
conocen obras suyas, como atestigua el San
Francisco de Borja del Museo de Sevilla, firmado y fechado en 1624. Es obra
en la que se manifiestan claramente los principios artísticos que Cano asimiló
como discípulo de Pacheco, puesto que en ella se advierten cierta rigidez y
monumentalidad, en las que no están ausentes reminiscencias del estilo de
Zurbarán, quien en aquellas fechas, aunque residente en Llerena, pintaba con
frecuencia encargos destinados a edificios religiosos sevillanos. Cano ha
utilizado en esta pintura recursos lumínicos de carácter tenebrista que
intensifican el dramatismo expresivo de la figura del Santo, profundamente
concentrado en la meditación sobre la fragilidad de la vida humana y la vanidad
del poder, alegorizados en la calavera que sostiene en una de sus manos.
En torno a 1625 puede situarse el magnífico Retrato de un eclesiástico que pertenece a la Hispanic Society de
Nueva York. Este personaje de identidad desconocida, pero probablemente sevillano,
muestra un semblante sobrio y concentrado captado pictóricamente con una
técnica suelta y decidida, que acredita a Cano como el mejor retratista activo
en Sevilla en estas fechas. En 1628 Cano contrató con el convento de San
Alberto de Sevilla la ejecución de un retablo con pinturas dedicadas a narrar
episodios de la vida de Santa Teresa. De este conjunto pictórico sólo se
conocen actualmente dos lienzos que representan La aparición de Cristo crucificado a Santa Teresa y La aparición de
Cristo resucitado a Santa Teresa, que se conservan en una colección
particular de Barcelona. Ambas son obras resueltas en marcado formato estrecho
y vertical, adecuado a la estructura de las calles laterales del retablo, en
los que la figura de la Santa adquiere actitudes monumentales y estáticas,
iluminada sobre fondos de densa penumbra.
Menor interés tienen otras obras pictóricas de Cano, que fueron
portezuelas de sagrarios y que pueden fecharse en torno a 1630. Son el Niño Jesús de la iglesia parroquial de
Rota y el Cristo atado a la columna de
la iglesia parroquial de La Campana. En esta última obra, resuelta con
iluminación tenebrista, Cano desarrolla un tratamiento corporal que deriva de
las obras con este tema realizadas por estas fechas por Juan del Castillo.
Procedente de un retablo del convento de Monte Sión de Sevilla, figura
en el Museo de esta ciudad una representación de las Animas del Purgatorio, realizada en 1636. En esta obra Cano emplea
un correcto dibujo a través del cual ha captado excelentes estudios anatómicos
en las figuras desnudas que surgen entre las llamas. En torno a este año hay
que situar también las representaciones de Tobías
y el arcángel Rafael y Rafael
siguiendo a Tobías, que se conservan en una colección particular de Jaén,
obras de gran atractivo por la belleza juvenil de las figuras que las
protagonizan, y también por la bien resuelta movilidad de sus actitudes
físicas.
En los últimos años de su actividad sevillana, en torno a 1636.37, Cano
realizó varias obras de elevada calidad artística, entre las que citaremos
primeramente la Santa Inés que se
destruyó en 1945 cuando formaba parte del Museo Kaiser Friedrich de Berlín. En
esta obra artística alcanza un elevado nivel de elegancia y de sentido
aristocrático en la bella figura de Santa. También en estos años realizó Cano
las pinturas que adornaban el retablo de San Juan Evangelista del Convento de
Santa Paula, hoy desgraciadamente dispersas en distintos lugares. En el banco
del retablo figuraban las representaciones de San Juan Evangelista y Santiago Apóstol, conservadas en el Museo
del Louvre. En las calles laterales del cuerpo principal y situados en dos
registros de altura, figuraban San Juan
Evangelista dando la comunión a la Virgen, que se encuentra en el Museo de
San Carlos de Méjico, y La Visión de
Jerusalén, obra de excepcional calidad, que figura la colección Wallace de
Londres. La conjunción perfecta de ésta pintura entre la figura de San Juan
arrodillado y el ángel en pie que le atiende en su desfallecimiento, es uno de
los mayores aciertos compositivos dentro de la producción del artista. En el
segundo registro del cuerpo principal
del retablo, se disponían La Visión de
Dios Padre y La Visión del cordero
de los siete sellos.
También obra de la postrera actividad sevillana de Cano son el Cristo con la cruz a cuesta, del Museo
de Worcester en Massachussets, obra firmada que procede de un retablo de la
iglesia del convento de San Alberto de Sevilla, y Los preparativos de la Crucifixión que pertenece a la congregación
del Santo Cristo de San Ginés de Madrid, obra de intenso dramatismo. Como
última obra de Cano en Sevilla, fechable también hacia 1637, puede citarse La Virgen de Belén, que pertenece a la
Catedral de Sevilla, en la que el artista
captó un intenso sentimiento de afectividad en las figuras de la Virgen
y el Niño.
JERÓNIMO RAMÍREZ
Es éste uno de los pintores sevillanos con peor suerte histórica, puesto
que su indudable importancia artística se ha visto diluida, primero por la
pérdida de sus obras y también porque las que han llegado a nuestros días han
sido víctimas de atroces restauraciones o se encuentran en mal estado de
conservación. Se ignora el lugar de su nacimiento, que se ha supuesto en
Granada, habiéndose su presencia en Sevilla en torno a 1600, donde trabajó sucesivamente
con Vasco Pereira y con Roelas, referencias que no han podido ser constatadas
documentalmente. A juzgar por el estilo que presentan algunas de sus obras
conservadas, puede señalarse que Ramírez guarda una gran proximidad estilística
con Juan de Uceda, de quien pudiera haber sido discípulo, participando su arte
del proceso evolutivo que en las primeras décadas del siglo XVII osciló desde
el manierismo al naturalismo de espíritu barroco.
Su primera referencia documental conocida data de 1617, cuando participa
en un pleito junto con otros pintores. Las primeras noticias que avalan su
actividad pictórica provienen de 1622, cuando concertó la realización de cuatro
pinturas para una capilla de la iglesia de Santa Catalina de Higuera de la
Sierra, donde años más tarde ejecutaría los lienzos del retablo mayor. Dichas
pinturas que representaban La Asunción,
La Coronación de la Virgen, Santa Inés y San Andrés, no se conservan.
Tampoco se han conservado las pinturas que en este mismo año contrató para un retablo
de la Cofradía de Nuestra Señora de la Antigua en el convento de San Pablo.
El conjunto pictórico más importante que se ha conservado de Ramírez
figura en el retablo de la parroquia de Santa Catalina de Higuera la Real. En
origen el pintor concertó en 1632 la ejecución de once lienzos para dicho
retablo, los cuales fueron desfigurados en su mayoría con atroces repintes en
una restauración efectuada en 1890, a la que quizás una limpieza pudiera
devolver parte de sus calidades originales. Estas pinturas narran episodios de
la vida de Santa Catalina, y solo en dos de ellas, La aparición de Cristo a Santa Catalina y el Entierro de Santa Catalina,
en las que la intervención del “restaurador” fue más leve, puede reconocerse el
estilo del artista, advirtiéndose que en la última pintura citada el artista ha
utilizado el conocido grabado de Cornelis Cort.
En 1633, para la capilla de la Soledad del convento del Carmen de
Sevilla, Ramírez realizó La conversión
de la Magdalena, La entrada de
Cristo en Jerusalén y Cristo y la Samaritana, obras que tampoco han llegado
hasta nuestros días. También en 1633 y para el Hospital de las Cinco Llagas,
realizó un San Gregorio que figura
en un lateral de dicha iglesia, y un Calvario
que preside en un retablo en la nave izquierda, obras ambas en las que se
advierte claramente la influencia de Juan de Uceda. El mismo año, y para un
particular en Sevilla realizó una Transfiguración
y una representación del Entierro de
Cristo, cuyo paradero se desconoce.
FRANCISCO DE HERRERA EL
VIEJO
Nació en Sevilla 1590 siendo hijo del pintor iluminador Juan de Herrera,
con quién probablemente realizó su aprendizaje, imbuyéndose al mismo tiempo en
el espíritu manierista que imperaba en Sevilla en la primera década del siglo
XVII, puesto que sus primeras obras pictóricas le muestran vinculado aún al
estilo retardatario y arcaizante que pintores como Pacheco habían impuesto en
Sevilla.
Sin embargo Herrera el Viejo debió de comenzar algunos años antes su
actividad artística, puesto que desde 1609 aparece actuando como grabador.
Señala Palomino que a Diego Velázquez le puso su padre como maestro a Francisco
de Herrera, “hombre rígido y de poca piedad, más en la pintura y otras artes de
consumado gusto”, añadiendo también refiriéndose a Velázquez que “a poco tiempo
dejó esta escuela y siguió la de Francisco Pacheco, persona de singular
virtud...”. Velázquez ingresó en el taller de Pacheco en 1611, por lo que la
breve estancia en el taller de Herrera debió de acontecer en 1610, justamente
cuado éste comenzaba su trayectoria artística.
Sus primeros encargos pictóricos conocidos datan de 1614, y desde esta
fecha en adelante se poseen noticias frecuentes de su actividad pictórica.
Resulta curioso advertir cómo Herrera el Viejo venía actuando sin haberse examinado
de maestro pintor, por lo que en 1619 el gremio de los pintores sevillanos le
demandó por ejercer el oficio sin este requisito, por lo que hubo de pasar el
examen, después de plantear una larga controversia sobre de quién debía
juzgarle.
La fama de persona de mal carácter y de poca piedad que Palomino otorgó
a Herrera, se incrementa con la anécdota, probablemente en exceso novelada, de
que en una ocasión fue acusado de haber acuñado moneda falsa, librándose de una
severa condena merced al perdón que le otorgó Felipe IV cuando en 1624 visitó
Sevilla. Si este hecho es cierto no influyó sin embargo para nada en su
posterior trayectoria social y artística. Hacia 1625 contrajo matrimonio con
Doña María de Hinestrosa, dama perteneciente a la baja nobleza. De esta unión
nació en 1627 Francisco Herrera el Mozo, que con el paso del tiempo llegó ha
ser un excepcional pintor.
En años sucesivos, al tiempo que realiza encargos pictóricos sin
interrupción, se vio envuelto en continuos pleitos de carácter laboral que
evidencian su difícil temperamento. Con el paso de los años los problemas
profesionales se incrementaron con tensiones familiares, propiciadas por el
matrimonio de su hijo en 1647, que se deshizo de inmediato, puesto que por
causas desconocidas fue anulado por un tribunal eclesiástico. Se ignora hasta
qué punto puede ser cierta la anécdota narrada por Palomino, quien señala cómo
su hijo Francisco y otra hija de nombre desconocido, robaron a Herrera el Viejo
una gran cantidad de dinero y se escaparon de casa por no soportar “su rígida
condición”. Señala Palomino que la hija ingresó en un convento y que Herrera el
Joven marchó a Italia a completar su aprendizaje pictórico. De ser cierto este
episodio hubo de ocurrir en torno a 1648.
Lo que sí es cierto es que Francisco Herrera el Viejo decidió abandonar
Sevilla en 1650 y trasladarse a Madrid, quizás buscando nuevas perspectivas
para su carrera y deseando dejar atrás un pasado sevillano lleno de zozobras
laborales y personales, incrementadas por la peste que asoló la ciudad en 1649.
Quizás también aspiraba en Madrid a obtener la plaza de pintor del rey,
intención normal de cuantos artistas sevillanos se habían trasladado a la
Corte. En Madrid continuó trabajando para distintas instituciones religiosas, y
allí murió pocos años después, probablemente en 1654.
La personalidad artística de Herrera el Viejo se forjó a través de un
proceso evolutivo que se inicia a partir del comienzo de su ejercicio
pictórico. Su formación, realizada con un maestro desconocido, tuvo lugar en
los primeros años del siglo XVII, en un momento en que la tradición manierista
hubo de enfrentarse con el naturalismo introducido en Sevilla por Roelas. La
primera pintura que conocemos de Herrera el Viejo fue realizada hacia 1614, y
en ella muestra claramente una formación de carácter naturalista en la
descripción de los personajes, que están observados directamente de la vida
real, configurándolos con fisonomías directas y enérgicas, un tanto bruscas en
sus expresiones físicas, pero siempre veraces y convincentes. Al mismo tiempo
introduce un sentido cromático vigoroso y potente que intensifica la densidad
de las presencias, tanto en las figuras como en los ambientes arquitectónicos o
paisajísticos que las respaldan.
Dicha pintura que se conserva en el Hospital de la Caridad de Sevilla,
no fue pintada para este lugar sino que pertenecía a un amplio ciclo de doce
lienzos sobre la Historia de la Santa Cruz, que fue contratada en 1614 con la
cofradía de la Vera Cruz de Sevilla, cuya capilla se encontraba en el convento
de San Francisco. La serie fue requisada por los franceses en 1810 y depositada
en el Alcázar, donde se citan por última vez. Las pinturas no fueron sacadas de
España, sino que se devolvieron al convento, de donde pasaron a manos particulares,
lo que prueba que el ejemplar superviviente al que aludimos haya sido donado
recientemente al Hospital de la Caridad por un hermano de esta institución. La
pintura representa La Visión de
Constantino, narrándose el episodio en el que al emperador se le aparece
una cruz y escucha la voz divina que le dice “con este signo vencerás”. La
composición de esta obra presenta reminiscencias claramente manieristas y
evidencian también el empleo de varios grabados, puesto que la interrelación
entre las varias secuencias que se integran en la escena se advierte un tanto
forzada.
También a este ciclo decorativo de Herrera el Viejo para la capilla de
la Vera Cruz pertenece la pintura que representa La Inmaculada con monjas franciscanas que se conserva en el Palacio
Arzobispal de Sevilla. Es obra de marcada composición manierista, recreada con
evidente tendencia a la simetría, en la que sin embargo el artista ensaya la
introducción de efectos naturalista, como son las leves sonrisas que muestran
los rostros de algunas monjas, y sobre todo los pequeños ángeles que figuran en
la parte superior. Un fondo de nubes, inundado de tonalidades áureas, indica
también la asimilación por parte de Herrera del suntuoso sentido del color de
procedencia veneciana introducido en Sevilla por Roelas.
Otra Inmaculada de similares
características fue contratada por Herrera el Viejo en 1616 con el gremio de
los gorreros y senderos de Sevilla, para ser situada en un altar de las gradas
de la Catedral en la calle Alemanes. Es obra que ha llegado a nuestros días
pésimamente conservada, pero que permite advertir la oscilación hacia el
naturalismo que en torno a esas fechas realizaba este artista. La figura de la
Virgen, voluminosa y rotunda, se recorta muy perfilada sobre un fondo nuboso,
teñido de reflejos dorados , mientras que en la parte inferior de la pintura
aparece pormenorizadamente descrito un paisaje donde se representan algunos
símbolos de las letanías marianas.
De 1617 es La Pentecostés
conservada en el Museo de la Casa del Greco en Toledo, obra en la que aparecen
aún fuertes resabios manieristas de composición forzosa y teatral, en la que
sin embargo se advierten ya magníficos detalles de dibujo naturalista en
algunas cabezas de los apóstoles.
En los años finales de la segunda década del siglo XVII Herrera el Viejo
alcanzó su madurez artística. En torno a 1638 realizó el revestimiento
decorativo del interior de la iglesia del Colegio de San Hermenegildo de
Sevilla, donde se le encargó, para presidir el espacio oval del templo, una
admirable composición: La apoteosis de
San Hermenegildo. En esta obra, si bien Herrera sigue aplicando en el orden
compositivo un riguroso esquema de contraposiciones simétricas, puede
advertirse cómo ha alcanzado su plenitud artística. La representación alberga
un profundo sentido iconográfico descrito a través de un acertado orden
compositivo, que divide la escena en dos registros de cielo y tierra. En el
superior aparece San Hermenegildo triunfante en la gloria rodeado de ángeles
que le coronan con rosas y muestran atributos de su realeza y símbolos de su
cautividad y martirio. En la parte inferior aparece a la izquierda San Leandro
amparando al joven Recaredo, sucesos de San Hermenegildo, que habrá de
proclamar la fe católica en España en el Tercer Concilio de Toledo. A la
derecha se encuentra San Isidoro, contemplando al rey en su apoteosis al tiempo
que somete a sus pies a Leovigildo, que aparece en actitud contraída y
crispada. San Isidoro y San Leandro muestran presencias físicas nobles y emotivas,
plenas de naturalismo y que constituyen un claro precedente que Murillo hubo de
tener en cuenta probablemente en la configuración de ambos santos en sus
célebres pinturas de la sacristía de la Catedral de Sevilla.
Hacia 1622.1625 puede fecharse el Éxtasis
de San Francisco Javier, obra que procedente de la antigua Casa Profesa de
os jesuitas de Sevilla, se encuentra actualmente en el salón de actos de la
Universidad de Sevilla. La composición muestra a San Francisco Javier levitando
en el momento de consagrar el cuerpo de Cristo; en su torno aparecen los fieles
que asisten a la ceremonia, los cuales muestran en sus populares fisonomías el
estupor que les produce el prodigio que
están contemplando. Admirablemente resuelto se encuentra el rompimiento
de gloria, compuesto por ángeles mancebos y ángeles niños que esparcen incienso
para homenajear a la Eucaristía y al Santo de su místico arrobamiento.
En 1626 Herrera el Viejo ejecutó las pinturas al fresco que decoran el
techo de la Iglesia del Colegio de San Buenaventura, al tiempo que trazó las
admirables yeserías que adornan la parte alta de los muros y las bóvedas. Las
pinturas forman un conjunto que incluyen emblemas alegóricos y repertorios de
santos y teólogos franciscanos, formando un intencionado programa iconográfico
de exaltación de la orden. Al año siguiente, en 1627, Herrera contrató para
esta misma iglesia la ejecución de una serie de pinturas sobre la vida de San
buenaventura, de las que llegó a realizar cuatro, quedando otras cuatro a cargo
de Francisco Zurbarán.
Las obras de Herrera el Viejo en esta serie son: La aparición de Santa Catalina a la familia de San Buenaventura,
que pertenece a la Bob Jones University; San
Buenaventura niño curado por San Francisco, San Buenaventura recibiendo la
comunión de manos de un ángel. Ambas en el museo del Louvre y El ingreso de San buenaventura en la orden
franciscana, del museo del Prado. Son obras donde el estilo del pintor
aparece totalmente definido, en las que ha superado ya la sequedad de su factura
de tradición manierista, aplicando una pincelada vigorosa y suelta con la que
capta personajes llenos de vitalidad física y de energía anímica, al tiempo que
muestra un repertorio cromático cálido y armoniosamente matizado.
Una de las obras más importantes dentro de la producción de Herrera el
Viejo es El Juicio Final, de la
parroquia de San Bernardo de Sevilla que fue contratado en 1628. La composición
de esta escena es de carácter tradicional y en cierto modo arcaizante pero el
tratamiento de las figuras enérgico y vigoroso, especialmente la captación del
modelado anatómico de los condenados que aparecen en la parte inferior derecha,
le redime de cualquier juicio peyorativo. Al contrario, es obra en la que el
artista ha sabido incluir una grandiosidad y una fuerza expresiva pocas veces
superadas por su propia producción.
Firmada y fechada en 1636 se encuentra la representación de Las tentaciones del Santo Job que se
conserva en el museo de Bellas Artes de Rouen, obra en la que el artista ha
descrito el cuerpo del santo a través de una vigorosa anatomía, subrayando así
la intensidad de sus padecimientos físicos y la fuerza espiritual con la que
los supera. La potencia del efecto de claro-oscuro sobre el cuerpo de Job
refuerza aún más el dramatismo de su expresividad.
En fecha próxima a 1636 puede situarse varias obras de carácter menor
desde el punto de vista compositivo, Santa
Ana con la Virgen, que fue de la colección Contini-Bonacossi de Florencia,
obra de amable intimismo sentimental que anticipa la dulzura de Murillo y la Adoración de los Reyes, del Museo de
Arte de Cataluña. Mayores ambiciones compositivas muestran La Presentación de la Virgen en el templo, que pertenece a la Real
Academia de San Fernando y sobre todo San
Jerónimo con Santa Paula y Santa Eustaquia y El embarque de Santa Paula,
obras ambas que se conservan en la clausura del convento de Santa Paula de
Sevilla. Presentan ambas pinturas un marcado contraste expresivo que oscila
entre la serenidad de la conversación de carácter espiritual que mantienen los
3 personajes, en la primera composición, al dramatismo tenso y convulso de la
escena del embarque, que siguiendo un ritmo piramidal en ascendente, vincula a
todos los personajes.
Obra de gran aparato y de intensa grandeza expresiva es la Sagrada Parentela, del Museo de Bilbao,
también fechable en torno a 1636. El protagonismo de la escena en esta pintura
esta conferido a Santa Ana, quien aparece rodeada por sus familiares y
descendientes. Todos los personajes están descritos con fisonomía amables y
concentradas, mostrando una unitaria comunión espiritual a través del ritmo
compositivo que los vincula. La
grandiosidad de la representación se encuentra actualmente mutilada, a causa de
la desaparición de la parte superior de la pintura, donde aparecía un
rompimiento de gloria presidido por el Espíritu Santo.
En 1638 contrató Herrera con el Colegio de San Basilio el Magno de
Sevilla las pinturas que se integraban en el retablo de la iglesia de dicho
colegio, presidido por la visión de San
Basilio, que figura actualmente en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, y
que ocupaba el espacio central del cuerpo del retablo. En el centro del ático
se disponía San Basilio dictando su
doctrina y en torno a estas dos pinturas, tanto en el banco como en las
calles laterales, estaban situadas pequeñas pinturas donde se describían
retratos de los familiares de San Basilio, abuelos, padres y hermanos, todos
ellos santos.
La escena de la Visión de San
Basilio es quizá la más ambiciosa composición de cuantas pintó Herrera el
Viejo. En la pintura San Basilio aparece arrodillado ante un altar, en el
momento que se le aparece Cristo resucitado, rodeado de los doce apóstoles en
medio de un aparatoso y triunfal rompimiento de gloria. Es esta obra un
prodigio de armonía compositiva, en la que la disposición de los personajes en
el espacio y su perfecta interrelación de gestos y actitudes, supone un
anticipo de la mentalidad barroca que una década más tarde se impondría en el
panorama de la pintura local.
En la representación de San
Basilio dictando su doctrina, , la mayor altura en que se encontraba
dispuesta forzó a Herrera a configurar a sus personajes con mayor robustez e
intensidad expresiva. La composición aparece centraliza por la recia figura del
Santo, quien con solemne expresión emite su pensamiento religioso, ante un
colectivo de santos, que escucha y transcribe sus palabras.
Hacia 1640 puede situarse la pintura que pertenece al Museo de Rouen, en
la que se representa a Los judíos
preguntando a San Juan Bautista si él es Cristo, obra en la que las formas
físicas de los personajes, vigorosas y recias, transponen la fuerte carga
psicológica que encierra el tema. En estos mismos años puede situarse la Cabeza degollada de un Santo, que se
revela como el primer ejemplo conocido de esta modalidad representativa en el
siglo XVII. Es obra que concentra un tenso dramatismo en la cabeza del santo
que emerge poderosa de la penumbra ambiental que la rodea.
También hacia 1640 hay que fijar la ejecución de la grandiosa
representación de La multiplicación de
los panes y los peces, realizada por Herrera para el refectorio del Colegio
de San Hermenegildo de Sevilla y que actualmente se conserva en el Palacio
Arzobispal de Madrid. Es obra que anticipa la prodigiosa pintura que con el
mismo realizaría Murillo décadas más tarde, para el Hospital de la Caridad de
Sevilla. Destaca en esta pintura el magnífico estudio de las expresiones
psicológicas de los apóstoles, oscilantes entre la vehemencia y la inquietud,
ante la circunstancia de tener que solucionar los padecimientos de la multitud
que sigue a Cristo y que en una admirable lejanía ocupa la parte derecha de la
composición.
Obras menores de Herrera el Viejo fechadas en 1645 y 1648
respectivamente son las representaciones de San José con el Niño que se conservan en el Museo de Budapest y en
el Museo Lázaro Galdiano de Madrid. En ambas obras contrasta la monumental
figura de San José que aparece en actitud grave y meditativa, con la amable
expresividad del Niño, que en sus manos sostiene la corona de espinas,
premonición de su futura pasión y muerte y causa lógica de la melancólica
actitud de padre. Son obras que lógicamente hubieron de influir en el entonces
joven Murillo y no a la inversa como se ha venido señalando. Una tercera
versión de este tema más reducida de composición, se conserva en la colección
Milicua de Barcelona.
En los años finales de la estancia de Herrera el Viejo en Sevilla, hay
que situar la realización de San Juan de
Bautista del Museo de Béziers, el atormentado y patético San Pedro arrepentido de la colección
del Marqués Gómez de Barreda de Sevilla y
El músico ciego y su lazarillo obra de alto interés iconográfico por la
escasa presencia de pinturas costumbristas dentro del panorama de la pintura
local del segundo tercio del siglo XVII.
FRANCISCO ZURBARÁN
Es Zurbarán uno de los más importantes maestros dentro de la historia de
la pintura sevillana y alcanza también a ocupar un puesto de privilegio entre
los pintores hispanos de todos los tiempos. Su nacimiento tuvo lugar en Fuente
de Cantos en 1598 en el seno de una familia acomodada, siendo su padre
comerciante, quizá de origen vasco.
Cuando contaba con dieciséis años, en enero de 1614, Zurbarán ingresó en
Sevilla en el taller del pintor Pedro Díez de Villanueva, del cual nada sabemos
en nuestros días. Después de pasar 3
años en el taller de su maestro, comenzó su actividad pictórica y en 1619
regresó a Extremadura, su tierra natal, estableciéndose en Llerena; donde en
estaeaño contrae matrimonio y donde se desarrolla hasta 1625 su vida familiar y
profesional. En este mismo año volvió a casarse, puesto que había enviudado en
1623.
A partir de 1626 y después de diez años de ausencia, Zurbarán vuelve a
tomar contacto con Sevilla, ya que firma un contrato para realizar una amplia
serie pictórica con los religiosos dominicos del Convento de San Pablo, a los
que siguen otros contratos con los trinitarios, mercedarios y franciscanos. En
los trabajos exigía la presencia casi continua de Zurbarán en la ciudad, lo que
finalmente movió al ayuntamiento sevillano a invitarle en 1629 a que fijase
definitivamente su domicilio en Sevilla. Esta invitación suscitó una inmediata
respuesta del gremio de los pintores locales, los cuales exigieron que Zurbarán
realizase el examen de maestro ante el tribunal, requisito obligatorio para
ejercer el oficio de pintor. Rápidamente su prestigio artístico le colocó a la
cabeza de los pintores locales, sucediéndose encargos para conventos sevillanos
e incluso trabajos para el Palacio del Buen Retiro de Madrid, solicitados por
Felipe IV, quien le nombró pintor de corte. La presencia de Zurbarán en Madrid
en 1634, pintando al servicio del rey hubo de estar sin duda motivada por la
recomendación de Velázquez, siendo muy probable que ambos pintores fuesen
amigos desde los años en que efectuaron su aprendizaje en Sevilla, puesto que
prácticamente tenían la misma edad.
Consagrado por estos años como el artista preferido por la clientela
sevillana, realiza también pinturas solicitadas desde poblaciones del áreas
andaluza y extremeña, destacando trabajos para la Cartuja de Jerez y para el
Monasterio de Guadalupe, al tiempo que comienza también a enviar obras a
América.
Escasas noticias se conocen referentes a la situación familiar de
Zurbarán en su época de madurez, siendo la muerte de su segunda esposa en 1639
uno de los acontecimientos más señalados en estos momentos, circunstancia que
le llevó a casarse por tercera vez en 1664. Nuevos hijos de este matrimonio
nacieron en años sucesivos, en los que se advierte en Zurbarán una interrumpida
actividad pictórica, al tiempo que la acumulación de importantes beneficios. En
1658, no a buscar el trabajo que le faltaba en Sevilla ni tampoco pobre y
arruinado como se venía señalando, Zurbarán se traslada a Madrid, seguramente
con la pretensión de alcanzar allí el cargo de pintor de cámara. Tampoco es
probable que Zurbarán se marchase de Sevilla ante la creciente popularidad de
Murillo y su consiguiente pérdida de clientela, sino el deseo de culminar su carrera
artística con la obtención del más alto cargo a que un pintor español podía
aspirar. Su subsistencia en la corte quedaba garantizada con las rentas de las
numerosas casas que Zurbarán poseía en Sevilla y los trabajos pictóricos que
iba realizando en Madrid. Sus esperanzas de triunfar allí estaban basadas
probablemente en el apoyo que Velázquez pudiera prestarle, en base a su antigua
amistad.
Por ello Zurbarán fue testigo, declarando a favor de Velázquez en el
expediente que se abrió para que éste pudiera obtener el título de caballero de
la Orden de Santiago. No pudieron colmarse las aspiraciones de Zurbarán y en
1664 falleció en Madrid en medio de un ambiente doméstico modesto y despojado,
que ha llevado a afirmar que murió en medio de la mayor pobreza, pero que ha de
justificarse como de provisionalidad porque el pintor no llegó a trasladar
definitivamente su domicilio de Sevilla a la Corte.
A la hora de juzgar la evolución del estilo de Zurbarán y de abordar el
origen de la configuración de sus principios pictóricos nos encontramos siempre
con la dificultad desconocer cuáles fueron exactamente los fundamentos en que
se apoyó durante sus años de formación sevillana. Nada es lo que se sabe de su
maestro Pedro Díaz de Villanueva, quien probablemente no fue pintor de lienzos
sino policromador de esculturas. Lo cierto es que Zurbarán hubo de forjar su
personalidad estilística basándose en las tendencias oscilantes entre el
manierismo y el naturalismo que estuvieron en boga en Sevilla en los primeros
veinte años del siglo XVII. Un maestro de conocida vocación hacia la visión
directa y espiritualizada de la pintura como Roelas hubo sin duda de incidir en
sus concepciones pictóricas. También otros artistas, que prácticamente eran
desconocidos en nuestros días como Juan de Uceda y Francisco Varela, muestran
en sus obras aspectos que luego fueron asimilados de forma personal e intuitiva
por Zurbarán.
Las primeras obras de fecha segura dentro de la producción de Zurbarán
pertenecen a 1626. En estos momentos sus características técnicas aparecen
totalmente configuradas, pudiéndose advertir en sus pinturas un carácter
decididamente naturalista, que se desenvuelve en medio de ambientes lumínicos
de tendencia tenebrista en fuertes contrastes de luz y de sombra. Esta
utilización del claroscuro entró en Sevilla entre 1615 y 1618 procedente de
Italia, donde había sido consagrado por Caravaggio y por lo tanto fue un
recurso pictórico que Zurbarán alcanzó a conocer en los momentos en que
culminaba su aprendizaje y comenzó su carrera profesional.
La personalidad estilística de Zurbarán se define igualmente a través de
una intensa observación que a veces raya en el ingenuismo. Por otra parte en
sus obras se advierten esquemas compositivos basados en el más riguroso geometrismo,
sometiendo a sus personajes dentro de ritmos precisos y calculados. Estas
características técnicas otorgan a las pinturas de Zurbarán un espíritu
arcaizante, que se intensifica a causa de su tendencia a inspirarse en
composiciones retardatarias procedentes de grabados. No puede afirmarse
categóricamente que Zurbarán tuviese dificultades para inventar y crear su
propia imaginación de los escenarios y el movimiento de sus personajes, pero el
hecho claro es que prefirió obtenerlos de modelos ya fijados cuya utilización
hay que precisar que muchas veces no era escogida por el pintor sino impuesta
por el cliente.
Todas estas características no empañan para nada la excepcional calidad
artística de las obras autógrafas de Zurbarán, donde siempre triunfa la prodigiosidad
objetividad con que capta la expresión de los rostros, las calidades de las
telas o los detalles de bodegón. Sus figuras realizadas generalmente sin
modelos físicos, adolecen ciertamente de soltura y vitalidad, pescando de ordinario de rigidez
e inexpresividad. Sin embargo, la ausencia de movimiento exterior se suple con
una intensa palpitación interior en sus personajes y en una potente
trascendencia espiritual. Esta búsqueda de la expresividad del alma concuerda
perfectamente con la sensibilidad religiosa de la primer a mitad del siglo
XVII, controlada por las directrices de la Contrarreforma. La traducción
pictórica de la sencillez y calma de la vida exterior, y de la profundidad del
sentimiento interior, concuerda plenamente con el espíritu de la mayor parte de
las órdenes religiosas de su época, de los cuales, en Sevilla, Zurbarán fue el
más perfecto intérprete. La pintura de Zurbarán acierta de forma magistral a
traducir el sentido que Santa Teresa daba a la vida religiosa, basada en la quietud,
la calma la serenidad del cuerpo, y el silencio y la paz interior del alma.
A partir de 1630 el estilo de Zurbarán evoluciona ligeramente como
consecuencia de un perfeccionamiento técnico logrado a través de un insistente
práctica pictórica a lo largo de los años. Su dibujo se hace más definido y
preciso y su color adquirió mayor refinamiento en sus matices, especialmente a
partir de 1634 cuando estuvo en Madrid y lógicamente estudió las espléndidas
colecciones reales, ricas en pinturas de escuela veneciana y flamenca. Su
estilo se aligera y se torna más fluido y exterioriza una mayor afectividad a
partir de 1650, no a causa de la influencia de Murillo como se ha venido
afirmando sino porque desde mediados del siglo XVII el pensamiento religioso fue
oscilando hacia la configuración de una estética más abierta, en la que los
sentimientos humanos fueron adquiriendo progresiva preponderancia.
Una observación complementaria es preciso añadir siempre al juicio
crítico sobre Zurbarán, para redimirle de ser pintor a veces endeble y
descuidado. Esta observación consiste en advertir que cuando Zurbarán
interviene directamente en sus obras, éstas adquieren una altísima calidad
técnica que inmediatamente se empaña en pinturas en las que participan los
miembros de su taller. Por otra parte es necesario precisar que muchas obras
que actualmente figuran en los catálogos de Zurbarán no fueron pintadas por él
ni siquiera en su propio taller. En Sevilla y durante los años que oscilan
entre 1625 y 1645 el estilo pictórico de Zurbarán se impuso totalmente en el
ámbito artístico local.
En estos años existió un amplio grupo de pintores menores, hoy
totalmente desconocidos, que se dedicaron a imitarle de forma fiel, con la
intención de parecérsele estéticamente. De esta forma realizaron pinturas “a la
moda” concordantes con el gusto de la clientela y por lo tanto fácilmente
vendibles en el mercado artístico, puesto que sus precios serían muy inferiores
a los de Zurbarán. Muchas de estas modesta sobras pertenecientes a mediocres y
anónimos pintores pasan hoy por originales del gran maestro, desmereciendo y
desvirtuando su genuina creatividad artística.
No se poseen actualmente referencias adecuadas que permitan conocer la
evolución de Zurbarán durante el primer decenio de su trayectoria artística. En
1626, cuando residía en Llerena, Zurbarán recibió un encargo del convento de
San Pablo para realizar Catorce escenas
de la vida de Santo Domingo, más Los
cuatro Padres de la Iglesia y Santo
Domingo, Santo Román y San
Buenaventura. Gran parte de estas pinturas se perdieron, primero durante
las reformas que se hicieron en la iglesia a partir de 1721, y posteriormente
durante la ocupación francesa en Sevilla. Tan sólo dos composiciones: La oración del beato Reginaldo de Orleáns y Santo Domingo en Soriano han
permanecido en el propio edificio, actual parroquia de la Magdalena,
conservándose otras de los Padres de la
Iglesia en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Todas ellas son obras
solemnes con figuras graves y estáticas, con magníficos efectos naturalistas en
las calidades de las telas y en varios detalles de bodegones. Un Cristo Crucificado firmado y fechado en
1627 debió de complementar el encargo del convento de San Pablo. Es obra
conservada en el Instituto de Arte de Chicago, sorprendente por su volumetría
escultórica y por el tratamiento de acentuado naturalismo en el cuerpo de
Cristo, que emerge de un fondo de densas tinieblas.
En 1627 junto con Francisco de Herrera el Viejo, Zurbarán realizó una
serie pictórica destinada a narrar la vida de San Buenaventura en la iglesia de
esta advocación en Sevilla, perteneciente a la orden franciscana. España,
puesto que fueron sustraídas por el Mariscal Soult en 1810. Una de ellas, La Visita de Santo Tomás a San Buenaventura
fue destruida por un bombardeo en 1945, cuando pertenecía al Museo Kaiser
Friedrich de Berlín, San Buenaventura en
oración pertenece a la pinacoteca de Dresden y San Buenaventura en el Concilio de Lyon y La muerte de San Buenaventura, forman parte del Museo del Louvre.
En este conjunto se contrasta en general una calidad más elevada que en el
encargo anterior de los dominicos, apareciendo en él un amplio repertorio de
figuras de sosegadas expresiones que muestran gestos sobrios y contenidos,
advirtiéndose al mismo tiempo que algunos de los rostros son retratos
pertenecientes a la comunidad franciscana de Sevilla.
Cuando en 1628 Zurbarán contrató con el convento de la Merced Calzada de
Sevilla la ejecución de veintidós escenas de la vida de San Pedro Nolasco, para
que adornaran el claustro chico, su prestigio era tal en la ciudad que decidió
trasladar su domicilio definitivamente de Llerena a Sevilla. Esta serie no
llegó a ser concluida, interviniendo en ella otros artistas, entre los que se
ha citado a Francisco Reyna. La serie mencionada se completa posteriormente con
la realización de un conjunto de fraile ilustres, destinados a la biblioteca
del convento, y varios mártires mercedarios. Sólo cuatro episodios de la vida
de San Pedro Nolasco originales de Zurbarán que se han conservado de todo el
ciclo, estando dos de ellos en Museo del Prado: La visión de San Pedro Nolasco de la Jerusalén celestial y La
aparición de San Pedro crucificado a San Pedro Nolasco, firmadas las dos y
fechada esta última en 1629.
Ambas son de muy buena factura, estando configuradas con rigurosos
esquemas geométricos e intensos contrastes de claro oscuro, que potencia la
rotundidad de los volúmenes y la nítida visión de la calidad de las telas, en
cuyos tonos, dominantes en blanco, Zurbarán alcanza calidades excepcionales. De
las escenas de martirio sólo se conserva el admirable Beato Serapio del Wadsworth Atheneum Hartford, en cuyo rostro
Zurbarán acertó a captar la expresión violenta de la muerte atenuada por el
intenso resplandor blanco de su hábito. De la serie de frailes mercedarios de
la biblioteca, cinco se conservan en la Academia de San Fernando de Madrid,
siendo sus presencias graves y silenciosas y al mismo tiempo retratos tomados
directamente de modelos vivos, que prestaron sus facciones a estos mercedarios
fallecidos en décadas anteriores, excepto
Fray Hernando de Santiago, al que Zurbarán retrató directamente en Sevilla.
Presencias como la de Fray Jerónimo
Pérez, Fray Pedro Machado y Fray Francisco Zúmel, constituyen insuperables
muestras del talento de Zurbarán para traducir la serena grandeza espiritual de
las órdenes monásticas sevillanas.
De 1629 conocemos un encargo de ocho escenas sobre la vida de la Virgen
destinado a un retablo del convento de la trinidad Calzada de Sevilla, cuyas
pinturas se perdieron después de la ocupación francesa de Sevilla en 1810. Se
supone que a este retablo perteneció El
nacimiento de la Virgen que actualmente se conserva en el Museo de la
Universidad de Princeton, obra de evidente impronta zurbaranesca pero que
parece cirreosibder a un imitador de su estilo.
En 1630 realizó Zurbarán dos magníficas representaciones de similares
composiciones, la primera de ellas es La
visión de Alonso Rodríguez firmada y fechada en dicho año, siendo su
destino la sacristía de la Casa Profesa de los jesuitas sevillanos,
conservándose actualmente en la Academia de San Fernando de Madrid. La segunda
de ellas es La aparición de Cristo y la
Virgen a San Francisco en la Porciúncula, que fue pintada para el convento
de los Capuchinos de Cádiz, figurando actualmente en el Museo de dicha ciudad.
En ambas obras la composición se divide en dos registros de tierra y cielo. En
el inferior y destacando de la penumbra, el artista, sitúa a los protagonistas
de las visiones, arrodillados con los brazos abiertos y con el rostro anhelante
vuelto hacia lo alto. En el superior se describe la gloria celestial en medio
de intensos resplandores áureos, en los que Cristo y la Virgen recompensan con
su presencia la virtud de sus siervos.
La década de 1630 en adelante se inicia con obras de alta calidad, en
las que por otra parte Zurbarán realiza admirables descripciones de la vida
doméstica. La primera de ellas es la representación de Cristo niño contemplando la corona de espinas, en la que el artista
describe el apacible ambiente hogareño de la casa de Nazaret, incluyendo
excelentes detalles de bodegón, al tiempo que un profundo espíritu melancólico
reflejado en la actitud de la Virgen al presagiar la futura pasión y muerte de
su hijo. Muy próxima al espíritu de esta pintura se encuentra La Virgen niña orando, del Museo
Metropolitano de Nueva York, compuesta con una rigurosa disposición simétrica,
centrada en la figura de la Virgen niña recogida en su oración en la que se
refleja uno de los aspectos de intimidad espiritual más elevados de toda la
producción de Zurbarán. La misma aplicación de principios geométricos se
advierte en La Inmaculada, obra
fechable hacia 1630 y conservada en el Colegio de nuestra Señora del Carmen en
Jadraque. La Virgen, con fisonomía adolescente, flota ingrávida sobre el
espacio profundamente concentrada y con los ojos bajos. Aparece rodeada de los
símbolos de las letanías marianas, mientras que a sus pies figura un paisaje
fluvial donde se aprecia una ciudad, cuyo perfil puede identificarse
perfectamente con Sevilla.
Es claro advertir en esta representación que los prototipos
iconográficos fijados por Pacheco se respetan con absoluta fidelidad. También
en torno a 1630 Zurbarán creo uno de sus más afortunados temas de devoción. La Santa Faz cuyo prototipo de mejor
calidad se encuentra en el Museo Nacional de Estocolmo y del que existen
numerosas versiones. La mayor parte son de taller, y sólo por su calidad deben
de mencionarse como seguros originales en las que pertenece al Museo de
Valladolid, firmada en 1658 y la que se conserva en la parroquia de san Pedro
de Sevilla. La aparición del paño de la Verónica suspendido en el espacio por
cordeles y con sus pliegues sujetos al fondo con alfileres, es uno de los más
felices efectos de trampantojo que se ha creado en la historia de la pintura.
Resulta por otra parte admirable el impacto resplandeciente del blanco paño en
el que, suavemente dibujada, se advierte la dramática impronta del rostro de
Cristo.
De 1631 data el contrato que vinculó a Zurbarán con el colegio de Santo
Tomás de Sevilla para ejecutar el gran cuadro del altar mayor de la iglesia,
donde se representaba La apoteosis de
Santo Tomás pintura actualmente conservada en el Museo de Sevilla. Es obra
de aparatosas dimensiones, cuya composición está dividida en dos registros, y
en los cuales los personajes se disponen de acuerdo con una rigurosa
correspondencia simétrica. En la escena se alegoriza la fundación de dicho
colegio en 1517 por el arzobispo dominico Diego de Deza, quien aparece
arrodillado en la parte inferior izquierda, mientras que a la derecha figura el
emperador Carlos V, estando ambos respaldados por tres dominicos y tres
clérigos respectivamente. En primer término y claramente resaltando sobre una
mesa aparece el acta de fundación del colegio, en la que el artista ha situado
su firma. Un fondo arquitectónico vivísimamente iluminado otorga una intensa
perspectiva a esta parte inferior de la escena. En la parte superior aparece
Santo Tomás de Aquino en actitud apoteósica, inspirándose para escribir uno de
sus textos sagrados, estando su figura flanqueada de dos en dos y en
disposición oblicua por los Cuatro Padres de la Iglesia, figurando en el
registro superior, también emparejados, Cristo con la Virgen y el Padre Eterno
con Santo Domingo. Un fondo de nubes de intensas tonalidades áureas inunda el
ambiente espacial de este rompimiento de gloria.
En 1633 está firmado el único Bodegón
que puede considerarse como obra segura de Zurbarán. Pertenece a la Norton
Simon Foundation de los Ángeles. En él se representan un plato con cidras, una
cesta con naranjas y un plato con una taza con agua y una rosa, dispuestos
frontalmente al espectador y siguiendo un armonioso y sencillo ritmo
triangular. Las frutas y objetos que aparecen en la escena emergen iluminados
de la penumbra, adquiriendo una densidad visual imbuida en una potente
espiritualidad. De esta manera los humildes objetos procedentes de la realidad
cotidiana se redimen de su vulgaridad, para pasar a obtener una presencia
sobrenatural, que induce a pensar en la posibilidad de que pueda ser un bodegón
de simbología religiosa. Otro Bodegón
con jarras, cuencos de cerámica, un plato y una taza de metal se conserva en el
Museo del Prado, siendo obra que puede atribuirse con cierta seguridad a
Zurbarán, por la austera disposición frontal de los objetos y la admirable
consecución de calidades de las bellas y populares vasijas de cerámica trianera
que adquieren categoría de objetos refinados y exquisitos, especialmente al
emerger potentemente de la penumbra que les envuelve. Junto con estos bodegones
puede citarse también la representación del Morueco, obra de clara alegoría
eucarística, de la que se conservan varias versiones, siendo la más importante
la firmada en 1632 que formaba parte de la colección Plandiura de Barcelona,
junto con las que pertenecen a la Marquesa del Socorro de Madrid y al Museo de
San Diego.
En fechas que oscilan entre 1630 y 1635 puede situarse la ejecución del
único gran retablo con pinturas de Zurbarán, cuya estructura ha llegado hasta
nuestros días. Se trata del retablo de San Pedro, que figura en la capilla
dedicada a este Santo en la Catedral de Sevilla. Pasando por alto las pinturas
del banco de este retablo, que son claramente del taller del artista, han de
mencionarse en el centro del primer cuerpo a San Pedro Papa donde aparece con
figura frontal y hierática, basada probablemente en un grabado. En los
laterales aparece la Visión de San Pedro,
en la cual contempla un conjunto de animales monstruosos que simbolizan los
infieles y El arrepentimiento de San
Pedro, donde el Santo llora amargamente por haber negado a Cristo, con un
expresión facial intensamente dramática, muy pocas veces superada en su propia
producción. El segundo cuerpo del retablo está presidido por una monumental
representación de la Inmaculada,
concentrada y sobria pero de gran
expresividad espiritual. En los laterales aparecen representación de San Pedro liberado por el ángel y Quo vadis,
en las que el artista, de acuerdo con el contenido argumental de las escenas,
ensaya contraste psicológicos en los personajes que oscilan entre la emoción y
el asombro. El Padre Eterno que
figura en el ático del retablo no es original de Zurbarán, sino una copia del
primitivo, ignorándose las circunstancias de esta sustitución.
El prestigio alcanzado durante estos años en Sevilla por Zurbarán, junto
con la amistad que mantenía desde su juventud con Velázquez, debieron de
motivar su recomendación ante Felipe IV para ser llamado a la Corte e
intervenir en el proceso decorativo del Salón Reinos en el Palacio del Buen
Retiro de Madrid, conservado actualmente, en parte, en el Museo del Prado. La
participación de Zurbarán consistió esencialmente en realizar la serie de diez
pinturas que componen Los trabajos de
Hércules, alegóricos sin duda a la grandeza y virtud de la Casa Real
hispana. En ellos captó vigorosos modelos anatómicos al desnudo con movimientos
esquemáticos que, por otra parte y en su mayoría, proceden de grabados, al
tiempo que empleó una violenta contraposición de luces y sombras. También le
fueron solicitadas a Zurbarán dos pinturas para integrarse en el ciclo de
grandes episodios históricos destinados a recordar gloriosas batallas del
ejército español. Estas pinturas eran,
La expulsión de los holandeses de la isla de San Martín, que no se conserva
y La defensa de Cádiz. En esta
última un grupo de oficiales del ejército español, con solemne y estática
presencia, atiende las instrucciones del Duque de Medina Sidonia en la atalaya de
un castillo, desde donde se divisa una imaginaria vista de la bahía de Cádiz en
la que se percibe la flota inglesa y la infantería española, en una de las
visiones paisajísticas más amplias de toda nuestra pintura del siglo XVII.
La parroquia de San Esteban de Sevilla guarda un retablo pictórico,
donde se advierte la clara intervención de Zurbarán en algunas de sus pinturas,
mientras que otras, según Ceán Bermúdez, fueron ejecutadas por los hermanos
Miguel y Francisco Polanco. En el banco del retablo figuran dos episodios de la
vida de San Pedro y San Pablo, que son modestas obras del taller de Zurbarán,
siendo las pinturas del primer cuerpo, en las que se representan a San Pedro y San Pablo, obras de excepcional calidad, en las que el artista
alcanza máximo logro en su dedicación a la pintura de la figura humana. Menos
calidad tienen las figuras de San
Hermenegildo y San Fernando que aparecen en los laterales del segundo
cuerpo, cuya rudeza expresiva invita a pensar que son obra del taller del
artista. La ejecución de las pinturas de este retablo puede situarse hacia
1635, en base a que la labor de dorado concluyó en 1639.
Aunque existen datos documentales que fijan la ejecución en 1655 del
conjunto pictórico que Zurbarán realizó para la Cartuja de Nuestra Señora de
las Cuevas de Sevilla, no se ha querido dar verosimilitud a dichas referencias
por considerar que las pinturas poseen una ejecución técnica y una concepción
compositiva que al menos hay que situar veinte años antes en la producción de
Zurbarán. Personalmente pensamos que la información que procede de los anales
del convento es correcta y que el arcaísmo de las pinturas está condicionado
por los rigurosos esquemas compositivos que ofrecen los grabados en que están
inspiradas las obras, y que muy probablemente fueron impuestos al pintor por
los cartujos. En todo caso mantenemos, aunque con reservas, la atribución
cronológica tradicional de situar estas pinturas en torno a 1635 para fechar la
ejecución de La Virgen de los Cartujos, San Hugo en el refectorio
y La visita de San Bruno a Urbano II, obras de solemne composición en las
que el artista se atiene a rigurosos principios de simetría para repartir y
equilibrar los volúmenes. En ellos las formas son graves, silenciosas y
estáticas, describiendo el artista con impecable maestría los blancos hábitos
de los cartujos, y sobre todo en el cuadro del “refectorio” admirables detalles
de bodegón, al pormenorizar la vajilla y las viandas que figuran sobre la mesa.
En fechas que oscilan en torno a 1635 y 1640 Zurbarán realizó una serie
de santos calificados justamente como retratos a “lo divino”. Entre la amplia
nómina que se le atribuyen, ha de destacarse, por su pausada presencia y su
comedida elegancia, las bellas representaciones de Santa Margarita de la Galería Nacional de Londres, Santa Rufina del Museo de Dublín, Santa Apolonia del Museo del Prado. A
ellas pueden añadirse la Santa Ágata
del Museo de Montpellier, que está realizada con una década de antelación.
Igual fecha que las anteriores puede darse al Martirio de Santiago que se conserva en la colección Plandiura de
Barcelona, procedente quizás del retablo dedicado a este santo en la iglesia de
Nuestra Señora de la Granada de Llerena. La escena de la degollación de
Santiago está descrita con un marcado sentido estático en las figuras, en las
que sólo sobresale la vehemencia espiritual reflejada en el rostro del apóstol.
Con fechas concretas de ejecución en 1636 y 1638, pueden citarse
respectivamente el San Lorenzo del
Museo del Ermitage en Leningrado y el San
Román del Instituto de Arte en Chicago, obras en que las figuras de los
mártires revestidos de suntuosas dalmáticas bordadas, recortan sus geométricos
volúmenes sobre dilatados y luminosos fondos de paisaje.
Al llegar a 1638 Zurbarán alcanza uno de los mayores hitos artísticos de
su carrera, puesto que en este año realizó un amplio conjunto pictórico
destinado a la Cartuja de Jerez de la Frontera, donde se situaban
fundamentalmente en el retablo mayor y en el pasillo del sagrario. En el retablo
mayor las pinturas principales se disponían en dos cuerpos de altura,
pudiéndose reconstruir su distribución en nuestros días sólo de forma
aproximada, puesto que faltan descripciones precisas del retablo aún cuando se
encontraba montado, antes de la Desamortización de 1835. El primer cuerpo
estaba presidido por La batalla de Jerez
conservada actualmente en el Museo Metropolitano de Nueva York.
En esta pintura se describe la batalla del Sotillo, ganada por los
cristianos en 1370 merced a la intervención milagrosa de la Virgen, en cuyo
honor se construyó una capilla que luego pasó a integrarse en la Cartuja.
Cuando ésta se edificó en el siglo XVI. En los laterales de este primer cuerpo
se encontraban La adoración de los
pastores firmada y fechada en 1638 y la Adoración de los Reyes, conservadas ambas en el Museo de Grenoble.
Son obras ambas de excepcional calidad, en las que el naturalismo descriptivo
se vincula a la intensa emotividad que emana de los personajes que adoran al
Niño. En el segundo cuerpo figuraba en el centro el San Bruno, que actualmente pertenece al Museo de Cádiz, captado en
actitud declamatoria en el intento de describir una visión celestial, mientras
que en los laterales figuraban La
adoración y La circuncisión, obras maestras del artista, que también posee
el Museo de Grenoble. La última de las pinturas citadas lleva la fecha de 1639,
año que probablemente puede señalarse para la conclusión del conjunto. En
compartimentos menores del retablo, situados en las calles laterales, estaban dispuestas
una serie de pinturas de pequeño tamaño, que representaban Los Cuatro Evangelistas, en los que Zurbarán muestra haber
utilizado grabados de Aldegreaver y también San Juan Bautista y San Lorenzo.
Gran solemnidad y fuerza expresiva posee la colección de Santos Cartujos
que estaban dispuestos en el pasillo del Sagrario, flanqueados por dos hermosos
ángeles turiferarios, que actualmente se conservan en el Museo de Cádiz. Obras
también de cierta importancia, que se encontraban en la Cartuja de Jerez son La Inmaculada con San Joaquín y Santa Ana del
Museo de Edimburgo, y La Virgen del
Rosario con padres cartujos del Museo de Poznam; ambas figuraban en el coro
de laicos.
Al mismo tiempo que Zurbarán realizaba el conjunto pictórico para Jerez,
emprendió también la ejecución de otro de los ciclos decorativos más
importantes de su trayectoria artística, destinado a la sacristía del
Monasterio de Guadalupe, conservado por fortuna íntegro en su lugar de origen.
Esta serie de pinturas estaba destinada a narrar episodios milagrosos
protagonizados por frailes jerónimos, estando presidido todo el conjunto por el
altar de esta misma sacristía, donde Zurbarán representó episodios relacionados
con La Vida de San Jerónimo. En este
conjunto pueden advertirse aspectos de excepcional calidad, salidos
fundamentalmente de la mano del maestro, pero al mismo tiempo con evidentes
intervenciones realizadas por sus colaboradores que desequilibra la
homogeneidad estilística de algunas pinturas. Recrea Zurbarán en esta serie su
habilidad para componer volúmenes sólidos y estáticos, dispuestos con rigurosos
y simples esquemas compositivos, cuya sobriedad se refuerza con un austero
empleo del color, dominado en la parte de las escenas por los tonos blancos y
marrones de los hábitos de los padres jerónimos. La utilización de solemnes
fondos arquitectónicos en perspectiva, es también recurso casi constante en las
pinturas de esta serie. Los cuadros que narran episodios de frailes jerónimos
son: La tentación de Fray Diego de
Orgaz, La aparición de Cristo a Fray Andrés Salmerón, Fray Gonzalo de Illescas,
La misa del Padre Cabañuelas y Fray Fernando Yáñez de Figueroa ante Enrique III.
Se encuentran estas pinturas en la pared izquierda mirando hacia el altar de
San Jerónimo, mientras que a la derecha figuran La visión de Fray Pedro de Salamanca, La caridad de Fray Martín de
Vizcaya y El último adiós de Fray Juan de Carrión a sus compañeros.
El conjunto decorativo de la sacristía se completa con dos obras
situadas en la capilla de San Jerónimo, que la preside. En el pequeño altar de
la capilla figura La apoteosis de San
Jerónimo en la cual el santo asciende en actitud solemne hacia el cielo,
impulsado por una corte angélica. En los muros laterales de esta capilla
figuran dos amplias composiciones de Zurbarán de alta calidad. San Jerónimo flagelado por los ángeles y
Las tentaciones de San Jerónimo. En la primera de estas obras y en medio de
áureos resplandores celestiales, aparece Cristo según un sueño descrito por el
propio santo. En la segunda el santo rechaza con actitud teatral la presencia
de un elegante y aristocrático grupo femenino que interpreta música y cana, en
el que no se advierte precisamente ninguna intención lasciva.
Dentro de las numerosas versiones que Zurbarán dedicó al tema de San
Francisco destaca la representación de San
Francisco penitente, que se conserva en la Galería Nacional de Londres,
firmada y fechada en 1639. Es obra en la que el artista ha empleado una
iluminación de fuerte contraste tenebrista para envolver la figura del santo,
que medita delante de una calavera. Los detalles de las texturas del pobre
hábito que le cubre y la descripción de la emotividad de su rostro alcanzan en
este obra un excepcional nivel técnico, propio de la elevada calidad que
reflejan las obras realizadas íntegramente por el artista.
En torno a 1640 deben de estar ejecutadas las representaciones de El beato Enrique Susón y San Luis Beltrán que
se conservan en el Museo de bellas Artes de Sevilla, procedentes del convento
dominico de Porta Coeli de Sevilla, donde debieron de figurar presidiendo dos
pequeños retablos colaterales. Pueden citarse estas dos obras entre las mejores
efigies monacales realizadas por Zurbarán, en las que la potente volumetría
corporal está aliviada por la presencia de un dibujo mas suelto y sobre todo
por la aparición de amplios y luminosos fondos y de paisaje.
A partir de 1640 se constata que Zurbarán no vuelve a contrata ningún
gran ciclo de pinturas para edificios conventuales, advirtiéndose por otra
parte cómo, cuando los franciscanos de Sevilla deciden decorar su claustro
principal, no se dirigen a él para solicitar sus pinturas, sino que se la
pidieron a Murillo. Por otra parte se advierte a partir de estas fechas en
Zurbarán una tendencia a intensificar la expresividad afectiva en sus
personajes. Esta mayor amabilidad y blandura en las formas no parece estar
causada por influencia de Murillo, como se ha venido afirmando, sino por la
mutación ideológica del pensamiento religioso hacia formas más abiertas y
comprensivas que terminan inundando la vida social. Representaciones de la Virgen con el Niño como las conservadas
en el Museo de Sevilla y en la colección Cintas de Nuevas York, son fechables
en torno a 1645. Más tardías son las versiones del Museo Pushkin de Moscú y del
Museo de San Diego, fechadas ambas en 1658. En todas ellas se advierte una
intensa manifestación de ternura y afectividad extraída de la relación madre e
hijo que impera en la vida cotidiana, sentimiento que se identifica con la
utilización de un dibujo suave que suprime la sensación de robustez volumétrica
advertible en obras de décadas anteriores. Estas características se identifican
en la versiones de este tema que corresponden a los últimos años del artista,
como son la Sagrada Familia del Museo
de Budapest, La Virgen con el Niño
dormido de la colección Unza del Valle, de Madrid, fechadas en 1659 y la Virgen con el Niño y San Juan de la
colección Berlist de Nueva York y del Museo de Bilbao, fechada ésta en 1662,
obra que por el momento es la último que conocemos de las realizadas por
Zurbarán.
FRANCISCO HERRERA EL JOVEN
A pesar de su escasa dedicación a la pintura, puesto que ejerció también
como arquitecto, grabador y escenógrafo, Herrera el Joven es uno de los
artistas más decisivos en el proceso que a mediados del siglo XVII impulsó el
proceso pictórico hispano hacia la plasmación de formas plenamente barrocas,
aparatosas y dinámicas. Su nacimiento tuvo lugar en Sevilla en 1627 y su muerte
en Madrid en 1685. Es muy probable que su formación se realizase en el seno del
taller paterno y que por lo tanto sus primeros contactos artísticos se
vincularan al recio y vigoroso naturalismo practicado por su padre Francisco
Herrera el Viejo. Ninguna noticia poseemos de la juventud de Herrera el Joven hasta
1647, año en que contrajo matrimonio en
Sevilla con Juana de Aurolis, unión que por razones desconocidas fue efímera,
ya que se separaron pocos meses después. Referencias proporcionadas, por Palomino, quizá en exceso noveladas, informan
de desavenencias entre Herrera el Viejo y sus hijos motivadas por su agrio y
violento carácter, culminaron con el abandono de éstos del hogar paterno,
después de haberle robado una alta suma de dinero. Señala también Palomino que
Herrera el Joven empleó la cantidad sustraída en viajar a Italia, donde residió
en Roma, dedicándose a perfeccionar sus conocimientos artísticos y donde
sobrevivió pintando pequeños bodegones con peces, realizados con tal habilidad
que fue conocido con el sobrenombre de Ael español de los peces@. No se poseen
otras referencias que las suministradas por Palomino para documentar la
estancia de Herrera el Joven en Roma, aunque el conocimiento directo que ambos
tuvieron en Madrid permite que pueda aceptarse.
En el caso de ser cierta la estancia de herrera el Joven en Italia, ha
de señalarse que en 1650 ya había regresado a España, pues en dicho año se
encontraba en Madrid, donde comenzó a ejercer su profesión de pintor,
incorporando un lenguaje renovador en el que la brillantez y espectacularidad
del barroco se aúnan de forma perfecta. Su estancia en Madrid se constata hasta
1654, año en que su padre falleció en la misma ciudad. Probablemente la
necesidad de resolver los problemas de herencia planteados por las propiedades
que su padre había dejado en Sevilla, Herrera el Joven hubo de regresar a su
ciudad natal, donde al mismo tiempo se ocupó de realizar importantes encargos
artísticos demandados por la Hermandad sacramental del Sagrario de la Catedral
y también por el Cabildo del templo metropolitano para quienes trabajó en 1656
y 1657.
Hasta 1660 consta en Sevilla la permanencia de Herrera el Joven, ya que
en este mismo año forma parte del grupo de pintores que fundan la Academia de
la Pintura, de la cual fue el primer presidente, cargo que ejerció de forma
colegiada junto con Murillo. Sin embargo a finales de este mismo año abandonó
Sevilla para trasladarse a Madrid definitivamente, donde se integró en la Corte
como pintor del rey y maestro de las obras reales. En Madrid y fuera y a de la
trayectoria de la pintura sevillana pintó al fresco cúpulas en algunas
iglesias, realizó los planos para la Basílica del Pilar de Zaragoza y se dedicó
también a ejecutar las escenografías para representaciones teatrales al
servicio de la Corona, celebradas en el Teatro del Buen Retiro y en el Salón de
Comedias del alcázar.
La producción pictórica de Francisco Herrera el Joven es escasa, debido
a su polifacética dedicación artística y también porque su condición de
hidalgo, heredada por vía materna, hubo de moverle a considerar la práctica de
la pintura como un oficio menestral poco compatible con su condición de miembro
de la baja nobleza. Como posible obra de la primera producción de Herrera el
Jove, ha de señalarse la representación de Santa
Catalina de Siena ante el Papa Urbano VI, fechable hacia 1647 y que se
conserva en el convento de Santa María la Real en Bormujos. Es obra temprana el
Santo Tomás de Aquino que
recientemente ha sido donado al Museo de Bellas Artes de Sevilla, obra que
puede atribuírsele por afinidades estilísticas. Primera obra importante y
segura dentro de su producción es El
triunfo de San Hermenegildo del Museo del Prado, que en su día fue pieza
central de un retablo de la iglesia del convento de las Carmelitas Calzadas en
Madrid. Esta obra fue contratada en 1654 y en ella se condensan las
experiencias pictóricas que asimiló en su época de transformación italiana y
las referencias artísticas acumuladas durante su estancia allí; también se
intuye en esta obra la asimilación del dinámico estilo pictórico de Rubens
captado a través del manejo de grabados que reproducían obras suyas. Un sentido
suntuoso del color brillante y traslúcido, en el que consigue tonalidades
refinadas, evidencia haber asimilado bien la lección de la escuela veneciana de
la segunda mitad del siglo XVI especialmente en los ejemplos concretos de
ticiano, Tintoretto y Veronés.
La representación del Triunfo de
San Hermenegildo es apoteósica y triunfal, mostrando al santo proyectado en
el espacio con impulso dinámico y actitud vibrante, rodeado de una trepidante
corte angélica que lleva sus atributos de rey y mártir y al mismo tiempo
interpretan música celestial en su homenaje. En la parte inferior de la pintura
aparecen derribados y convulsos ante la visión sublimada del santo, su padre
Leovigildo y el obispo arriano que quiso darle la comunión antes del martirio y
que el santo rechazó. Excepto en las pinturas realizadas en Madrid por
Francisco Rizi, no se habían visto allí hasta entonces resultados artísticos
tan novedosos e incluso revolucionarios como los aportados por Herrera el Joven
en esta obra.
La resonancia de esta pintura en los ambientes artístico y culturales
madrileños debió de llegar pronto a Sevilla, donde su presencia a partir de
1655 fue aprovechada para solicitarle sus servicios. Así en este mismo año, la
Hermandad Sacramental del sagrario de la Catedral, en la cual había sido
admitido como miembro, le encargó El
triunfo de la Eucaristía. Esta obra fechada y firmada al año siguiente, en
1656, muestra una composición dinámica y fulgurante, donde el artista
representa a los cuatro padres de la Iglesia más Santo Tomás de Aquino y San
buenaventura, venerando a la Eucaristía. Los áureos resplandores que emanan de
la Custodia inciden violentamente sobre las figuras de los santos, captados de
espaldas en primer plano y por ello sumido en un potente y atrevido efecto de
contraluz. Una pincelada fluida y vigorosa plasma un deslumbrante y cálido
efecto cromático al describir las nubes de la gloria celestial, donde aparecen
pequeños ángeles en movidas actitudes y también la Inmaculada, en actitud
adorante ante la Custodia.
La segunda gran pintura realizada por Herrera el Joven en Sevilla es El Éxtasis de San Francisco, obra de
grandes dimensiones al ser cuadro de altar. La realización de esta pintura
puede situarse con seguridad en 1657, y en ella el santo aparece arrodillado en
el espacio sobre una peana de nubes, que eleva hacia el cielo una corte
angélica. La actitud apoteósica de San
Francisco, con sus brazos abiertos y el rostro vuelto hacia lo alto de donde
los ángeles arrojan rosas sobre su cabeza, muestra uno de los efectos de
emotividad más trascendentales de toda la pintura barroca española.
Una vez que Herrera el Joven regresó a Madrid, a partir de 1660, no fue
muy intensa su dedicación a la pintura. Como obra excepcional dentro de este
período de su vida habrá de citarse El
sueño de San José del Museo Chrysler en Norfolk, Virginia, obra que procede
de la capilla de San José de la iglesia de Santo Tomás de Madrid, donde debió
ser realizada en torno a 1665. En ella el artista vuelve a utilizar efectos de
contraluz, al tiempo que emplea intensas tonalidades áureas en las que
introduce sutiles matices rosas, naranjas y grises. Suyos también, pero de
menor acierto compositivo y sutileza cromática son el ecce Homo y el Camino del Calvario, del Museo Lázaro Galdiano de
Madrid que también proceden de la iglesia de Santo Tomás de Madrid, donde
figuraron en la capilla de Nuestra Señora de los siete Dolores.
BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO
Su nacimiento hay que fijarlo en los últimos días de 1617, puesto que
fue bautizado el primero de enero de 1618, siendo el último de los catorce
hijos que tuvieron sus padres, Gaspar Esteban, barbero cirujano, y María Pérez.
El apellido Murillo, que siempre utilizó el pintor, es el de su abuela materna,
que él, de acuerdo con la libertad patronímica existente en aquellos momentos,
eligió para denominarse en el ambiente social sevillano. Su padre disfrutó de
una saneada situación económica que le permitió mantener holgadamente a su
familia. Sin embargo, niño aún, son sólo nueve años de edad, Murillo quedó
huérfano, ya que en 1626 murieron, en el corto intervalo de seis medes, su
padre y su madre. En tales circunstancias Murillo pasó a vivir con su hermana Ana
y su cuñado Juan Agustín Lagares, a quienes correspondió tutelar la existencia
del futuro pintor.
Poco se sabe de los años juveniles de Murillo excepto que en 1633, a los
quince años de edad, decidió embarcarse hacia América, puesto que su nombre
figura en los registros de partidas. No puede afirmarse si realmente llegó a
efectuar el viaje, y en todo caso de haberlo realizado su permanencia en
tierras americanas debió ser muy corta.
Tampoco poseemos referencias documentales que informen con precisión
sobre el proceso de formación artística del joven Murillo, admitiéndose
tradicionalmente que fue discípulo de Juan Castillo. No aparecen noticias sobre
su vida hasta llegar a 1645, año en que Murillo se casó en Sevilla con Beatriz
de Cabrera, boda que al principio se hizo en contra de la voluntad de la joven
novia y que finalmente, al menos en apariencia, cuajó en un matrimonio estable
y fecundo. En este mismo año la carrera de Murillo arranca brillantemente,
puesto que se ocupaba de la realización de las pinturas del claustro de San
Francisco, obras que consagraron su fama en esta ciudad.
No existen demasiados datos para ilustrar la biografía de Murillo en sus
años de madurez, excepto un viaje a Madrid en 1658, durante el cual visitó sin
duda las colecciones reales, los sucesivos nacimientos de sus hijos y los
constantes traslados de domicilio que le llevaron a vivir en diferentes barrios
de Sevilla, el último de los cuales habrá de ser el de Santa Cruz. Importante
fue la fundación en 1660 de la Academia de pintura sevillana que abre sus
puertas merced a su iniciativa y sus constantes desvelos. Tres años después en
1663, murió su esposa, permaneciendo después de esta fecha viudo durante el
resto de su existencia.
En las dos últimas décadas de su vida Murillo, que se había visto
rodeado siempre de un nutrido grupo familiar, fue quedándose paulatinamente
solo. Siete de sus diez hijos fueron muriendo; otro, Gabriel marchó con
veintiún años a América para no volver, y Francisca María profesó en el
convento de Madre de Dios. Sólo le acompañó en sus últimos momentos su hijo
Gaspar Esteban, que era sacerdote. Su condición de Hermano de la Santa Caridad,
a partir de 1665, le proporcionó ocasión de proyectar sus efectos en la
asistencia de pobres y enfermos, al tiempo que la realización de un admirable
conjunto pictórico que se integró en el programa iconográfico que ideó D.
Miguel de Mañara.
No puede precisarse con exactitud las circunstancias de la muerte de
Murillo, cuyo proceso debió de precipitarse en 1681 o a principios de 1682,
cuando trabajaba en su taller, subido a un andamio, en la pintura de ALos
desposorios de Santa Catalina@ que realizaba para el altar mayor de los
Capuchinos de Cádiz. Palomino señala que tropezó en el andamio y cayó al suelo
estrangulándose una hernia que padecía, lo que quebrantó seriamente su salud.
Murillo no murió como consecuencia de la caída, y aunque pocos, vivió con la
salud muy maltrecha algunos meses más, hasta el día 3 de abril de 1682 en que falleció en su casa del barrio de Santa
Cruz, en cuya parroquia fue enterrado.
Fue Murillo hombre de temperamento afable y bondadoso, según informa
Palomino, aspectos que pueden contrastase en la contemplación de sus dos Autorretratos, uno relativamente
juvenil conservado en una colección particular en Norteamérica, y el otro más
adulto en la Galería Nacional de Londres.
Escasas noticias poseemos en la actualidad sobre el proceso de
aprendizaje de Murillo, que según Palomino se efectuó con el pintor Juan del
Castillo. Es ésta una noticia digna de crédito, puesto que existían vínculos
familiares entre ellos, al estar casado Castillo con una prima carnal de
Murillo, siendo en estos momentos los vínculos familiares pretextos
fundamentales en la relación de Palomino, resulta convincente advertir el estilo
que se refleja en las obras juveniles de Murillo, en las que efectivamente se
constata la impronta estilística de su maestro.
Por otra parte Murillo supo asimilar de forma intuitiva otras
referencias pictóricas, derivadas de maestros sevillanos de la generación
anterior a la suya, y así acertó a incorporar las novedades técnicas
introducidas por Juan de Roelas, pintor que utilizó siempre formas naturalistas
expresivas, amables y populares al tiempo que un color cálido y opulento de
ascendencia veneciana. Otros aspectos procedentes de la recia personalidad de Herrera el Viejo y
de la sobriedad espiritual de Zurbarán se intuyen claramente en las primeras
obras de Murillo. Por otra parte también Murillo captó efluvios procedentes de
la pintura flamenca de su época, asimilando la estética barroca que emana de
pintores como Rubens y Van Dick, atendiendo también a incorporar directrices
procedentes de la pintura italiana de su siglo. Así es posible advertir un
conocimiento de la pintura de Caravaggio y de Ribera, tanto en la configuración
de una realidad espontánea y popular, como en el empleo de fuertes contrastes
de luz y de sombras. La elegancia del estilo pictórico de Guido Reni y temas
iconográficos infantiles procedentes de grabados de Stefano de la Bella, fueron
también hábilmente interpretados por el pintor sevillano. Todas esta
referencias estilísticas fundamentan el personal espíritu pictórico de Murillo,
que con el propio ejercicio artístico fue evolucionando hacia la consecución de
una técnica cada vez más evolucionada y perfecta. Progresivamente su dibujo se
fue haciendo más suelto y ligero, su pincelada deja de ser apretada para
aparecer fluida y expansiva. En el empleo de la luz abandonó pronto los
violentos contrastes, para crear efectos de transparencia y vaporosidad, que le
permiten conseguir profundas perspectivas espaciales, sobre todo después de
contemplar las obras las obras que Francisco Herrera el Joven realizó en
Sevilla en torno a 1656, de las que captó inmediatamente su movilidad barroca y
sus efectos de color traslúcidos. También se advierte que Murillo a través de
los años fue adquiriendo una mayor facilidad compositiva, y si como cualquier
otro artista recurrió al empleo de grabados, no toma de éstos sino leves
referencias que traduce después, con su fácil imaginación, en escenas
totalmente originales.
Una de las aportaciones fundamentales de Murillo a la historia de la
pintura barroca española es el haber sabido desdramatizar la religiosidad, a
través de la creación de imágenes que superaban la inexpresividad y el
estatismo empleado por artistas de generaciones anteriores. Murillo acertó a
plasmar modelos físicos en los que se reflejan siempre actitudes amables y
comprensivas, a través de las cuales el creyente se acerca a los personajes
celestiales atraído por su bondad y belleza, esperando de ellos protección y
amparo. El amplio repertorio de imágenes creadas por Murillo representando a
diferentes santos que practican la caridad y atienden a los enfermos, es lógica
consecuencia de una época en que Sevilla padeció una profunda depresión social
y económica. Murillo tuvo la virtud de extraer de la vida cotidiana a una serie
de prototipos populares, configurada por sus mendigos, tullidos y enfermos,
gentes en suma de miserable condición que pasaron a ser protagonistas de sus
pinturas. De esta manera introdujo en sus obras un aire de veracidad real de
carácter contemporáneo, acogido con auténticos entusiasmo por sus
conciudadanos, que de esta manera vieron traspuesta la difícil existencia diaria
a la trascendencia de la vida espiritual. Igualmente en episodios religiosos de
carácter doméstico, como pueden ser representaciones del taller de Nazaret o de
la Sagrada Familia, Murillo supo captar sentimientos procedentes de la vida
cotidiana, al revestir a los personajes celestiales de sentimientos y
fisonomías de carácter popular, haciéndoles manifestar al mismo tiempo una
honda afectividad de matiz profundamente humano.
Las primeras obras conocidas de Murillo, como La Virgen entregando el rosario a Santo Domingo del Palacio
Arzobispal de Sevilla, La visión de San
Lauterio del Fitzwilliam Museum de Cambrdige y La Sagrada Familia del Museo Nacional de Estocolmo, datan de
1638.1640, y son reflejo del período de formación de Murillo en los que se advierten
referencias claras que proceden de Juan del Castillo, de Roelas y de Zurbarán,
siendo obras un tanto estáticas e inexpresivas realizadas con dibujo firme,
pincelada prieta y colorido sobrio de matices.
El estilo de Murillo adquirió plena identidad personal en la serie que
realizó para el claustro de San Francisco de Sevilla en torno a 1646, fecha que
aparece en una de las pinturas. Son obras de corte más naturalista, en las que
refleja tipos y escenas derivados de la vida real, en las que hace apología de
las virtudes y milagros de la orden franciscana a través de distintos
episodios, protagonizados por sus principales santos. Aunque en algunas escenas
como El éxtasis de San Gil ante el papa
del Museo de Raleigh, El éxtasis de San
diego ante la cruz del Museo de los Agustinos de Toulouse, o Fray Julián de Alcalá y el alma de Felipe
II, se advierte aún una solemnidad zurbaranesca, en otros episodios como el
San diego dando de comer a los pobres
de la Academia de san Fernando de Madrid, aflora ya con toda fuerza el estilo
de Murillo al aceptar a plasmas una escena procedente de la vida cotidiana y
repetida a diario ante la puerta de los conventos, donde pobres, tullidos y
niños desvalidos acudían a recibir su ración de sopa. Los personajes que
protagonizan esta pintura están tomados directamente de la realidad y serían
prácticamente los mismos que él vería de ordinario buscando su sustento ante la
puerta del convento de San Francisco. El sentido de la modestia y la caridad de
la orden franciscana se refleja en composiciones como San Salvador de Horta y el inquisidor de aragón y Fray Junípero y el
pobre, mientras que la virtud el sacrificio recompensados se reflejan en San Francisco confortado por el Ángel,
de la Academia de San Fernando de Madrid y la Muerte de Santa Clara, del Museo de Dresde, obra ésta en la que
humildad y sacrificio en la vida terrena son premiados con la visión de la
gloria celestial. Quizá el episodio más popular de esta serie sea la llamada cocina de los Angeles, que narra la
levitación del lego fray Francisco de Alcalá, mientras que los ángeles se
ocupan de las labores culinarias interrumpidas por su éxtasis místico.
Magníficos detalles de bodegón en la descripción del ajuar doméstico y
cántaros, platos, peroles, carnes, frutas y verduras, marcan un intenso sentido
de realidad cotidiana frente al intenso arrobamiento espiritual del fraile
cocinero.
En torno a 1650 y recién terminada la serie de San Francisco, Murillo
realizó un interesante conjunto de pinturas en las que introduce profundos
sentimientos que proceden de la vida afectiva familiar en la existencia
cotidiana. Así en las dos versiones de La
huida a Egipto conservadas en el Instituto de Arte de Detroit y en el
Palacio Blanco de Génova, Murillo plasma los rasgos de una familia campesina de
su época que se traslada a través del ámbito rural de una población a otra; tan
sólo la concentración y ensimismamiento de los personajes alude a la difícil
circunstancia de tener que huir para salvar al Niño. La afectividad de la vida
hogareña en la relación familiar se plasma en Santa Ana enseñando a leer a la Virgen del Museo del Prado, y en
similares términos se resuelven La
Virgen con el Niño, de la colección Stirling Maxwell Glasgow y La Sagrado Familia del Museo de
Budapest.
El tema de la virgen con el Niño, de estirpe italiana, consagrado
especialmente merced a Rafael, tuvo una prolongación a lo largo del siglo XVII,
introduciéndose en la pintura española y obteniendo con Murillo la consecución
de admirables prototipos que han tenido difusión universal a través de
excepcionales versiones, donde se desbordar la ternura maternal y seduce la
delicada y tímida presencia del Niño. Entre los varios ejemplares que se
conservan actualmente habrá de citarse dos versiones de este tema que pertenecen
a la colección del palacio Pitti de Florencia, otras dos al Museo del Prado y
las que figuran en el Museo del Louvre en París y en el Risksmuseum de
Amsterdam. En años posteriores los modelos de la Virgen con el niño adquirieron
mayor elegancia y belleza, traducidas de forma excepcional en versiones como La Virgen de la Faja, de colección
particular en parís, y la virgen con el
Niño de la Norton Simon Foundation en Los Angeles, Similares
representaciones del mismo tema figuran en los museos de Dresde, Galería
Corsini de Roma, Metropolitano de Nueva York y Galería Dulwich de Londres.
En los años que señalan la década de 1650 se advierte en Murillo una
decidida utilización de efectos de claroscuro y por ello la mayor parte de las
representaciones de ALa Virgen con el Niño@ muestran un fondo en tinieblas del
que emergen iluminadas las figuras, concentrándose de forma más directa la
atención del espectador en la escena. Este recurso lo empleó con máxima
intensidad en la Santa Cena, que en
1650 pintó para la Hermandad Sacramental de la iglesia de Santa María la Blanca
de Sevilla, donde actualmente se conserva. En ella el marcado contraste de
luces y de sombras refuerza la concentrada expresividad psicológica que
muestran los apóstoles, atentos al instante en que Cristo bendice el pan para
consagrarlo.
Otra obra capital realizada en esta década es La Sagrada Familia del pajarito considerada tradicionalmente como
una de las pinturas más populares de Murillo. En ella Murillo vuelve a reunir a
los personajes en la penumbra, que sin embargo es menos intensa que en la
ACena@, puesto que de ella emerge suavemente el modesto ajuar doméstico del
taller de Nazaret. El tema parece estar inspirado en una estampa que reproduce
una pintura de este mismo tema original de Francisco Baroccio, aunque Murillo
supo recrearlo hábilmente para traducirlo en una personal interpretación del
sentimiento apacible y feliz que emanaba de la convivencia familiar en las
clases populares.
Entre las obras realizadas en estos momentos destacan por su empeño La imposición de la casulla a San Ildefonso
y La lactación de San Bernardo, pertenecientes ambas al Museo del Prado, en
las que el artista parece iniciarse en un lenguaje barroco, interpretado a
través de la vehemencia en las expresiones y en la aparición de fondos dorados
en los que revolotean nutridas cortes angélicas. De 1655 son las
representaciones de San Isidoro y San
Leandro realizadas para la Sacristía Mayor de la Catedral de Sevilla, obras
ambas en las que acertó a traducir una actitud solemne y monumental al tiempo
que emplea una técnica suelta y espontánea, apropiada para superficies
pictóricas que habrían de ser contempladas de lejos.
En 1656 también en la Catedral de Sevilla, Murillo pinta el gran lienzo
de La Visión de San Antonio, obra
máxima de su producción, en la que supo armonizar con lenguaje decididamente
barroco la expectante y estática figura del Santo con sus brazos abiertos y la
movilidad aérea del Niño que desciende en medio de una luminosa aureola en la
que revolotea una jubilosa corte de ángeles niños. Especialmente logrado en
esta pintura está el efecto de perspectiva aérea conseguido a través de graduar
suavemente los tonos de luz de mayor a menos intensidad, con lo que obtuvo una
marcada sensación de profundidad especial en la estancia donde se desarrolla la
escena.
Sin que pueda precisarse la fecha exacta, pero en torno a 1656, Murillo
realizó una serie de cuatro pinturas sobre la vida de San Juan Bautista para el
refectorio del convento de San Leandro de Sevilla de los que hoy se conservan San Juan mostrando a Jesús, San juan y los
fariseos y San Juan bautizando a Cristo, en los museos de Chicago, Berlín y
Cambridge respectivamente. Son obras en las que la solemnidad expresiva de los
personajes aparece respaldada por profundos y luminosos paisajes, descritos con
una admirable soltura técnica. Esta atención por el paisaje se intensifica y
amplia en la serie de la vida de Jacob, realizada en torno a 1660, cuyos tres
ejemplares supervivientes se encuentran repartidos actualmente entre los museos
de Leningrado, Dallas y Cleveland. En ellos el paisaje adquiere un papel
protagonista en la composición y en su tratamiento se advierte cómo Murillo
había estudiado a los principales paisajistas flamencos de su época.
Poco antes de 1660, Murillo realizó la serie de cinco episodios sobre la
vida de Jacob, por encargo del Marqués de Villamanrique en Sevilla y que
actualmente está dispersa por diferentes museos extranjeros. Son obras de
excepcional interés en las que Murillo aparte de narrar los principales
acontecimientos de la vida de Jacob se entregó a la recreación de amplios
fondos de paisaje en los que se advierten derivaciones procedentes de
especialistas flamencos en la descripción de la naturaleza, sobre todo de Joost
de Momper.
También en 1660 para la Catedral de Sevilla pinta Murillo la magnífica
representación de El nacimiento de la
Virgen, actualmente en el Museo de Louvre, obra de admirable composición,
en la que un grupo de mujeres perfectamente interrelacionado atiende a la
recién nacida, dentro de una atmósfera doméstica inundada de densas y cálidas
tonalidades doradas provenientes de un rompimiento de gloria poblado de
ángeles, que han acudido a contemplar tan gozoso acontecimiento.
De gran interés por presentar episodios caracterizados a la moda de su
época y por lo tanto ser trasposiciones escenográficas de la vida barroca, es
la serie del Hijo Pródigo, compuesta
por seis episodios en la colección Beirt en Blesington. De esta serie, fechable
hacia 1665, existen cuatro bocetos en el Museo del Prado. En esta década que
corre a partir de 1660, Murillo realizó obras excepcionales como La virgen de la faja de colección
privada en Alemania, El Buen Pastor
del Museo del Prado y las Santas Justa y
Rufina del Museo de Dallas, en las que la alta calidad técnica se
intensifica con la seducción de las amables y delicadas descripciones de sus
fisonomías juveniles.
En los años que oscilan entre 1665 y 1670 Murillo acertó a plasmar el
prototipo perfecto en la representación de La
Inmaculada, que la posterioridad consagraría como imagen de difusión
universal. En el modelo femenino de la Virgen Murillo supo captar como ningún
otro pintor un prototipo de belleza serena y elegante, en el que se muestra un
máximo ideal de candor y de pureza, reflejo exacto de la idea religiosa que
defendía la concepción Inmaculada de María. Murillo sitúa siempre a sus
Inmaculadas flotando ingrávidas en un áureo especio celestial, rodeada de una
bulliciosa corte de querubines, componiendo representaciones presididas por un
ritmo ondulado y ascensional. Las manos de la Virgen aparecen cruzadas sobre el
pecho o con las palmas juntas, y en su rostro se manifiesta una profunda
emotividad, traducida en rasgos dulces y delicados.
Murillo ya había ensayado con anterioridad a estas fechas el tema de la
Inmaculada, conociéndose como ejemplos más tempranos La Inmaculada con Fray Juan de Quirós realiza en 1653 y conservada
en el palacio Arzobispal de Sevilla. En estas obras se representa al citado
fraile franciscano escribiendo uno de los volúmenes de su obra AGlorias de
María@, ante una representación pictórico de la Virgen con lo que Murillo
realizó un vistoso efecto escenográfico pintando un cuadro dentro de un cuadro.
En torno a la misma fecha que la anterior hay que situar la Inmaculada Concepción Grande, llamada
así por sus grandes medidas, adecuadas para ser contemplada en lo alto de la
capilla Mayor de la iglesia del convento de San Francisco de Sevilla de donde
procede. Inspirada en el prototipo de las Inmaculadas de Ribera, esta
Concepción actualmente en el Museo de Sevilla, muestra ya una movilidad
espacial de carácter barroco. En torno a 1660 hay que situar la Inmaculada del Museo de Dalla y de
pocos años posteriores serán las versiones de la Inmaculada de la media luna del Museo del Prado, en versión de
medio cuerpo que da paso a la Inmaculada
del Museo de Forth Worth, donde desarrolla el mismo prototipo, pero de cuerpo
entero. Pieza culminante de esta iconografía es la llamada Inmaculada del El Escorial, donde el ideal de belleza juvenil
recreado por Murillo alcanza límites insuperables.
Para no volver después al tema de la Inmaculada, mencionaremos aquí los
ejemplares que pertenecen a la producción tardía de Murillo, entre las que cabe
citarse por su alta calidad la Inmaculada
del Museo de Kansas City , realizada hacia 1670. Posteriores a esta fecha
son la Inmaculada de Aranjuez del
Museo del Prado, de la que existe una versión similar en el Museo de Cleveland,
y la Inmaculada del Museo de Ponce
en Puerto Rico , la Inmaculada del Museo del Ermitage y sobre todo la excepcional Inmaculada de los Venerables del Museo
del Prado que es probablemente la más perfecta de cuantas realizó Murillo a la
largo de su existencia.
En los años que oscilan en torno a 1665 Murillo debió de realizar las
pinturas de dos retablos en la iglesia del convento de San Agustín de Sevilla.
En el retablo mayor de la iglesia realizó dos pinturas, completando el conjunto
realizado años antes por Francisco Herrera el Viejo. Eran estas pinturas, San Agustín y la Trinidad y San Agustín con
la Virgen y el Niño, obras estáticas y de gran solemnidad expresiva,
conservadas ambas en el Museo de Sevilla. La segunda intervención de Murillo en
dicha iglesia consistió en la ejecución de las pinturas del retablo de Santo
Tomás de Villanueva, donde realizó una de sus más afortunadas realizaciones, en
el Santo Tomás de Villanueva repartiendo
sus vestiduras. En esta pintura, conservada en el Museo de Cincinnati,
recrea admirablemente una escena callejera en la que el santo siendo niño,
entrega sus ropas a otros niños mendigos. La otra representa a Santo Tomás de
Villanueva bendiciendo a un tullido, posee un mayor sentido de solemnidad,
reforzado por el fondo arquitectónico que respalda la escena.
Uno de los más importantes conjuntos pictóricos de Murillo, hoy
lamentablemente desmembrado, fue el que en 1665 realizó para decorar la iglesia
sevillana de Santa María la Blanca con motivo de su reconstrucción. Allí,
siguiendo seguramente instrucciones del canónigo D. Justino de Neve, quien
trazaría el programa icnográfico, Murillo pintó dos grandes lienzos bajo la
cúpula con formato de medio punto, en los que se exalta el origen de la
advocación de la virgen titular de la iglesia, al plasmas dos episodios que
narran la fundación de la Iglesia de Santa María de las Nieves de Roma,
conservadas actualmente en el Museo del Prado. En la primera pintura se
representa El sueño del Patricio
donde aparecen dormidos el patricio Juan y su esposa en el momento en que la
Virgen les revela su deseo de que construyan un templo en el Monte Esquilino.
Es ésta una admirable composición cuyo contenido sobrenatural queda totalmente
amortiguado por la descripción de un ambiente doméstico, sumido en la penumbra
donde el matrimonio, vencido por el sopor de las primeras horas de la tarde, en
un día de verano, dormita en la penumbra de una estancia. La descripción
ambiental indica que el patricio ha interrumpido su dedicación a la lectura y
su esposa sus labores de costura, consiguiendo así una de las mejores
trasposiciones de la vida doméstica que Murillo realizó a lo largo de su
carrera artística. La segunda pintura representa la Visita al Pontífice en la cual el matrimonio acude ante el papa
Liberio para narrarle su visión y transmitirle los deseos de la Virgen. En la
parte derecha de la escena se describe la procesión que el papa con su séquito
de eclesiásticos realizó hasta el Monte Esquilino, donde milagrosamente, pese a
ser verano, la planta de la iglesia estaba señalada con nieve, lo que originó
la advocación de la iglesia. El conj
unto pictórico de la iglesia de Santa María la Blanca se completaba con
otras dos representaciones, colocadas en lo alto de los testeros de las naves
laterales, en los que se representaba con otras dos representaciones, colocadas
en lo alto de los testeros de las naves laterales, en los que se representaba
la Inmaculada Concepción y El triunfo de
la Eucaristía, pinturas que actualmente se conservan en el Museo del Louvre
de París y en la colección Faringdon en Buscot Park. En ambas obras Murillo
empleó vaporosos fondos áureos, haciendo aparecer en sus laterales inferiores
grupos de personas adorando las respectivas advocaciones iconográficas.
En 1667 el cabildo de la Catedral de Sevilla solicitó de nuevo los
servicios de Murillo para decorar, en esa ocasión, la parte alta de los muros
de la Sala Capitular, con un conjunto de ocho santos sevillanos presididos por
la figura de la Inmaculada. Los
santos son San Pío, San Isidoro, San
Leandro, San Laureano, San Hermenegildo, San Fernando, Santa Justa y Santa
Rufina. Están pintados estos santos sobre tabla, es una de las más bellas
modelos pintadas por Murillo con esta iconografía y por otro parte la gradación
del luminoso fondo áureo que respalda la figura de la Virgen, crea una
admirable sensación especial, reforzada merced a la notable distancia que
existe desde la pintura hasta el espectador.
En 1665 y 1668 Murillo realizó un amplio conjunto pictórico para el
convento de los Capuchinos de Sevilla, destinado a ocupar el retablo mayor de
la iglesia y los altares de los capillas laterales. En el centro del retablo
mayor estaba dispuesta la monumental representación del Jubileo de la Porciúncula, conservada actualmente en el Museo de
Colonia, donde el artista recrea un potente efecto de contraposición lumínica
entre la parte inferior, en la que la figura de San Francisco emergiendo de un
fondo de tinieblas y la parte superior en la que Cristo y la Virgen aparecen
envueltos en áureos resplandores. El resto de las pinturas de este retablo se
encuentran en el Museo de bellas Artes de Sevilla. A la izquierda del primer
cuerpo estaban situadas Las Santas Justa
y Rufina, una de las pinturas más conocidas de Murillo, en las que acertó a
fijar dos prototipos de la belleza y la elegancia popular sevillana. A la
derecha de este prime cuerpo del retablo se encontraban San Leandro y San Buenaventura, plasmados en actitud de mantener un
diálogo de índole espiritual. En el segundo cuerpo se encontraba a la derecha San José con el Niño, composición que
rebosa de gracia y ternura en las figuras del Niño acompañado por su padre y a
la izquierda San Juan Bautista, obra
en la que el artista realizó un magnífico estudio anatómico, al captar la
actitud física del Precursor. En el remate del retablo y en formato triangular,
que posteriormente ha sido transformado en rectangular, se encontraban San Antonio y San Félix Cantalicio,
obras en las que ambos santos muestran actitudes de vehemencia y gozo
espiritual en el momento de poder colmar su máximo anhelo anímico abrazando al
Niño Jesús. Finalmente hay que señalar que en la puerta del tabernáculo se
encontraba la Virgen con el Niño,
llamada popularmente ALa Virgen de la Servilleta@ o suponerse que había sido
pintada sobre una servilleta del refectorio de los Capuchinos, dato que no es
más que una curiosa leyenda. Es esta pintura una de las más populares y
conocidas de Murillo y en ella destaca principalmente la afectividad que
vincula a la Madre y al Niño, y que se transmite espontáneamente al espectador.
En los muros laterales de la cúpula mayor de la iglesia de los
Capuchinos y situadas en pequeños retablos, Murillo pintó la Anunciación y la Piedad, obras ambas de
armoniosa composición y que culminaban en formato de medio punto. Sin embargo
la Piedad fue cortada en el siglo XIX en un amplio sector superior, lo que ha
malogrado su efecto compositivo. En todas las capillas laterales de la iglesia
de los capuchinos se encontraban altares que también fueron adornados con
pinturas de Murillo. En la primera capilla de la izquierda se encontraba San Antonio con el niño, tema ya
pintado por el artista para el altar mayor, pero que en esta nueva composición
se colocaba próximo a la devoción de los fieles, intensificando en ella la
emotividad que emana del vínculo afectivo entre el Santo y el Niño. En la
siguiente capilla se encontraba La
Inmaculada con el Padre Eterno, en la que Murillo incluyó en la parte
superior la figura del Dios Padre con los brazos abiertos en actitud de acoger
a la Virgen en la gloria Celestial. En la última capilla estaba situada la
representación de San Francisco
abrazando el crucifijo, escena trascendental en la vida del santo, en la
que por amor a Cristo renuncia a las riquezas terrenales.
En el muro derecho se encontraba en primer lugar La adoración de los pastores, obra de excepcional maestría en
cuanto a su composición, en la que Murillo recrea admirablemente a la humanidad
de carácter popular, colocando en torno al Niño un grupo de pastores cuyas
edades reflejan la niñez, la juventud, la madurez y la ancianidad. Seguía a
continuación San Félix Cantalicio
abrazando al Niño, en la que destaca la humanidad y sencillez de este
franciscano, cuya dedicación caritativa fue recompensada por el cielo
ofreciéndole como obsequio el poder abrazar al Niño. En tercer lugar y junto a
la entrada del templo se encontraba la representación de Santo Tomás de Villanueva en la actitud de socorrer a varios
mendigos, escena en la que Murillo resolvió admirablemente, problemas de orden
compositivo, como el escorzo del mendigo situado en primer plano y las
descripciones de cada uno de los menesterosos que solicitan y reciben limosna
del santo.
En 1665 Murillo fue admitido en el seno de la Hermandad de la Santa
Caridad de Sevilla y desde aquel momento se vinculó a las intenciones de Miguel
de Mañara, hermano mayor de esta institución, quien siguiendo su pensamiento
espiritual había preparado un plan iconográfico para disponerlo a lo largo de
los muros de la iglesia y culminarlo en el altar mayor. Las ideas de Mañara recogidas
en su ADiscurso de la verdad@ vienen a señalar su tesis de que sólo la práctica
de las obras de misericordia puede garantizar la obtención de la salvación
eterna. A tal efecto encomendó Murillo la realización de seis pinturas en las
que se representaron otras tantas obras de misericordia que habían de culminar
en la escenificación del Entierro de Cristo, obra escultórica de Pedro Roldán
situada en el retablo mayor que alude a la dedicación fundamental que la
Hermandad había tenido a lo largo de la historia y que era la de enterrar a los
muertos.
Murillo realizó este conjunto pictórico entre 1667 y 1680 alcanzado en
él, uno de sus mayores niveles de perfección artística de toda su carrera.
desgraciadamente cuatro de las pinturas fueron robadas en 1810 por el Mariscal
Soult, durante la ocupación napoleónica en Sevilla y hoy esta sobras se
encuentran en distintos museos, habiéndose perdido por lo tanto parte del
programa iconográfico de Abraham y los
tres ángeles que alude a la obra de misericordia de dar posada al
peregrino, se encuentra en el Museo de Otawa, La curación del paralítico referente a atender a los enfermos,
figura en la Galería Nacional de Londres, San
Pedro liberado por el ángel, alegoría de redimir al cautivo, se conserva en
el Museo del Ermitage de Leningrado y El
regreso del hijo pródigo, que simboliza la acción de vestir al desnudo y
pertenece a la Galería Nacional de Washington.
Por fortuna permanecen en la iglesia El milagro de los panes y los peces que lógicamente hace referencia
a dar de comer al hambriento y Moisés
haciendo brotar el agua de la roca de Horeb referida a dar de beber al
sediento. Otras dos pinturas alusivas a las dedicaciones a que estaban
obligados los hermanos de la Caridad figuran en sus altares en los muros laterales.
Son San Juan de Dios transportando a un
enfermo, que recuerda a los hermanos su obligación de transportar al
Hospital a los enfermos que no podían acudir por su propio pie; y Santa Isabel de Hungría curando a los
tiñosos, obra alusiva a la obligación de los Hermanos de curar y dar de
comer personalmente a los enfermos recogidos en el Hospital.
Algunas pinturas de santos correspondientes a los años posteriores de la
actividad de Murillo destacan por su alto nivel de calidad. Así pueden
mencionarse la admirable representación de la Virgen con el Niño y Santa Rosalía de Palermo, realizadas hacia
1670 y la Santa Rosa de Lima del
Museo Lázaro Galdiano de Madrid. Obra de excepcional belleza es La Magdalena del Museo de Colonia, en
la que supera modelos realizados en décadas anteriores plasmados en las
versiones de la colección Bourdet en Le Havre, Museo de Richmond, Galería de
Arte de San Diego, iglesia de San Jorge de Nueva York y Galería Nacional de
Dublín.
La progresiva tendencia de la religiosidad católica en la segunda mitad
del siglo XVII a ir desdramatizando el contenido de la vida devota y piadosa,
impulsó la aparición de imágenes de dulce aspecto y amable expresividad, que
Murillo supo interpretar con absoluta superioridad en el ámbito europeo de esta
época. En esta modalidad Murillo aceptó crear imágenes religiosas extraídas de
la infancia de Cristo, donde frecuentemente aparece en compañía de San Juan
Bautista también con fisonomía infantil. La mayor parte de estas obras
pertenecen a su época de madurez, siendo imprescindible mencionar El Buen Pastor del Museo del Prado,
junto con otra magnífica versión que se conserva en la colección Lane de
Inglaterra. La representación de las dos figuras infantiles juntas alcanzó
enorme popularidad a través de Los niños
de la Concha del Museo del Prado, siendo también admirables prototipos las
figuras aisladas de San Juan Niño en las versiones del museo del Prado, Galería
Nacional de Londres, Museo de Viena y Galería Nacional de Dublín.
También pertenecen a la época de madurez de Murillo la mayor parte de
las representaciones de niños callejeros, que juegan a los dados o comen fruta
que han robado, y que muestran el lado vitalista y amable de la vida en una
época que sin embargo estuvo marcada por la adversidad económica. Los niños de
Murillo muestran siempre agudeza de ingenio en el arte de sobrevivir y aunque
su aspecto exterior es desgraciado y mísero, su talante reboza de ordinario
optimismo y alegría. Esta pinturas fueron especialmente solicitadas al artista
por mercaderes y comerciantes extranjeros residentes en Sevilla, los cuales
sintieron especial predilección por este tipo de pinturas, distintas del sentir
religioso, las cuales vendieron después en el mercado de arte europeo. En la
plasmación de este tipo de pinturas de advierte en Murillo una clara evolución
oscilante entre la melancolía reflejada en El
niño espulgándose del Museo del Louvre, obra realizada hacia 1650, al niño riéndose asomado a una ventana de
la Galería Nacional de Londres, fechable hacia 1680. De la tristeza ambiental
Murillo pasó a plasmar obras de amable recreación de escenas domésticas como La abuela espulgando a su nieto de la
Pinacoteca de Munich, donde también figuran Dos muchachos jugando a los dados, Dos muchachos comiendo melón y uvas,
Dos muchachos comiendo de una tartera y La buenaventura. La representación
de bellas jóvenes o adolescentes de amable aspecto popular, sonriendo
afablemente al espectador, se refleja en Las
Muchachas con flores de la Dulwich Gallery y en otra versión del Museo del
Ermitage en Leningrado. Intrascendentes aspectos de la vida popular pero
narrados con desenfado, son las Mujeres
en la ventana de la Galería Nacional de Washintong, que quizá sean
cortesanas que contemplan divertidas a una persona estrafalaria que pasa por la
calle, y el Grupo familiar de la
colección Berman en Monroe, que en el umbral de un portal observan algo que
está ocurriendo próximo a ellos.
Aunque no debió dedicarse al retrato con asiduidad, Murillo, a través de
los escasos ejemplares que conocemos, se revela como un magnífico especialista
en la captación de las presencias físicas. De sí mismo se conocen dos Autorretratos, uno de edad juvenil
fechable hacia 1560 que se conserva en su colección particular en los Estados
Unidos, y el otro en edad adulta, con gesto grave y melancólico realizado hacia
1670, perteneciente a la Galería Nacional de Londres. Entre los retratos de
cuerpo entero de personajes que pertenecen a la aristocracia sevillana han de
citarse por su calidad, los de Don Diego Esquivel del Museo de Denver, Don
Andrés de Andrada del Museo Metropolitano de Nueva York. Dos retratos
eclesiásticos realizados por Murillo se conservan en la actualidad: el de Don Justino de Neve que pertenece al
Conde de Shelburne en Calne y el del canónigo Juan Antonio Miranda de la colección de los Duques de Alba.
Retratos de media figura son el melancólico Caballero del Museo de San Luis, el trascendente y meditativo Nicolás Omazur del Museo del Prado y el
elegante y concentrado Josua van belle
de la Galería Nacional de Dublín, que a pesar de ser comerciante muestra una
presencia digna y aristocrática.
MATÍAS DE ARTEAGA
Nació este pintor en Villanueva de los infantes en 1633 (54) y murió en
Sevilla en 1703(55). Nada preciso se sabe sobre su formación, que según Ceán
(56) tuvo lugar en Sevilla al lado de Valdés Leal, dato que parece difícil de
mantener, puesto que su supuesto maestro no se instaló en Sevilla más que a
partir de 1656, el mismo año que obtuvo el título de maestro pintor, lo que indica
que su aprendizaje se realizó años antes. Su actividad artísticas se desarrolló
por lo tanto en Sevilla casi a lo largo de medio siglo, debiendo de tener un
amplio taller en el que realizó una amplia producción de la cual sólo una
mínima parte ha llegado hasta nuestros días.
Al tiempo que una intensa actividad laboral, Arteaga tuvo un papel
relevante en la actividad social de su época. Fue uno de los fundadores de la
Academia de Pintura Sevillana, en la que llegó a detentar los cargos de
secretario y cónsul. Fue también miembro de dos de las más importantes
hermandades sevillanas, la de la Santa caridad, en la que ingresó en 1664 y la
sacramental del Sagrario en la que fue recibido en 1666. Aparte de la pintura,
Arteaga tuvo una intensa actividad como grabador.
JUAN DE VALDÉS LEAL
Después de Murillo, Valdés Leal es sin duda la segunda gran figura de la
pintura barroca sevillana. Nació este artista en Sevilla en 1622, siendo hijo
de Fernando de Nisa y Antonia Valdés. Se ignora con quien pudo realizar su
aprendizaje, que hubo de tener lugar en los años anteriores y posteriores a
1640. Concluida su formación se instaló en Córdoba, donde contrajo matrimonio
en 1647. Allí inició su carrera artística, que fue interrumpida apenas
perfilada, puesto que en 1649 se ausentó de dicha ciudad, probablemente a causa
de una epidemia de peste. En 1650 aparece de nuevo viviendo en Sevilla, como
consecuencia quizá de la realización de una amplia serie pictórica para el
convento de Santa Clara de Carmona. Finalizada esta serie, Valdés Leal regresó
a Córdoba donde prosiguió trabajando, contratando en 1655 el amplio conjunto
pictórico del retablo de los Carmelitas Calzados. Sin embargo al año siguiente,
sin haber concluido las pinturas de dicho retablo, regresó definitivamente a
Sevilla.
A partir de 1656 y hasta la fecha de su muerte, Valdés Leal vivió
siempre, excepto breves ausencias, en su ciudad natal, desarrollando una
ingente labor artística que en muchas ocasiones sobrepasó los límites del
oficio de pintor. El mismo año de su llegada contrató la serie pictórica que
adorna sacristía del convento de San Jerónimo, que dará paso en 1659 a la
realización de otro amplio conjunto, integrado en el retablo de la iglesia de
San Benito de Calatrava. En 1660 aparece formando parte del grupo de pintores
que fundó en Sevilla la Academia de Pintura, en la que llegó a detentar el
cargo de diputado y finalmente el de presidente.
Según Palomino, en 1664 Valdés Leal estuvo en la Corte sin que se sepa
el motivo preciso. En este viaje sus contactos con otros pintores y su visita a
las colecciones palaciegas y nobiliarios hicieron reforzar sólidamente sus
conocimientos e ideas artísticas. Justamente a partir de este año se advierte
cómo Valdés Leal realizó en Sevilla una larga serie de labores
extra.pictóricas, como la de dorador de retablos o de rejas, para obtener
recursos económicos suficientes que le permitieran mantener a su familia, en
continuo aumento con el paso del tiempo.
En 1667 ingresó como hermano de la Santa Caridad en Sevilla, institución
para la cual trabajó largamente en los últimos años de su vida y en 1672 consta
la realización de un viaje a Córdoba, quizás para solucionar problemas
relacionados con la gran pintura que en este año realizó para el convento de
los Capuchinos de Cabra, y probablemente este mismo año o en todo caso el
anterior realizó las pinturas de las APostrimerías@ para el Hospital de la
Caridad de Sevilla, que le han dado fama universal.
A partir de 1680 la salud de Valdés Leal comenzó a resentirse, aunque
hubo de seguir ocupándose de trabajos que requerían notables esfuerzos físicos,
como fueron los trabajos decorativos realizados, siempre subido a altos
andamios, en las iglesias de los Venerables, del convento de San Clemente y del
Hospital de la Santa Caridad. Sin embargo en 1689 sus achaques le impidieron
seguir la realización de sus trabajos y hubo de ser sustituido en San Clemente
y los Venerables por su hijo Lucas. Poco tiempo después, en octubre de 1690, tuvo lugar su muerte,
siendo enterrado en la iglesia de San Andrés.
La personalidad humana de Valdés Leal ha sido excesivamente desfigurada
por la crítica de historia del Arte, convirtiéndole en una persona de carácter
irascible y orgulloso, enfrentándole históricamente con Murillo, a quien se
presentó como hombre bueno y humilde; este maniqueísmo crítico.literario no
puede seguir admitiéndose en nuestros días. Las únicas descripciones fiables
que nos hablan de Valdés Leal proceden de Palomino, quien señala que Afue de
mediana estatura, grueso pero bien hecho, redondo de semblante, ojos vivos y
color trigueño claro@, al tiempo que le describe como Aespléndido y generoso en
socorrer con documentos a cualquiera que solicitaba su corrección... al paso
que era altivo y sacudido con los presuntuosos y desvanecidos@. A través de los
documentos que se refieren a la existencia de Valdés, no se aprecian ni
conflictos ni enfrentamientos con sus contemporáneos, advirtiéndose por el
contrario que ocupó cargos públicos en la Academia de pintores y en la
Hermandad de San Lúcas, lo que le avala como persona abierta a las relaciones
sociales.
Por otra parte se ha forjado en torno a Valdés Leal la leyenda de ser
persona de carácter necrófilo, obsesionado por la muerte y por todo lo
repugnante y desagradable. Esta definición de Valdés es absolutamente falsa y
está basada en el gran impacto que históricamente han causado “Las
Postrimerías” de la iglesia del Hospital de la Caridad, cuya ideología no
pertenece al pintor sino a Miguel de Mañara, autor del programa iconográfico
que se contiene en dicho templo. Sin embargo la espectacularidad que conlleva
el tópico literario repetido por críticos de pluma fácil, pero de escasas ideas
artísticas, terminaron por llamarle ”el pestífico Valdés Leal” y “el pintor de
los muertos”. De esta manera todas las pinturas de tema mortuorio que a
millares se realizaron en el barroco por la geografía nacional le fueron
sistemáticamente atribuidas, acumulándose en su catálogo una interminable
sucesión de pinturas con cadáveres, calaveras, esqueletos o cabezas cortadas.
Sin embargo Valdés Leal no estuvo nunca obsesionado por la muerte, y si
algo agobió su pensamiento fue sin duda su preocupación por obtener los
suficientes recursos económicos para lograr el mantenimiento de su familia,
especialmente en los últimos años de su vida, en los que sus hijas fueron
alcanzando la mayoría de edad y hubo de acumular dinero para procurarles la
dote paterna que les permitía contraer matrimonio o ingresar en un convento.
Se ignora quién pudo ser el maestro con quien Valdés Leal realizó su
aprendizaje artístico y por lo tanto no puede señalarse que su primeras obras
reflejan formas marcadamente naturalistas, realizadas con dibujos firme y con
un colorido vigoroso pero poco sutil. Derivaciones procedentes de otros
maestros sevillanos como Juan de Uceda y Francisco Varela, Francisco Herrera el
Viejo e incluso de Zurbarán se aprecian en su estilo, así como un conocimiento
de estilo de Ribera en cuanto a la fuerza expresiva de sus personajes y la
utilización del claro oscuro. Lógicamente en sus primeras obras cordobesas se
advierten también efluvios procedentes del pintor Antonio del Castillo, en
cuyas obras se refleja a un espíritu sobrio en las actitudes físicas e intenso
en su expresividad anímica. Cuando a partir de 1656 Valdés Leal se reintegra a
Sevilla, su pintura adoptó de inmediato el lenguaje de las formas barrocas,
dinámicas y aparatosas, impuestas a partir de mediados del siglo XVII, sobre el
estatismo e inexpresividad que había oficializado el espíritu de la
contrarreforma.
En la introducción del lenguaje barroco en Sevilla tuvo un papel
fundamental Francisco Herrera el Joven, secundado inmediatamente por Murillo,
actitud a la que se sumó también Valdés Leal. De esta manera su dibujo se hace
más ligero, su pincelada suelta y restregada y su colorido más brillante y
traslúcido. Por otra parte, su estancia en Madrid en 1664 motivó sin duda un
positivo contacto con obras de escuela flamenca e italiana y la impronta de
Rubens, Van Dick, Ticiano y Tintoretto, entre otros muchos pintores, hubo de
incidir notablemente en sus ideas estéticas. También su relación con pintores
madrileños de su época como Francisco Rizzi y Claudio Coello, hábiles a la hora
de componer con brioso manejo del pincel y brillante cromatismo, determinaron
nuevas incorporaciones técnicas de su arte.
La influencia de todas estas vertientes pictóricas determinaron en
Valdés Leal una original personalidad artística, que le permitió acceder a un
puesto de honor entre los pintores de su época, siendo incluso por su
apasionamiento y fogosidad digno de ser llamado el más barroco de los pintores
españoles. El arrebato pictórico lleva a Valdés Leal a trabajar con una marcada
tendencia expresionista, que se refleja en la captación de posturas físicas tensas,
gestos crispados, caras hoscas y anyelantes que en ocasiones inciden en la
estética de lo feo.
Las primeras obras de Valdés Leal corresponden a su período cordobés, y
en ellas muestra un rudo naturalismo plasmado en figuras de potente
expresividad física y seria actitud moral. Empleando un colorido pastoso con
sobrios matices, aunque el mal estado de conservación de estas pinturas no
permite una valoración cromática excesivamente precisa. Obras como el apóstol San Andrés firmado y fechado en 1647,
que se conserva en la iglesia de San Francisco de Córdoba, y el Arrepentimiento de San Pedro, del que
se conocen dos versiones una en la iglesia de este Santo en Córdoba y otra en
la Academia de San Fernando de Madrid, testifican el vigoroso realismo que Valdés
Leal empleó en sus primeras realizaciones, en las que reminiscencias
zurbaranescas se vinculan a recursos derivados de Ribera.
Mayores empeños creativos se advierten en la primera gran empresa
pictórica acometida por Valdés Leal entre 1652 y 1653, para el convento de
santa Clara de Carmona. Estuvieron estas pinturas situadas en los muros
laterales del presbiterio de la iglesia de dicho convento, de donde fueron
desmontadas para ser vendidas en 1910. Actualmente cuatro de las pinturas
pertenecen a la colección March de Premio de Seavall en Palma de Mallorca y dos
al ayuntamiento de Sevilla. La primera composición de esta serie es El obispo de Asís entregando la Palma a
Santa Clara, episodio en que se rinde homenaje a la humildad de la Santa.
La escena está resuelta con una sencilla y simétrica disposición, en la que los
gestos y actitudes de los personajes tienden a una sobriedad expresiva,
descritos al igual que los aparecen en el resto de las pinturas con dibujo
firme y con una pincelada apretada, que produce efectos de color nítidos y
contundentes. Similar esquematismo compositivo se advierte en la Profesión de Santa Clara,
describiéndose en la pintura el momento en que San Francisco le corta los
cabellos como señal de su renuncia a la belleza física y a las galas mundanas.
Prosigue la serie con el Milagro de
Santa Inés, hermana de Santa Clara, que en contra de su familia también
había profesado también como franciscana, lo que movió a sus parientes a
raptarla. En la escena se describe el fracaso del rapto, puesto que el cuerpo
de Santa Inés adquirió milagrosamente, por intervención de Santa Clara, un
enorme peso que impidió que fuese arrestada.
Más conocidas que las anteriores pinturas son las restantes que
completan esta serie, La procesión de
Santa Clara con la Sagrada Forma, muestra un solemne y digno cortejo de
monjas que acuden a la puerta del Convento de San Damiano en Asís para hacer
frente a los sarracenos, que al servicio del emperador Federico II asediaban la
ciudad. Por ello la siguiente pintura es La
retirada de los sarracenos resuelta con un impulso arrollador que habla ya
del ímpetu barroco que caracteriza gran parte de la producción de Valdés Leal.
La serie de Carmona finaliza con La
muerte de Santa Clara, obra de menor efecto que las anteriores por su
estático y horizontal ritmo compositivo.
Después de concluir el conjunto pictórico de las franciscanas de
Carmona, Valdés Leal regresó a Córdoba en 1654, donde prosiguió su trayectoria
profesional hasta 1656. Durante esta época, Valdés Leal siguió utilizando
composiciones de carácter simétrico y equilibrio, tal y como se advierte en La Virgen de los Plateros del Museo de
Córdoba, donde sigue un ritmo triangular en el que se incluye la figura de la
Virgen, a cuyos pies aparecen las actitudes vigorosamente contrapuestas de San
Eloy y San Antonio con el Niño. Lamentablemente esta pintura esta pintura ha
sido en exceso restaurada en el siglo los personajes. De este período es
también La Inmaculada con dos apóstoles,
que se conserva en el Museo del Louvre de París, en la que el pintor insiste en
la inclusión de las figuras en un ritmo triangular, con figuras laterales
contrapuestas. En estos momentos hay que situar también El arcángel San Rafael y El arcángel San Miguel de la colección
Conde de Colomera de Córdoba. Ambas muestran actitudes físicas imbuidas de
belleza y elegancia que repite también en la Santa Bárbara del Museo Municipal de Rosario (Argentina). Un sobrio
retrato de Enrique de Vaca y Alfaro
completa las pinturas que hasta hora se conocen de este segundo período
cordobés de Valdés Leal.
En 1655 Valdés Leal contrató con Don Pedro Gómez de cárdenas, patrono de
la iglesia de los carmelitas de Córdoba, la ejecución de un amplio conjunto
pictórico destinado al retablo mayor de dicha iglesia. El análisis estilístico
de estas obras evidencia una clara evolución en Valdés Leal hacia formas más
dinámicas, en las cuales se define intensamente el espíritu del barroco. Por
otra parte hay que tener en cuenta que dos de las pinturas están firmadas en
1658, cuando el artista residía en Sevilla y había tomado contacto con el
renovador proceso pictórico desarrollado por estos años en la ciudad. El
retablo está presidido por una monumental pintura de composición aparatosa, que
representa La ascensión de Elías, en
la que el profeta aparece cruzando el espacio sobre un carro de fuego en
actitud apoteósica. En el banco del retablo aparecen por parejas Santa María Magdalena de Pazzis con Santa
Inés y Santa Apolonia con una santa carmelita, obras en las que el artista
rinde culto a la belleza y a la elegancia femenina en admirables testimonios
que sirven para refutar la leyenda que falsamente le ha consagrado como pintor
de lo macabro. Menos fortuna estética presentan las pinturas del ático del
retablo, donde aparecen La Virgen de los
carmelitas, en una composición simétrica que dispone a dos grupos
compensados de frailes y monjas de la orden flanqueando a la Virgen y San Acislo y Santa Victoria,
pésimamente conservados y desfigurados a través de torpes repintes. También en
mal estado se encuentran las dos representaciones de los arcángeles San Miguel y San Rafael.
Las restantes pinturas del retablo son por fortuna ejemplares de gran
calidad, y por otra parte están relativamente bien conservadas. Son las
magníficas cabezas cortadas de San Juan
Bautista, San Pablo, Elías y los profetas de Baal y Elías y el Ángel,
estando estas dos últimas pinturas ya fechadas en 1658, cuando el pintor
residía ya definitivamente en Sevilla.
El traslado de Valdés Leal de Córdoba a Sevilla pudo estar motivado por
la contratación de una amplia serie pictórica, destinada al ornato de la
sacristía del convento de San Jerónimo de esta ciudad. La iconografía de las
pinturas presenta un doble contenido, puesto que una parte de la misma narra
episodios de la vida del Santo y otra representa a los principales religiosos
de esta orden, algunos de los cuales habían estado vinculados a la historia del
propio convento.
El primer episodio de la serie es el Bautismo de San Jerónimo, obra que presenta una composición
escasamente afortunada, quizá por estar condiciona por un grabado, aunque el
brillante colorido y la aplicación de una pincelada suelta y restregada,
compensa la distorsionada interrelación de los protagonistas de la escena.
Prosigue la serie con las Tentaciones de
San Jerónimo, obra por el contrario admirablemente resuelta, en la que
Valdés acierta a plasmar una espectacular alternancia entre la actitud
provocativa de las mujeres tentadoras y la vigorosa energía moral del Santo
rechazándolas. El mismo sentido espectacular tienen La flagelación de San Jerónimo, en la que Valdés describe el
violento castigo que los ángeles le infringen por haber leído textos de
Cicerón. La intensidad dramática de esta escena se intensifica con la
aplicación de un vibrante cromatismo con matices perfectamente conseguidos. Se
conservan estas tres pinturas en el Museo de bellas Artes de Sevilla.
Otras dos escenas de la vida de San Jerónimo que proceden de esta
sacristía están fuera de España. Así la representación de San Jerónimo discutiendo con los rabinos, que pertenece a la
colección Kremer en Dortmund, es obra en la que Valdés acierta a crear un
magnífico repertorio de actitudes tensas y concentradas en el conjunto de
participantes en la controversia. También fuera de España debe encontrarse, si
no se ha destruido, La muerte de San
Jerónimo, cuyo rastro se perdió en 1810.
Aparte de las pinturas de la vida de San Jerónimo, en la sacristía de
este convento figuraba una serie de santos frailes de la Orden, captados de
cuerpo entero. La mayor parte de estos retratos se encuentran en el Museo de
Bellas Artes de Sevilla, estando dos de ellos en el Museo del Prado y en otros
en los museos de Grenoble, Le Mans, Dresde y Barnard Castle. Lógicamente el
orden de los retratos está de acuerdo con la importancia jerárquica y por ello
habrá que empezar con San Jerónimo
que aparece como cardenal, en actitud solemne, en el momento de recibir
inspiración divina para escribir uno de los textos sagrados. A continuación
habría de figurar Santa Paula,
efigiada como fundadora y Santa
Eustoquio, que lleva palma coronada como símbolo de su virtud virginal.
Seguían otros retratos de frailes jerónimos según su trascendencia y antigüedad
dentro de la Orden, como fueron Fray
Pedro Fernández Pecha, primer prior
de la Orden, Fray Fernando Yáñez de
Figueroa, segundo prior y fundador del Monasterio de Guadalupe; los
restantes personajes de la serie seguirían un orden incierto en su colocación
en la sacristía: Fray Pedro de
Cabañuelas aparece efigiado en el milagroso episodio de la misa que disipó
sus dudas sobre la transubstanciación del cuerpo de Cristo, Fray Alonso Fernández Pecha aparece
leyendo un texto sagrado en el interior de una estancia conventual, Fray Alonso de Ocaña figura vestido de
acólito y Fray Diego de Jerez lleva
palma con tres coronas como atributo de su castidad. A Fray Juan de Ledesma se le representa luchando con una gigante
serpiente, y finalmente el más moderno históricamente de todos los retratados, Fray Hernando de Talavera, que llegó a
ser obispo de Granada, aparece revestido con muceta arzobispal sobre sus
hábitos de jerónimo.
Al tiempo que la serie de la sacristía de los jerónimos, Valdés Leal
realizó entre 1657 y 1659 un grupo de importantes pinturas en las que se
advierte su definitiva oscilación hacia el vibrante lenguaje de la pintura
barroca. Ejemplo fundamental de esta clara evolución son Los Desposorios de la Virgen y San José de la Catedral de Sevilla,
pintura firmada y fechada en 1657, en cuya audaz composición se contrapone el
estatismo de la ceremonia matrimonial con la inquieta y agitada movilidad de
los asistentes. En el mismo año está fechado también el retrato del padre
mercedario Alonso de Sotomayor y Caro,
obra importante para conocer las magníficas dotes de Valdés Leal como
retratista, aunque la pintura está en nuestros días excesivamente restaurada.
En torno a estas fechas, que oscilan de 1657 a 1659, hay que situar también la
representación de Santa María Magdalena,
San Lázaro y Santa María de la Catedral de Sevilla, en la que Valdés hace
gala de un excepcional dominio del dibujo, con el que capta un repertorio de
actitudes imbuidas de un profundo dramatismo. Igualmente dramática es la
representación del Sacrificio de Isaac
que conserva en la colección March de Palma de Mallorca, en la que acierta a
contraponer admirablemente el dolor espiritual de Abraham, al tener que
sacrificar a su hijo por mandato divino, y la tensión angustiosa que refleja el
cuerpo de Isaac en el instante previo a su holocausto. Otras obras
fundamentales hay que situar en este período, siendo la primera que
mencionaremos La Virgen con San Juan
Evangelista y las tres Marías comino del Calvario del Museo de Sevilla, en
la que Valdés describe el patético sentimiento colectivo del grupo de
personajes que acuden al encuentro de Cristo. El patetismo se reitera en La Piedad del Museo Metropolitano de
New York y en El Descendimiento de la
Cruz de colección particular de Barcelona. Finalmente hay que citar en este
momento La liberación de San Pedro de
la Catedral de Sevilla, donde el recurso barroco de procurar efectos
contrastados logra en esta obra resultados espectaculares, puesto que a la
impetuosa y deslumbrante figura del ángel liberador Valdés contrapone la
incertidumbre y la duda en la descripción del anciano apóstol.
Entre noviembre de 1659 y octubre de 1660 Valdés Leal realizó las
pinturas que se integraban en los retablos laterales y el central de la iglesia
de San Benito de Calatrava de Sevilla, actualmente, conservadas en la iglesia
de la Magdalena de Sevilla, obras que poseen singular importancia dentro de la
producción del artista. En el retablo colateral izquierdo figura la monumental
y dramática representación de El
Calvario, en la que Valdés ha sabido plasmar un ambiente patético y
doloroso en torno a la dramática figura de Cristo en la Cruz. En el colateral
derecho aparecía La Inmaculada, cuya
armoniosa expresividad y transparente cromatismo contrasta con la tensión
física y espiritual, y el profundo tenebrismo que envuelve a los personajes en
escena de la Crucifixión.
Las pinturas que se disponían en el retablo principal son de reducido
tamaño y se articulaban en dos cuerpos de altura más un remate. En el primer
cuerpo figuraba San Juan Bautista, San
Andrés, san Sebastián y Santa Catalina, más una representación de la Virgen con San Benito y San Bernardo
que se ha perdido. Algunas de estas figuras muestran elegantes tratamientos
anatómicos, perfectamente resueltos, que reflejan el alto sentido de la
elegancia corporal que Valdés Leal fue capaz de plasmar. En el segundo cuerpo
estaban situados San Antonio de Padua,
San Miguel Arcángel y san Antonio Abad, mientras que en el ático aparecía
un Padre Eterno que no se conserva.
Una de las series más importantes que Valdés Leal realizó en su carrera
pictórica fue la dedicada a narrar la vida de San Ignacio de Loyola, ejecutada
para el patio de la Casa Profesa de la Compañía de Jesús en Sevilla, y que
actualmente se conserva en su mayor parte en el Museo de bellas Artes de esta ciudad.
Una de estas pinturas aparece fechada en 1660, lo que permite situar la
ejecución de la serie entre este año y 1664 aproximadamente. Este conjunto pictórico ha llegado hasta nuestros días en
mal estado de conservación y por otra parte, víctima de pésimos y aparatosos
repintes que desfiguran la mayor parte de las obras. Por otra parte se advierte
que debió ser parte de una serie contratada por Valdés Leal por poco precio, al
ser costeada por limosnas de devotos, lo que incide en la ejecución, un tanto
descuidada, de algunas pinturas. La primera de estas pinturas conservadas narra
La aparición de San Pedro a San Ignacio
en Pamplona, hecho milagroso que supuso la curación del futuro fundador de
los jesuitas, que como consecuencia de las heridas que había recibido en la
batalla de Pamplona, estaba a punto de morir. Continúa la serie con La aparición de la Virgen con el Niño en
Pamplona, en la que recibió el don de la castidad para poder vencer las
tentaciones que iba sufriendo a medida que su cuerpo recuperaba la salud. La
vida del santo prosigue con el episodio que representa a San Ignacio haciendo penitencia en la cueva de Manresa, obra en la
que ha aparecido la firma del artista y la fecha de 1660. En ella, tanto la
actitud del Santo en penitencia como el fondo que describe la cueva y un
paisaje de fondo están captados con gran calidad técnica. Gran teatralidad, por
los condicionamientos de su iconografía, presentan los episodios que narran El trance de San Ignacio en Manresa, San
Ignacio convirtiendo a un pecador y San Ignacio curando a un poseso, cuyas
composiciones son pródigas en gestos y actitudes espectaculares. Una de las
mejores pinturas de la serie es La
aparición de Cristo a San Ignacio camino de Roma, en cuya composición
armonizan perfectamente las actitudes de las dos figuras protagonistas, tanto
en sus presencias físicas como en su manifestación emocional. También la
emotividad colectiva es nota dominante en la escena que representa a San Ignacio recibiendo la bula de fundación
del Papa Paulo III. Menos calidad técnica se advierte en las dos últimas
pinturas de la serie San Ignacio y San
Francisco de Borja contemplando una alegoría de la eucaristía y San Ignacio
contemplando el monograma de la compañía de Jesús, las cuales por otra
parte se encuentran deformadas por pésimas restauraciones.
En los años que oscilan de 1660 a 1664 Valdés Leal realizó una copiosa
producción en las que están plasmadas definitivamente las características de su
estilo. Su dibujo se traduce en una mayor armonía expresiva, y su colorido se
hace más brillante y cuidado en matices. A esta época corresponden magníficas
creaciones pictóricas como son la Alegoría
de la vanidad del Wadsworth Atheneum de Hartford y la Alegoría de la Salvación del Museo de York. En términos generales
la iconografía de estas pinturas, realizadas para formar pareja, alude a la
vanidad de los placeres y riquezas, cuyo disfrute truncan los seres humanos
durante su existencia y se pierde enseguida por la breve duración de la
existencia y la rápida llegada de la muerte. Ante esta situación límite e
irremediable sólo la oración, la penitencia y la castidad podrán proporcionar
el alcance de la salvación. Son estos principios morales pertenecientes
claramente al pensamiento barroco, vigente en estos momentos y que años más
tarde Miguel Mañara recreará a través del pincel de Valdés Leal en los
jeroglíficos de las Postrimerías del hospital de la caridad.
En 1661 está firmada y fechada la excepcional Inmaculada Concepción con dos donantes que pertenece a la Galería
Nacional de Londres, en la que además de una inspirada versión de la
Inmaculada, Valdés realizó los dos mejores retratos que de su mano han llegado
hasta nuestros días. Por otra parte esta pintura, magníficamente conservada,
está realizada con un armonioso y brillante cromatismo.
En el Museo de Arte de la Universidad de Michigan se conserva una Anunciación fechada y firmada por
Valdés Leal en 1661, cuya audaz composición y contrastada luminosidad la
convierten en una pintura prototípica del entusiasmo barroco del artista, que
le permite conjugar libre y armoniosamente énfasis e impulso en la figura del
ángel, y recato e intimidad en la presencia de la Virgen. Fechada también en
1661 se encuentra la representación del Camino
del Calvario que pertenece a la Hispanic Society de Nueva York, obra de
potente efecto dramático merced a la monumentalidad de la figura de Cristo,
captada en primer plano en el cual se alterna la manifestación de su
padecimiento físico y la serena aceptación del suplicio. Otras obras de 1661
son las dos versiones de la Imposición
de la casulla a San Ildefonso que se encuentran respectivamente en la
colección March de Predio Seavall y en la Catedral de Sevilla. La primera
ocupar el ático del retablo de la Capilla de San Francisco de la catedral
sevillana, pero la acentuada tensión dramática y espiritual que domina en la
escena, debió motivar el rechazo de la pintura por parte del cabildo y su
sustitución por otra versión mas serena y amable del tema, realizada por el
propio Valdés, que fue finalmente aceptada.
También para la Catedral de Sevilla Valdés Leal realizó en 1663 una
magnífica representación de San Lorenzo
situada en el ático del retablo de la capilla de Santiago. La composición está
presidida por la monumental figura del santo, arrodillado en primer plano y
levantando los ojos hacia el cielo en actitud oferente de su holocausto. En
torno a este mismo año puede situarse la ejecución de la Magdalena que se conserva en la colección de Doña Esperanza de
Borbón en Villamanrique de la Condesa. Es ésta una de las representaciones
femeninas más atractivas de las realizadas por Valdés Leal merced a la
elegancia de su atavío y la intensa movilidad de su figura.
Entre 1665 y 1669 puede situarse la ejecución de dos interesantes
pinturas de Valdés Leal. La primera de ellas es la representación de San Antonio de Padua con el Niño, que
se conserva en colección particular de Madrid, del Santo con el Niño en unos
términos que traducen una intensa vehemencia espiritual, muy lejana a la amabilidad
y dulzura captada por Murillo en sus versiones que se conserva en la Galería
Nacional de Washingthon, otras de las grandiosas y solemnes composiciones
presididas por la figura ascendente de María, al ser impulsada por un grupo de
ángeles que adoptan posturas impetuosas y esforzadas.
La década que señala los años de 1670 en adelante se inaugura dentro de
la producción de Valdés Leal con dos excepcionales representaciones, La Inmaculada Concepción y La Asunción de la Virgen procedentes
ambas de la iglesia del convento de San Agustín de Sevilla y conservada en el
Museo de Bellas Artes de esta ciudad. La
Inmaculada Concepción es probablemente la más espectacular y aparatosa de
cuantas versiones de este tema se pintaron en el barroco sevillano, y la Asunción de la Virgen está descrita
también con ritmo trepidante que envuelve a la propia figura de la Virgen y a
la convulsa aureola de ángeles que la transportan hacia lo alto.
Entre 1671 y 1672 Valdés Leal realizó los Jeroglíficos de las Postrimerías del Hospital de la Caridad de Sevilla, obras
que han servido para fundamentar su leyenda de pintor de la muerte. Sin embargo
estas dos obras no son más que la plasmación pictórica del pensamiento de Don
Miguel de Mañara, Hermano Mayor de la Santa Caridad, quien encargó a Valdés su
realización dentro de un programa iconográfico que en resumen proclama que para
conseguir la salvación eterna es precisa la práctica de las obras de
misericordia, en suma el ejercicio de la caridad; este programa se inicia con
una profunda reflexión sobre la brevedad de la vida y el triunfo de la muerte
que arrebata al hombre todas sus riquezas y placeres. Este es el sentido de la
pintura denominada In ictu oculi,
inscripción latina que figura en el lienzo y que señala cómo en un abrir y
cerrar de ojos, la muerte llega de súbito, extinguiendo en un instante la vida
humana, privando al hombre de su poder, su riqueza o su sabiduría. La segunda
pintura prosigue el discurso de la anterior y describe con el título de Fines Gloriae Mundi el pavoroso
espectáculo de la muerte, al plasmar de forma directa la presencia en una
cripta de varios cadáveres descompuestos y corroídos por repugnantes insectos;
estos cadáveres que pertenecen a un obispo y a un caballero de Calatrava,
probablemente el propio Mañara, esperan el momento del juicio, aludido en la
parte superior de la pintura en la presencia de la mano de Cristo que sostiene
una balanza. En platos de esta balanza aparecen respectivamente símbolos de los
pecados y de las virtudes, acompañados de las leyendas Ni más y Ni menos, en clara alusión a que ni más pecados son
necesarios para la condenación ni menos virtudes son necesarias para la
salvación. Ante esta disyuntiva será el libre albedrío humano quien inclinará
la balanza para conseguir el acceso del alma al cielo o al infierno.
Esta primera parte del programa iconográfico de Mañara, traducida
genialmente por el pincel de Valdés Leal, se completa con las pinturas de
Murillo que narran las obras de misericordia, y que por lo tanto aludían a la consecución
de la salvación eterna a través de la práctica de la caridad. Aunque realizada
años después, en 1684, es necesario mencionar ahora la pintura de Valdés Leal, La exaltación de la Cruz, realizada
para el coro de esta iglesia de la Caridad, con la que se pone punto final al
programa icnográfico de Mañara, aludiendo a la frase evangélica de que ningún
rico podrá entrar en el reino de los cielos. Esta alusión se plasma de forma
alegórica en esta pintura, al narrar el momento en que el emperador Heraclio,
una vez que había rescatado del persa Cosroes la Cruz de Cristo, que éste había
robado, se presenta ante la muralla de Jerusalén dispuesto a entrar con ella en
la ciudad. En aquel instante se produjeron derrumbamientos que impidieron el
paso al cortejo, y al mismo tiempo apareció en ángel que recordó al emperador
que Cristo había entrado por aquella misma puerta con humildad y sin pompa
alguna, y que ni él ni su séquito podían acceder a ella revestidos de sus galas
imperiales; el emperador comprendió el mensaje divino y se despojó de sus
atavíos reales, entrando después normalmente en la ciudad. Al ser Jerusalén
ciudad alegórica del reino de los cielos, la pintura alude claramente a que los
ricos habrán de emplear bien su fortuna, ejecutando la caridad, si quieren
acceder a la gloria eterna.
Como ejemplo de santidad conseguidos a través de la práctica de las
obras de misericordia, Valdés Leal fue requerido para pintar al temple en la
parte alta de los muros de la iglesia las figuras de cuatro santos distinguidos
por su caridad hacia los pobres, San
Martín de Tours, San Juan Limosnero, Santo Tomás de Villanueva y San Julián.
La intervención de Valdés Leal en la iglesia de la Caridad se completó con las
pintruas también al temple de los Cuatro Evangelistas en las pechinas de la
cúpula, y de ocho ángeles con atributos de la Pasión en los segmentos de dicha
cúpula.
En la iglesia del antiguo convento de los Capuchinos de Cabra figura, en
el centro de su retablo mayor, una monumental representación de la Visión de San Francisco en la Porciúncula,
obra en la que recientemente se ha identificado la firma y la fecha de Valdés
Leal en 1672. Es pintura de alta calidad técnica, en la que el artista
configura una escena imbuida de una potente y dramática espiritualidad
complementada iconográficamente con las presencias de San José y de San Antonio
de Padua con el Niño. En 1673 está firmada y fechada La Visitación que pertenece a la Galería Heim de París, en la que
la descripción del abrazo entre la dos mujeres se realiza a través de una
potente manifestación de efusividad espiritual que se traduce en la tensión de
sus actitudes físicas.
Aunque disperso en varias colecciones europeas y americanas, se conserva
en nuestros días el conjunto pictórico que Valdés Leal realizó en 1673 para el
retablo que le encargó el arzobispo de Sevilla, Don Antonio de Spínola para el
oratorio bajo del Palacio Arzobispal. Este conjunto se componía de siete
pinturas que describían sucesivos episodios de la vida de San Ambrosio,
oscilantes desde su niñez hasta su muerte, y que narran: El milagro de las abejas, San Ambrosio nombrado gobernador de Milán,
San Ambrosio consagrado obispo de Milán, San Ambrosio convirtiendo y bautizando
a San Agustín, San Ambrosio negando al emperador Teodosio la entrada al templo,
San Ambrosio absolviendo al emperador Teodosio y San Ambrosio recibiendo su
última comunión. Son obras todas de pequeño formato, pero realizadas con
una técnica fogosa y vibrante, reflejo de la plenitud artística de Valdés Leal.
Entre 1673 y 1674 Valdés debió de realizar la aparatosa representación
de San Fernando que pertenece a la
Catedral de Jaén. En ella la figura del Santo está tratada de forma apoteósica
y triunfante, en clara alegoría de su triunfo sobre los musulmanes en la
conquista de Jaén.
Muy poco conocida pese a su importancia, es la serie de ocho pinturas
sobre la vida de San Ignacio de Loyola que se conservan en la iglesia de San
Pedro de Lima. Sólo seis de estas pinturas se habían considerado como de Valdés
Leal, a las que hemos añadido otras dos después de contemplada la serie en su
lugar de origen. La factura es totalmente autógrafa, habiendo de rechazarse la
teoría de la intervención mayoritaria de taller que anteriormente se había
emitido y que estaría condicionada por le precario estado de conservación de
las otras y su general oscurecimiento. No se conoce ninguna referencia
documental que permita documentar con precisión la serie, pero su factura
suelta y deshecha corresponde al estilo de Valdés en torno a 1675. Las primeras
representaciones de esta serie son: La
aparición de la Virgen a San Ignacio en el Hospital de Manresa y La prisión de
San Ignacio en el hospital de Manresa y La prisión de San Ignacio de Alcalá,
siendo las dos últimas obras citadas inéditas dentro de la producción de
Valdés, puesto que hasta ahora no se habían identificado. Prosigue la serie con
La aparición de Cristo a San Ignacio
camino de Roma, San Ignacio recibiendo en la compañía de Jesús a San Francisco
Javier, San Ignacio despidiendo a San Francisco Javier, San Ignacio recibiendo
del Papa Paulo IV la aprobación de las constituciones y La muerte de San
Ignacio.
En la última década de su existencia Valdés Leal se ocupó
fundamentalmente en la realización de grandes ciclos decorativos en diferentes
edificios religiosos de la ciudad como el Hospital de la Caridad, la iglesia
del Monasterio de San Clemente y la iglesia del Hospital de los Venerables. En
la iglesia de la Caridad ya se ha mencionado la intervención de Valdés,
anticipándose la mención de las pinturas correspondientes a esta época, en
función de describir el conjunto del programa iconográfico. Sin embargo puede
citarse aquí el Retrato de Don Miguel de
Mañara, cuya terminación se fecha en 1681. Este retrato fue encargado a
Valdés Leal por la Hermandad de la Santa Caridad para guardar perpetua memoria
de quien había sido fundador del Hospital. En él aparece en actitud de presidir
el Cabildo de la Hermandad, dirigiéndose a los asistentes con gesto vivo y
directo, en actitud de explicar un pasaje de la regla de dicha institución.
En 1682 está firmada la Inmaculada
del Museo Meadows de Dallas, obra que contiene una compleja iconografía
mariana, y al año siguiente concluyó probablemente el San Fernando entrando en Sevilla, obra que está situada sobre la
reja del coro de la iglesia del convento de San Clemente, ejecutada
directamente sobre el muro con temple y óleo.
La última pintura sobre lienzo fechada por Valdés Leal es la
representación de Cristo disputando con
los doctores en el templo, realizada en 1686 y perteneciente al Museo del
Prado. Es obra de excelente técnica, en la que se evidencia cómo Valdés, a
pesar del progresivo deterioro de su salud, siguió conservando íntegras sus
facultades técnicas.
La intervención de Valdés Leal en la decoración de la iglesia de los
Venerables de Sevilla pone punto y final a su labor artística. En esta tarea le
ayudó su hijo Lucas, quien progresivamente le fue sustituyendo hasta el
finalmente después de su muerte, concluir la obra. La intervención más importante
y personal de Valdés se localiza en la bóveda del presbiterio, donde despliega
una iconografía sugerida quizás por Don Justino de Neve. La interpretación de
la iconografía de esta bóveda no había sido bien realizada hasta ahora, ya que
en nuestra opinión, en ella se representa a San Pedro y San Clemente venerando a Cristo. Ambos papas
personifican el más alto nivel del sacerdocio y al mismo tiempo realizan la más
importante misión litúrgica que es rendir culto al cuerpo de Cristo. También se
advierte la intervención de Valdés Leal en la media naranja que antecede al
presbiterio, en cuyos segmentos aparecen medallones fingidos donde se
representan obispos, arzobispos y mártires que pertenecen a los orígenes de la
iglesia cristiana española, y que son San
Laureano, San Flaviano, San Carpóforo, San Flugencio, San Cecilio, San
Idelfonso y San Pío.
También se advierte la intervención directa de Valdés Leal en las
pechinas de la media naranja y en los medios puntos de los muros laterales,
donde aparecen ángeles que llevan objetos litúrgicos relacionados con la
celebración de la Santa Misa. En estas representaciones de ángeles puede
advertirse que el dibujo está realizado por Valdés Leal, mientras que el
colorido de tonos fuertes y crudos debió de ser aplicado por su hijo Lucas. La
labor de Valdés en los Venerables se concluye y completa con la ejecución del
techo de la sacristía de la iglesia, donde creó un atrevido efecto de
perspectiva en que representó El triunfo
de la Santa Cruz, obra en la que con maestría de dibujo describió a cuatro
ángeles mancebos revoloteando aparatosamente en el espacio y sosteniendo entre
sus brazos una gran Cruz de madera. Igualmente se advierte en esta obra que
gran parte del color debió de ser aplicado por su hijo Lucas, a cuyo estilo
pertenecen también los tres pequeños ángeles que en el lateral derecho
sostienen atributos del martirio y una tiara papal, como símbolo de los
pontífices que en el comienzo del cristianismo dieron su vida en defensa de la
fe cristiana.
SIGLO
XVIII
En la crítica tradicional sobre la historia del arte sevillano se venía
afirmando que después de la muerte de Murillo había desaparecido también la
escuela pictórica sevillana, a la que dan como inexistente en el siglo XVIII,
para hacerla resucitar en el XIX con el advenimiento del romanticismo.
Ciertamente, en Sevilla no volvió a nacer un genio con el talento de Murillo en
el siglo XVIII, pero no por ello en la ciudad dejó de producirse la actividad pictórica, que con
distintos altibajos mantuvo un nivel de calidad ajustado a las exigencias de
esta época y a sus circunstancias económicas, que no fueron muy boyantes. Pese
a ello, Sevilla siguió dando buenos pintores en el siglo XVIII, entre los que
destacan algunos cuya calidad les permite compararse con toda dignidad a otros
artistas pertenecientes a escuelas pictóricas de cierto relieve, como la
valenciana o la madrileña.
La perspectiva que se posee del conocimiento de la pintura sevillana del
siglo XVIII nos permite, de manera provisional, efectuar una división en dos
apartados fundamentales, que coinciden con las dos mitades en que puede
dividirse la centuria. Una primera mitad en la que imperó la tradición de
Murillo, que sólo algunos artistas atemperaron, asimilando tendencias
procedentes de los pintores franceses e italianos que trabajaron en la Corte
durante su permanencia en Sevilla entre 1729 y 1734. Y una segunda mitad en la
que se sucedieron cronológicamente el espíritu pictórico rococó y el
neoclásico, al tiempo también que se proseguía el culto a la copia del estilo
de Murillo, que de esta manera perduró en el gusto local a lo largo del siglo,
prolongándose hasta el XIX.
Primera Mitad
Durante los primeros veinticinco años del siglo XVIII se advierte en
Sevilla la pervivencia en los círculos pictóricos de la impronta murillesca,
característica que hay que considerar como lógica, ya que la mayoría de sus
discípulos vivieron su madurez durante estos años, a lo largo de los cuales
fueron muriendo. Estos pintores nunca rebasaron el talento del maestro,
limitándose a repetir sus moldes y esquemas de forma rutinaria y amanerada,
llegándose en algunos casos a la degradación promovida por el abuso en la copia
e imitación. Por ello el panorama artístico en estos años fue escasamente
renovador y pobre en realización de empresas pictóricas, aspectos motivados por
la precaria situación económica vivida por la ciudad. En estas circunstancias
sólo subsistieron decorosamente los pintores más relevantes, mientras que los
de menor categoría, faltos de clientela, hubieron de conocer momentos de
marcada penuria.
LUCAS VALDÉS
La actividad pictórica sevillana en las dos primeras décadas del siglo
XVIII estuvo dominada por Lucas Valdés, que por otra parte fue uno de los pocos
artistas que actuó fuera de la corriente de imitación murillesca. Nació este
pintor en Sevilla en 1661, siendo hijo de Juan de Valdés Leal, del cual
desgraciadamente no heredó su talento artístico, enérgico y aparatoso. Su
aprendizaje pictórico se realizó en el seno del taller paterno, completando su
formación con estudios humanísticos, al tiempo que adquirió conocimientos
científicos de notorio nivel. Lucas Valdés fue ciertamente precoz, pues desde
niño se ejercitó en la práctica de la pintura y el grabado, conociéndose
láminas suyas firmadas a los once años de edad.
En 1681, a los veinte años de edad contrajo matrimonio y aproximadamente
desde esta fecha adquirió un papel preponderante dentro del activo taller de su
padre, quien progresivamente le fue otorgando mayor relevancia en su dirección,
sobre todo a partir de 1685, fecha en la que la salud del viejo Valdés se fue
deteriorando. A la muerte de su padre en 1690 heredó el taller, conviertiéndose
en uno de los principales pintores sevillanos, realizando sin interrupción
importantes trabajos pictóricos hasta su marcha de Sevilla en 1719 para
instalarse en Cádiz, donde ejerció como profesor de matemáticas en el Colegio
Naval de esta ciudad. En Cádiz permaneció hasta la fecha de su muerte en 1725.
A pesar de que Lucas Vadés tuvo en su padre un excepcional maestro, su
arte no alcanzó niveles más que discretos. Su dibujo es blanco e inexpresivo,
con el que configuró personajes carentes de vitalidad física y anímica. Su
sentido del color es aún inferior al del dibujo, mostrando tonos convencionales
en los que ahorra matices y transparencias, como consecuencia de una ejecución
rápida y descuidada. Su arte, por otra parte, apenas evolucionó en busca de
soluciones nuevas, permaneciendo estático con el paso del tiempo. Quizás la
mayor virtud pictórica de Lucas de Valdés es su facilidad para concibir grandes
y aparatosos escenarios arquitectónicos en perspectiva, aprovechando sus
conocimientos en esta ciencia, que le permitió realizar los conjuntos
decorativos más atractivos de su época, cubriendo uno de los capítulos más
importantes de la historia de la pintura mural sevillana de todos los tiempos.
La difusión por Europa de distintos teóricos de perspectivas, y el
progresivo gusto por la creación de espectaculares escenografías barrocas,
difundido desde las últimas décadas del siglo XVII, contribuyeron en Sevilla al
desarrollo de la pintura mural, que se realizó siempre al temple y no al fresco
como reiteradamente se viene señalando al juzgar este tipo de trabajos.
Examinada en conjunto la dedicación artística de Lucas Valdés, se
advierte que en ella destaca de forma preponderante su dedicación a la pintura
mural, actividad que le llevó a decorar importantes monumentos sevillanos en su
época. A lo largo del siglo XVII había disminuido en Sevilla la práctica de la
pintura decorativa mural que tanto arraigo había tenido en el pasado,
especialmente en el último cuarto del siglo XVI. Fue Juan Valdés Leal quien en
la década que oscila entre 1680 y 1690 contrató la decoración de tres
importantes edificios: la iglesia del Hospital de la Caridad, la iglesia de los
Venerables. Los dos últimos trabajos quedaron sin concluir a la muerte del
artista y fue su hijo Lucas quien los llevó a término. Posteriormente Lucas
Valdés, con la experiencia adquirida en esta especialidad artística, contrató
la decoración de la Capilla de San Laureano de la Catedral de Sevilla, de la
que no ha quedado testimonio alguno, al igual que han desaparecido su labores
decorativas en la iglesia del Convento de San Diego y en el claustro y la escalera
principal del Convento de los Trinitarios. Por fortuna se ha conservado el
conjunto pictórico que decora los muros y bóvedas de la iglesia del Convento de
San Pablo, actual parroquia de la Magdalena, la cúpula de la iglesia jesuítica
de San Luis.
El inicio de la actividad de Lucas Valdés como pintor de escenografías
murales tuvo lugar en torno a 1685, cuando la decadente salud de su padre le
lleva a sucederle en las labores que este desarrollaba en la iglesia de los
Venerables. El estilo de estas pinturas evidencia que la bóveda del presbiterio
y la cúpula están pintadas por Valdés Leal, al igual que la mayor parte del
techo de la sacristía. Sin embargo las pinturas de los muros de la nave y su
bóveda corresponden por completo a Lucas Valdés. Por su estilo parecen están
realizadas en los primeros años del siglo XVIII, presentando en general
potentes tonalidades, en las que predominan rojos y azules para facilitar su
visión. En los muros y representados a la manera de tapices fingidos, aparece
una sucesión de episodios que exaltan el ministerio sacerdotal, y sobre todo la
supremacía del poder espiritual sobre el temporal. Las escenas descritas en el
muro izquierdo de la iglesia son las siguientes: El Concilio de Nicea, El Papa San León deteniendo a Atila y Federico
Barbarroja presentando obediencia al Papa Alejandro III. En el muro derecho
figuran: San Martín invitada a la mesa del Emperador, Carlos II
ofreciendo su carro a un sacerdote que llevaba el viático, y San Ambrosio
prohibiendo la entrada en el templo al emperador Teodosio. En estas seis
representaciones el artista recrea escenas efectistas, donde se mueven multitud
de personajes, no siempre bien resueltos en su disposición espacial y en la
interrelación de sus gestos y actitudes.
En las bóvedas de la nave de la iglesia aparecen cuatro medallones con
representación de ángeles volanderos captados en audaces escorzos: los ángeles
llevan instrumentos musicales, banderas y estandartes de la monarquía española.
No faltan trucos efectistas que intentan engañar al ojo del espectador, ni
alardes de perspectiva que indican el dominio de esta ciencia por parte del
artista.
En las pilastras que marcan los tramos de la nave, el artista ha
colocado en la parte superior medallones en los que figuran Apóstoles,
identificables cada uno de ellos por un rótulo, y en la parte inferior jarrones
de flores de gran variedad de diseño, tanto en los recipientes como en la
disposición de los ramilletes que los adornan. Como complemento de esta labor
decorativa de carácter mural, Lucas Valdés pintó el pórtico de la iglesia dos
representaciones alusivas a la condición de asilo para sacerdotes que tenía el
hospital anejo. Se encuentran prácticamente perdidas en nuestros días, y lo
poco que subsiste está totalmente desfigurado por antiguas y pésimas
restauraciones. Representaban estas escenas: El recibimiento de un sacerdote en el Hospital y La asistencia de un
sacerdote en la enfermería.
También pertenecientes a la intervención de Lucas Valdés en los
Venerables, aunque ya no son pinturas de carácter mural sino sobre tela,
señalaremos en primer lugar el monumental lienzo que preside el retablo de la
iglesia, y que representa la Sagrada
Cena, obra que muestra con toda claridad su estilo, y que por reflejar una
composición arcaica y una iluminación tenebrista, ha desconcertado hasta ahora
a cuantos han enjuiciado esta pintura, habiendo quien la ha señalado incluso
como ajena a la escuela sevillana. Es sin embargo obra clara del artista, lo
que por otra parte ratifica el inventario del Hospital de los Venerables
realizado en 1701, cuando Lucas Valdés aún vivía, y la obra hacía pocos años
que había sido concluida. En dicho inventario se señala claramente a este artista como autor de esta pintura.
Igualmente se señala en el inventario de 1701 como obra de Lucas Valdés La Apoteosis de San Fernando, pintura
que puede considerarse como la mejor composición conocida de este artista. Su
composición es altamente original, lo que permite sospechar que Lucas la
realizó siguiendo algún boceto preparatorio realizado por su padre. La
representación muestra al Santo triunfante sobre las tropas musulmanas,
flanqueado por dos matronas que pueden identificarse como Sevilla liberada y la
Paz. En la parte superior izquierda otra matrona revestida de pontifical, con
la maqueta de una iglesia en su regazo, alude claramente a la Religión
Cristina, la cual extiende sobre la cabeza del Santo resplandores de santidad.
Con respecto a los dos lienzos que figuran en los muros laterales del
presbiterio y que representan a San
Fernando ante la Virgen de la Antigua y San Fernando entregando la mezquita al
obispo D. Remondo, ha de precisarse que son obras que presentan la impronta
estilística de Lucas Valdés, aunque es muy probable que en ambas haya utilizado
dibujos preparatorios realizados por su padre. Otras obras menores realizadas
en pequeñas tablas y dispuestas en los muros de la nave, muestran en los
Venerables el estilo característico de Lucas Valdés, un tanto descuidado al
tratarse de composiciones de escasa envergadura. Son una serie de catorce
santos realizados en óvalos que, dispuestos en parejas, se encuentran en las
pilastras de la nave donde también figuran una serie de episodios que narran
escenas de la vida de Cristo como La
curación del paralítico, El Bautismo de Cristo, Cristo bautizando a la
Magdalena, Cristo niño entre los Doctores, y La oración en el huerto. También es de Lucas Valdés una Inmaculada pintada sobre mármol, que
hace pareja con una Virgen con el niño,
que está atribuida justamente a Sassoferratto.
Finalmente ha de hacerse referencia, como obra de Lucas Valdés en los
Venerables, a un lienzo de La
Presentación del Niño en el templo, conservada en la sacristía, obra que
muestra claramente su estilo, y el Retrato
del Almirante Pedro Corbert, patrono de este edificio, cuya ejecución
aparece documentada a nombre de este artista en 1699. El retrato, de presencia
un tanto adusta, muestra a través de los emblemas que le acompañan su condición
de Almirante de la flota española.
Otra de las intervenciones pictóricas de Lucas Valdés, prosiguiendo
trabajos iniciados por su padre, tuvo lugar en la iglesia del Monasterio de San
Clemente de Sevilla, en las paredes laterales del presbiterio. Este conjunto
pictórico fue dibujado en los muros por Juan de Valdés Leal, quedando sin
colorear a causa de su delicado estado de salud, habiéndolos terminado su hijo
Lucas a partir de 1689.
La intervención de Lucas Valdés en San Clemente hay que situarla en la
conclusión de las dos grandes escenas que representan a San Clemente haciendo brotar el agua del desierto y La recuperación milagrosa del cuerpo de
San Clemente del mar. También en San Clemente hay que mencionar como obra
de Lucas Valdés la Santa Gertrudis
que preside el altar dedicado a esta santa, situado en el muro del Evangelio.
Es obra de buena calidad, en la que la Santa aparece en el interior de su celda
en el momento de recibir del Padre Eterno inspiración divina para realizar sus
escritos. En ella se refleja claramente el estilo del artista, destacando sobre
todo el buen estudio de perspectiva con que ha resuelto el interior de la
celda, en cuyo fondo aparecen dos monjas que contemplan atónitas la aparición
celestial.
Desde hace años se venía atribuyendo a Lucas Valdés el conjunto
decorativo que adorna los muros laterales de la nave de esta iglesia de San
Clemente, un pormenorizado examen de las pinturas permite otorgarles una fecha
muy posterior, en torno a 1760.1770, puesto que muestran a través de su técnica
y por el empleo de molduras de diseño rococó, pertenecen a la reforma que se
efectuó en el templo en torno a estas fechas, y que patrocinó Carlos III.
En la actual parroquia de la Magdalena, antiguo convento de San Pablo de
religiosos dominicos, se conserva otro importante conjunto decorativo de Lucas
Valdés. Esta amplia empresa pictórica debió de ejecutarse una vez concluido en
1709 el proceso de reforma de la vieja y arruinada iglesia gótica, que había
dirigido el arquitecto Leonardo de Figueroa. Por lo tanto entre 1710 y 1715
puede situarse la intervención de Lucas Valdés en este templo, realizado en
este período de tiempo la decoración de la capilla mayor y el crucero. La nave
de la iglesia fue decorada en fechas posteriores por otros artistas.
El análisis del conjunto pictórico de la antigua iglesia del convento de
San Pedro, revela la existencia de un complejo programa iconográfico, que
incluye el Triunfo de la Fe, de la Virgen María y de la Orden dominica. Este
programa iconográfico tiene su punto culminante en la pintura de la bóveda que cubre
la capilla mayor de la iglesia, donde se representa El triunfo de la Fe la cual aparece en medio de una aparatosa
escenografía arquitectónica, captada en profunda perspectiva. Flanqueando a la
Fe aparecen San Miguel Arcángel y el arcángel San Rafael, mientras que en el
entorno espacial revolotea una corte angélica. La defensa de la fe por la orden
dominica, se avala por la apoteósica presencia sobre cúmulos de nubes, de Santo
Domingo de Guzmán y Santo Tomás de Aquino, que triunfan sobre la herejía que a
sus pies se precipita hacia el abismo. La exaltación de la fe cristiana sobre
todo el orbe se personifica con la aparición, en las pechinas de la bóveda, de
cuatro medallones, en los que figuran cuatro jóvenes mujeres, que acompañadas
de animales simbólicos, representan cada una de ellas las cuatro partes del
mundo entonces conocidas.
La pequeña cúpula que cubre el crucero está dedicada en su iconografía a
proclamar la grandeza de la Virgen María. Está dividida en ocho segmentos,
figurando en cada uno de ellos una pareja de ángeles que sostienen medallones
con letras que componen la frase Ave
María; también en sus manos estos ángeles llevan atributos de las letanías
marianas.
En los pilares que sostienen la capilla aparecen pintadas de cuerpo
entero santos y beatos dominicos, configurando una galería de los más
importantes religiosos de esta orden, que incluye a Benedicto XI, Gonzalo de
Amaranto, Pedro Mártir, Antonio, Juan Martín de Coloma, Agustín Gaz Otto, Pio
V, Alberto Magno, Jacinto, Jacobo de Meranía, Raimundo de Peñafort, Pedro
González Telmo, Luis Beltrán, Enrique Susón, Vicente Ferrer y Ambrosio
Sacedonio. Todos ellos muestran las características de estilo de Lucas Valdés.
En lo alto de los muros laterales del crucero figuran dos importantes representaciones
pictóricas, también al temple, destinadas a honrar la grandeza histórica de la
orden dominica, puesto que en ellas se narra en el muro del Evangelio, La entrada triunfal de San Fernando en
Sevilla, donde a la izquierda y junto al rey aparece un séquito de padres
dominicos, entre los cuales se encuentra Santo Domingo de Guzmán. Flanquean
esta escena dos alegorías de la fortaleza y la templanza sometimiento a los
musulmanes que se encuentran a sus pies: ambas figuras están respaldadas por el
escudo real cuartelado en castillos y leones. En el muro de la Epístolas se
representa un auto de Fe, que se ha querido identificar con el celebrado en
Sevilla en 1703, y que condenó a Diego Duro. Esta pintura fue en fechas
posteriores destruida parcialmente, en la figura del ordenado para evitar su
identificación, en torno a 1750, quizás a instancias de los descendientes del
reo. En esta pintura de la orden dominica se vuelve a hacer apología de sus
méritos como defensora de la fe y de la ortodoxia, pues son precisamente
religiosos dominicos los que acompañan al reo que va a lomos de un asno hacia
el cadalso. A los lados, figuras alegóricas de la Religión y de la Justicia
aplastando a la herejía, respaldadas por escudos de la orden de Santo Domingo.
También en el muro de la Epístola y en la nave de la iglesia, se
encuentra una representación de La
Batalla de Lepanto, justificándose la presencia de esta pintura en la
iglesia porque el Papa Pío V, dominico, instituyó la fiesta del Santo Rosario
el día 7 de octubre de 1571, día en que se libró la batalla. En el muro del
Evangelio, también pintado por Lucas Valdés, se encuentra un San Cristóbal
oculto por un retablo de ánimas y muy dañado por la humedad.
Según González de León corresponden a Lucas Valdés los apóstoles que
figuran en los pilares de la iglesia, excepto los tres primeros que los asigna
a Clemente de Torres. Esta afirmación es parcialmente válida, ya que al menos
las efigies de San Felipe y Santo Tomás,
muestran claramente el estilo de este artista. En el resto de los apóstoles
cabe pensar, que algunos de ellos fueron también pintados por Clemente de
Torres y otros por algún artista no identificado.
La intervención de Lucas Valdés en la antigua iglesia de San Pablo se
advierte también en los misterios del Rosario pintados en los muros de las
naves laterales y en los ocho episodios bíblicos que figuran en el techo del
coro bajo, en cuyo conjunto se evidencia una clara intencionalidad alegórica.
El repertorio de pinturas murales realizadas por Lucas Valdés en esta
iglesia se complementa con las representaciones que aparecen en el techo de la
sacristía, que nunca habían sido citadas y que muestran de forma evidente su
estilo. Homenajean estas pinturas al Santo Apóstol titular de la iglesia, pues
en ellas aparecen en dos medallones situados en los laterales La conversión de San Pablo y La Apoteosis
de San Pablo, mientras que en el centro figura La Adoración del Niño Jesús en el cielo.
Dos importantes pinturas de este artista, esta vez realizadas en lienzos
de grandes dimensiones, y adornadas con aparatosas molduras de excelente talla,
se encuentran pintadas al óleo en las paredes del presbiterio. Estas pinturas
muestran de forma elocuente y definida el estilo de Lucas Valdés, y están
realizadas al mismo tiempo que el proceso decorativo del resto de la iglesia,
entre 1710 y 1715. Sin embargo desde que lo hiciera González de León se han
venido atribuyendo a Matías de Arteaga, con cuyo arte nada tienen que ver.
Ambas composiciones muestran un contenido claramente eucarístico, y representan
El traslado del Arca de la Alianza y
Salomón realizando una ofrenda en el templo. En ellas Lucas Valdés refleja
el característico estilo de su dibujo, dando su típica impronta a la expresión
de los personajes y al mismo tiempo describe espectaculares fondos
arquitectónicos en perspectiva.
Entre 1715 y 1719 debió de realizar Lucas Valdés las pinturas de la
cúpula de la iglesia de San Luis de Sevilla, donde diseñó ficticias
arquitecturas con fingidos efectos de profundidad espacial, que sirven de marco
para narrar alegorías de carácter eucarístico. El pintor ha descrito con
atrevidos escorzos las figuras de ángeles mancebos, que portan un relicario con
la Sagrada Forma, y también otro séquito de ángeles que flanquean la cornisa de
la cúpula. Otros Símbolos del Antiguo Testamento, que son claras alegorías
eucarísticas, completan la iconografía de la cúpula.
Una de las más bellas cúpulas decoradas en el siglo XVIII es la del
convento de San Francisco de Utrera, que ha sido atribuida a Lucas Valdés y a
Domingo Martínez. En nuestra opinión es obra posterior a estos artistas, puesto
que muestra una ornamentación de claro estilo rococó, siendo obra que hay que
vincular al estilo de Juan de Espinal, como veremos más adelante.
Después de comentada la labor que creemos fundamental en Lucas Valdés
como decorador de grandes conjuntos arquitectónicos, es menester referirse a
sus obras en lienzo, que también se incorporan en recintos arquitectónicos con
intenciones alegóricas. Este es el caso de los tres grandes lienzos que decoran
la capilla sacramental de la iglesia de San Isidoro de Sevilla, obras que
presentan con claridad el estilo de Lucas Valdés, confirmando la antigua
atribución emitida por Ceán Bermúdez. Este conjunto pictórico que ha llegado
muy maltrecho hasta nuestros días, está presidido por el Triunfo de la Eucaristía, situado sobre el arco de la puerta de
entrada de la capilla. Sin duda el artista ha utilizado uno o varios grabados
con este tema para configurar la composición de esta pintura, en ella que sobre
un fondo avanza un carro donde una matrona, identificable con la Iglesia,
sostiene en sus manos un cáliz con la Sagrada Forma. Bajo el carro figuran
aplastadas distintas figuraciones del pecado, la muerte y la herejía, mientras
que detrás aparece un largo cortejo presidido por los cuatro Padres de la
Iglesia y Santo Tomás de Aquino.
En el interior de la capilla y en lo alto de los muros laterales se
disponen dos grandes composiciones portagonizadas por el rey David, en las que
se representa a David ante Achimelec (Samuel
21,2.10), pasaje en el que el sacerdote ofrece al monarca pan sagrado para sus
soldados, y a David danzando delante del
arca (Samuel 2.5). Estas dos últimas composiciones, aparte de su mal estado
de conservación, muestran una técnica muy descuidada, que evidencia claramente
la intervención de su taller.
Una amplia nómina de pinturas sobre lienzo de clara atribución a Lucas
Valdés, se encuentra repartida en distintos edificios religiosos sevillanos. La
más notoria de todas ellas por su alta calidad es La imposición del Apalium@ a San Isidoro, obra conservada en la
catedral de Sevilla, y que tradicionalmente ha mantenido la correcta atribución
a este pintor. En la capilla sacramental de la iglesia de San Pedro, se expone
una pintura que hasta fechas recienteshabía permanecido inédita. En ella se
representa una Alogoría Eucarística,
en la que los cuatro Padres de la Iglesia, junto con Santo Tomás de Aquino y
San Buenaventura, aparecen adorando una custodia. También es de tema
eucarístico La Recogida del Maná,
que se encuentra en la capilla sacramental de la iglesia de San Juan de la
Palma. Con esta pintura Lucas Valdés acierta a describir una vistosa escena del
campamento del pueblo judío en el desierto, con la actividad afanosa de los
israelitas que en presencia de Moisés recogen y transportan el alimento que les
salvará de morir de hambre. Es también obra que hasta fecha reciente permanecía
inédita, y que presenta de forma clara el estilo del artista.
Varias obras de iconografía mariana que muestran la típica impronta de
Lucas Valdés, han podido incorporarse al catálogo de este artista, puesto que
hasta haora permanecían como anónimas. Dentro de este grupo presenta gran
interés la Inmaculada, que pertenece
a la colección del Ayuntamiento de Sevilla, en la que la Virgen aparece a la
vez representando al advocación de las letanías de Mater Involta, rodeada de
una nutrida corte angélica, que presencia cómo el Padre Eterno y el Espíritu
Santo envían a un espejo un rayo de luz que en la superficie plasma la figura
de Cristo niño. La iconografía alude claramente a cómo María concibió a Cristo
sin pérdida de su virginidad. En la parte inferior de la composición, y con
figuras de pequeño tamaño, se representa la expulsión del Paraíso, alusiva al
pecado original del hombre, que hizo necesario el nacimiento de Cristo para
redimirlo. Notoria calidad presenta también La Asunción de la Virgen, que se conserva en el Hospital del Pozo
Santo, obra en que la estática figura de María, arrodillada sobre una peana de
nubes, aparece envuelta por una aparatosa orla de ángeles. Es esta obra pintura
inédita de este artista que puede contar entre sus mejores producciones.
También inédita hasta fechas recientes ha permanecido La Coronación de la Virgen que se conserva en el coro de clausura
del Monasterio de Santa Paula; es obra de esquemática composición, donde impera
la inexpresividad característica que este artista otorga a sus personajes. De
esta pintura se conserva una versión con ligeras variantes en el Hospital de la
Caridad de Sevilla.
En una colección particular sevillana se conserva una representación de San Miguel Arcángel, que en tiempos se
atribuyó a Juan de Valdés Leal, y que es obra claramente atribuible a su hijo
Lucas, siendo un pobre remedo de las fogosas y arrebatadoras versiones que se
conocen de su genial progenitor. También es obra de clara atribución a Lucas
Valdés La Aparición de Cristo y la
Virgen a San Nicolás de Bari, que se conserva en un altar lateral de la
iglesia del Hospital de la Sangre de Sevilla.
Procedente de la capilla de la Orden Tercera del Convento de San
Francisco de Sevilla, de donde pasaron al Museo de esta ciudad, se encuentran
depositados actualmente en el Museo de Huelva dos grandes composiciones pictóricas
de Lucas Valdés, una de las cuales presenta la firma del artista. La primera de
estas obras representa una Alegoría de
la institución de la Orden Tercera,
y en ella se describe el momento en que San Francisco en presencia de
numerosos frailes franciscanos entrega las reglas de la orden tercera. Notable
es la presencia en la zona derecha de la pintura de Santa Isabel de Portugal,
que perteneció a dicha orden, y a la izquierda de San Luis, rey de Francia.
En la segunda composición aparece Santa
Isabel reina de Portugal curando a un enfermo, auxiliada por una corte de
damas y en presencia de un nutrido grupo de mendigos que demandan su auxilio.
Un grandioso fondo arquitectónico cierra la composición a la derecha, donde se
contempla un patio con arquerías en perspectiva. En el fondo izquierdo de la
pintura se representa la escena perteneciente a la leyenda de esta Santa, en la
que su esposo, al sospechar que mantenía relaciones adúlteras, acude a su
alcoba y descorre las cortinas del dosel de la cama, encontrándose
sorprendentemente con un crucifijo sobre el lecho como prueba milagrosa de la
inocencia de su esposa.
Al Museo de Bellas Artes de Sevilla pertenece una serie de doce pinturas
que, en pequeño formato, representan episodios
de la vida de San Francisco de Paula y que proceden del convento de los
Mínimos de Sevilla. Son obras características de Lucas Valdés, aunque presentan
cierto descuido en su ejecución. Sin embargo presentan gran interés, puesto que
las descripciones de los milagros obrados por este santo que narra cada una de
las pinturas, se desenvuelven en escenas urbanas y rurales realizadas con gran
pormenor de detalles.
No pertenece a Lucas Valdés la serie de los episodios de la Vida de la Virgen que se le atribuyen
en el Museo de Sevilla, sino a Matías de Arteaga. Igualmente no le corresponden
los Desposorios de Santa Catalina de
este Museo, que es obra muy cuidada de su padre Juan de Valdés Leal.
En Barcelona se conservan en colecciones particulares tres obras, dos de
ellas firmadas que representan episodios de la vida de Sansón, y que
probablemente formaron parte de un ciclo más amplio sobre este personaje
bíblico. Representan estos episodios a Sansón
luchando con los filisteos, Dalila entregándose a Sansón y Sansón destruyendo
el templo de los filisteos. Estas pinturas, de formato reducido, parecen
haber sido realizadas como sobrepuertas como sobrepuertas, a juzgar por el
punto de vista muy marcado de abajo arriba con que están concebidas sus
composiciones. Su ejecución es muy descuidada y en ellas la movilidad teatral
que presentan las actitudes de los personajes se ve contrarrestada por la
habitual inexpresividad anímica que detentan. También en Barcelona hay que
citar Cuatro episodios sobre la Vida de
la Virgen, uno de los cuales se encuentran firmado, que no hemos podido
llegar a conocer.
Sabido es que Lucas Valdés tuvo una sólida formación como matemático y
geómetra, lo que le facilitó su dedicación a la pintura de amplios escenarios
arquitectónicos. Testimonio de estas virtudes pictóricas es la Representación de los sepulcros de los
Ribera en la Cartuja de Sevilla, obra firmada y fechada en 1714 y que
pertenece a la colección de los duques de Alba en Sevilla. La exactitud
descriptiva de esta obra refleja una vista lateral del presbiterio de la
Cartuja, donde aparte de los sepulcros el artista describe la profusión de
detalles arquitectónicos y pictóricos que poseían los muros del templo.
Este mismo carácter descriptivo de ambientes arquitectónicos presentan
dos pinturas que se conservan en la Catedral de Sevilla, que hace años
relacionamos con el círculo de Lucas Valdés, y que ahora confirmamos con mayor
seguridad. Se trata de una Representación
de la Capilla Real, obras en las que sobresalen claramente las buenas
aptitudes que como delineante poseía este artista.
En una colección particular se encuentra actualmente una representación
alegórica de Los dos caminos de la vida,
firmada con el monograma de Lucas Valdés. Es esta interesante pintura una de
las reflexiones más completas sobre la existencia y sobre las diferentes
posibilidades de la conducta humana que se realizaron dentro del panorama de la
pintura barroca española. La composición está
centrada por un joven, al que se le ofrece la alternativa de seguir el
camino del vicio o de la virtud, completándose la escena con ejemplos de
conducta dentro de la dedicación al comercio, las ciencias, las artes, las
letras o la milicia y también con ejemplos de las tentaciones que se encuentran
en el amor o en el juego. Estas diferentes conductas, espiritual o material, se
confrontan y contraponen, señalándose la superioridad del primer camino.
También posee un profundo sentido simbólico la pintura que representa la
Alegoría de las edades de la vida
que se conserva en el Hospital de la Caridad de Sevilla, obra que presenta el
estilo característico de Lucas Valdés. La alegoría se centra en el transcurrir
de la existencia a través del paso de los años y la mutación de la fisonomía y
de la conducta del ser humano.
En la colección pictórica del First National Bank de Chicago figura una Coronación de la pintura como reina de las
Artes, obra de atractiva composición donde, en un grandioso templo de
fastuosa arquitectura, se escenifica con figuras de pequeño tamaño la escena
aludida. Se encuentra esta pintura atribuida a Lucas Valdés, pero en ella se
advierten claramente figuras que no concuerdan con las que aparecen en las
composiciones de este artista, e incluso la descripción arquitectónica es muy
superior en inventiva y en desarrollo escenográfico. Podría encontrarse cierta
relación de esta pintura con las que se realizaban en Madrid a mediados del
siglo XVII por algún seguidor de Francisco Gutiérrez, gran especialista en este
tipo de representaciones pictóricas. Tampoco es suya la representación de La Virgen de los Reyes que se le atribuye en la
Pollock Hause de Glasgow.
PEDRO DUQUE CORNEJO
Dentro de la historia del arte sevillano, Duque Cornejo protagonizó un
papel fundamental como escultor, aunque queda constancia de su dedicación a la
pintura, que sin duda debió de ser minoritaria. Cuando en 1732 este artista se
ocupaba en dirigir los trabajos decorativos de la Capilla sacramental de Santa
Catalina, contrató también la ejecución de cuatro pinturas en óvalo para
decorar la bóveda, y un lienzo de medio punto con una Apoteosis de la Inmaculada para ser colocado encima de la verja de
entrada. Las cuatro figuras del óvalo figuran actualmente en el lugar para
donde fueron encargadas, y en ellas Duque Cornejo se muestra tan sólo como un
discreto pintor. Representan ángeles con atributos eucarísticos y fueron
retocadas y completadas en 1768 cuando Vicente Alanís se hizo cargo de terminar
el proceso decorativo de la Capilla. La Apoteosis de la Inmaculada no llegó a
ejecutarse, y así consta en el testamento de la viuda de Duque Cornejo. Por
otra parte, dicha pintura está fechada en 1768, años después de su muerte,
acaecida en 1753, presentando claramente el estilo de Vicente Alanís.
JUAN DE ESPINAL
El estilo de Juan de Espinal es un perfecto testimonio de cómo la
segunda generación de pintores del siglo XVIII superó el predominio del
espíritu murillesco. Aunque en su época muchos eran los artistas que vivían
exclusivamente de copiar obras del gran maestro del siglo XVII, Espinal se
orientó a la práctica de una pintura que reflejarse el gusto de su tiempo, y
éste no fue otro que el rococó. La asimilación del lenguaje artístico del gusto
europeo, que había dejado su impronta en Sevilla durante la estancia de la
Corte entre 1729 y 1733, y la atención hacia las corrientes artísticas de
carácter rococó que se introdujeron en España a partir de 1750, configuraron en
Espinal un estilo elegante y enfático, que en ocasiones le lleva a la
consecución de felices resultados pictóricos. Su dibujo es suelto y vibrante, e
igualmente lo es su pincelada, que muestra una gran ligereza de trazo, con la
que traduce también un elegante sentido cromático.
La primera obra que con seguridad puede atribuirse a Juan de Espinal es
la decoración de la cúpula de la iglesia del Salvador de Sevilla, obra que
puede fecharse en torno a 1755. Lamentablemente estas pinturas que muestran la
forma indudable el estilo de Espinal, están actualmente a punto de perderse. Su
asunto iconográfico no se había especificado hasta ahora: es una representación
de la Gloria celestial presidida por la Paloma del Espíritu Santo, en torno a
la cual se despliega una nutrida corte de ángeles mancebos y niños. En esta
pintura, realizada al temple, Espinal muestra magníficas dotes en la
consecución de efectos de perspectiva aérea, y también en la captación de
figuras en escorzo.
En 1759 Espinal contrató con el Ayuntamiento de Sevilla una
representación de Las Santas Justa y
Rufina, obra altamente renovadora con respecto a la iconografía de estas
Santas consagrada en el siglo XVII. Ambas aparecen sentadas en medio de un
paisaje que tiene como fondo la ciudad de Sevilla. Llevan atavíos que las
configuran como dos elegantes damas de noble porte, mostrando una presencia
física derivada de los modelos femeninos franceses de mediados del siglo XVIII,
consagrados por artistas como Ranc y Van Loo.
Obras menores que pueden fecharse en torno a 1760 son La Virgen del Carmen, de la hermandad
de San Onofre de Sevilla, San Gabriel,
San Miguel, San Rafael y el ángel de la Guarda, que pertenece a la
parroquia de San Juan de Écija y la Virgen
de la Merced de colección particular madrileña, las cuales presentan
claramente el estilo de este artista.
En la Academia de San Fernando de Madrid se guarda una magnífica
composición de Espinal, que debió de ser enviada a dicha institución por el
artista junto con obras de pintores sevillanos, para evidenciar los progresos y
el nivel creativo de la escuela local ante los académicos madrileños. Estos
envíos se hicieron sin duda con la intención de que la Academia madrileña
reconociera la calidad de los artistas sevillanos y terminase por dictaminar
favorablemente la fundación en esta ciudad de la Escuela de las Tres Nobles
Artes. La composición aludida representa una Alegoría de la pintura sevillana, centrada precisamente de la
Fortuna y Mercurio, captados en dos bellos desnudos, alegorizan la prosperidad
de las artes pictóricas en Sevilla, mientras que a la izquierda aparece un
anciano sentado, con un odre del que mana agua en clara alusión al
Guadalquivir. un fondo de paisaje, donde aparecen la Torre del Oro y el perfil
de la Catedral con la Giralda, cierra la composición. Esta representación es
uno de los mejores testimonios del alto nivel de sensibilidad y refinamiento de
Espinal alcanzó en la práctica de una pintura de definido espíritu rococó.
La más amplia empresa pictórica que se encargó a Juan de Espinal fue sin
duda la realización de la serie sobre la Vida de San Jerónimo, destinada al
claustro del Convento de San Jerónimo de Buenavista de esta ciudad. Fueron un
total de veintiséis pinturas, que el artista configuró con formato de medio
punto para adaptarse a la arquitectura de la parte alta de los muros del
claustro, y a las que sin embargo, en el siglo XIX, cuando la serie pasó al Museo,
se les dio una disposición rectangular al colocarse añadidos en sus esquinas
superiores. Se encuentra este conjunto pictórico actualmente desmembrado,
puesto que una parte se conserva en el Museo de Bellas Artes de Sevilla,
mientras que ejemplares dispersos se encuentran depositados en las iglesias de
Omnium Sanctorum, San Gil y San Roque de Sevilla, en la iglesia del Castillo de
Aracena y en el museo Provincial de Huelva.
La serie, que puede fecharse entre 1770 y 1775, es de muy desigual
factura, y en ella se advierten detalles de gran calidad al lado de partes muy
descuidadas, que indican una evidente intervención de taller. Las pinturas más
atractivas son las escenas que se desarrollan en exteriores, donde el artista
describe admirablemente efectos de paisajes en perspectiva, inundados por
lejanías vaporosas y azuladas.
La serie comienza con el Nacimiento
de San Jerónimo, para ir narrando posteriormente los principales episodios
de su vida. La iniciación del Santo en los conocimientos religiosos se
describen en San Jerónimo estudiando,
mientras que su decisión de dedicarse ala vida religiosa se narra en San Jerónimo despidiéndose de su familia.
Su estancia en Roma se señala con los episodios que muestran a San Jerónimo visitando las catacumbas y
Bautismo de San Jerónimo. Aparece
después la estancia del Santo en el desierto de Calcis, donde acontecieron los
dos episodios más conocidos de su hagiografía: Las tentaciones de San Jerónimo y San Jerónimo azotado por los ángeles. Sigue la escena que muestra a
San Jerónimo abandonando el desierto
para después iniciarse la etapa de su plenitud espiritual, describiéndose el
episodio de La ordenación de San
Jerónimo, seguida de una serie de escenas que acontecieron en Roma, como El Papa Dámaso consultando con San Jerónimo
sobre las Sagradas Escrituras, San
Jerónimo predicando a las mujeres en Roma, San Jerónimo predicando a los varones de Roma, San Jerónimo exponiendo las reglas de su
Orden al Papa Dámaso y La imposición
del capelo cardenalicio a San Jerónimo. Su actividad apostólica en Tierra
Santa se narra a través de otras pinturas que representan a San Jerónimo y Santa Paula fundando los
conventos de Belén, San Jerónimo
discutiendo con los rabinos judíos,
San Jerónimo traduciendo el Antiguo Testamento y San Jerónimo orando en los Santos Lugares. La última parte de su
vida aparece descrita en los episodios que muestran a San Jerónimo embarcando para el destierro, San Jerónimo discutiendo con los herejes, San Jerónimo asistiendo a la muerte de Santa Paula, San Jerónimo asistiendo a la muerte de
Santa Paula, San Jerónimo visitando
a San Agustín, San Jerónimo
visitando a los mojes de la Tebaida y El
asalto al monasterio de los jerónimos de Belén. Finalmente los últimos
momentos de la vida se narran en La
última comunión de San Jerónimo y La
muerte de San Jerónimo.
El más alto nivel de calidad obtenido por Espinal en la realización de
un conjunto pictórico se encuentra en el Palacio Arzobispal de Sevilla, donde
se conserva una serie de quince lienzos, que fueron realizados para decorar la
escalera del Palacio Arzobispal. Este encargo lo hizo el arzobispo D. Francisco
Javier Delgado y Venegas, cuyo mandato se desarrolló en Sevilla desde 1776 a
1781. Entre estas fechas Espinal realizaría el conjunto de los lienzos más la
bóveda que cubre una fingida cúpula pintada con líneas arquitectónicas en fuga,
al estilo del Padre Pozzo, para intensificar su escasa profundidad real. En la
clave aparece el escudo del arzobispo Paino, quien en 1665 había mandado
construir la escalera, pero en un lateral, Delgado y Venegas hizo pintar su
propio blasón, como testimonio de la labor pictórica que él había patrocinado.
Una corte de ángeles mancebos y niños revoloteando al moverse en el espacio el
efecto de perspectiva aérea.
La serie de lienzos que adornaban la escalera y que actualmente se
encuentran depositados en dependencias interiores del Palacio, estaba presidida
por un grupo de pinturas situadas en el testero que escenificaban La muerte de Cristo en el Calvario. En
la parte alta del testero se encontraban una representación del Padre Eterno, en actitud de acoger en
sus brazos a su hijo expirante. Debajo justamente aparecía un Cristo en la Cruz, y en sus laterales San Juan Evangelista y La Magdalena. Debajo del Crucificado se
encontraba una Virgen Dolorosa
sentada al pie de la Cruz.
Este relato pasionario se completa con escenas con escenas de contenido
evangélico, como la representación de Cristo
y San Juan Bautista, y la de San
Joaquín, Santa Ana y la Virgen. Dos magníficos lienzos con las imágenes de
los arcángeles San Gabriel y San Miguel, daban paso a
representaciones del Antiguo Testamento como El Sacrificio de Isaac,
Moisés mostrando las tablas de la Ley,
El sueño de Jacob y El ángel
anunciando la peste a David. Menos interés, por tratarse de meras copias de
Murillo, presentan San Isidoro y San Leandro.
El análisis de esta serie del Palacio Arzobispal de Sevilla revela las
altas dotes pictóricas que poseyó Espinal, traducidas en figuras de enérgica
expresión moral y de dinámica expresividad física, todo ello teñido de
elegancia y de las dosis de artificio indispensables para obtener la atención
del espectador de aquella época.
En 1778 fue donada a la iglesia de San Nicolás de Bari de Sevilla una
espléndida pintura que representaba a San
Carlos Borromeo dando la comunión a los apestados de Milán. Esta pintura,
que debió de ser realizada en fechas inmediatamente anteriores al año citado,
es un ejemplo culminante de la capacidad expresiva del artista. Su factura es
aún más suelta y desecha que en épocas anteriores, y con ella consigue captar
con un convincente erismo el dramático episodio. En él contrasta el equilibrado
tratamiento que ha dado a la figura del Santo con detalles más naturalistas, en
el séquito que le acompaña, y con el patético repertorio de los agonizantes y
las víctimas de la peste, que son enterrados en el fondo de paisaje, que el
artista ha dispuesto para cerrar la composición a la izquierda.
En colecciones particulares de Madrid se conservan dos pinturas de Espinal,
hasta ahora consideradas como anónimas. La primera de ellas es una elegante
representación de Santa Agueda,
captada en primer plano de medio cuerpo, mientras que en el fondo se describe
con pequeñas figuras de escena de su martirio. La segunda representa a San Francisco confortado por el ángel,
donde en las figuras del Santo y del ángel, al igual que en el desdibujado
paisaje que aparece al fondo de la composición, se aprecia con claridad el
estilo del artista.
En el Museo Lázaro Galdiano de Madrid se conserva una bella
representación de La Inmaculada, que
tradicionalmente se venía atribuyendo a Luis Peret y Alcázar, y que sin embargo
puede ser claramente atribuible a Juan de espinal. Es obra ejecutada con gran
cuidado técnico, en la que por otra parte se describe la advocación de Mater
Inviolata procedente de las Letanías Lauretanas. Otra versión de esta Inmaculada, muy similar a la anterior,
se conserva en una colección particular de Madrid. Una tercera Inmaculada, de composición diferente a
las anterior, por apoyarse claramente en un modelo murillesco, se conserva
también en una colección particular de Madrid, siendo obra de ejecución
vibrante, tanto en su dibujo como en la aplicación de una pincelada suelta y
restregada.
Finalmente, señalaremos como obra atribuible a Espinal la magnífica
decoración al temple que aparece en la capilla mayor y el antepresbiterio, y en
la bóveda del crucero de la iglesia de San Francisco de Utrera, antigua iglesia
jesuítica. En la bóveda figura una Apoteosis
de la Orden jesuítica, captándose una representación de la Gloria
Celestial, presidida por San Ignacio de Loyola al que acompaña San Francisco
Javier, San Francisco de Regis, los Santos mártires del Japón, San Luis Gonzaga
y San Estanislao de Kostka y finalmente San Francisco de Borja. En las pechinas
se representan a tres arcángeles, San Miguel, san Gabriel, San Rafael y al
ángel de la Guarda.
Aunque no con mucha intensidad, Espinal debió de dedicarse también a la
pintura de carácter profano. De ello da testimonio la existencia en el
inventario del Alcázar de Sevilla, realizado en 1810, de un cuadro de Venus y Vulcano a nombre de este
artista, cuya pérdida nos priva de conocer el sin duda elegante tratamiento de
carácter rococó que el pintor otorgaría a este episodio mitológico.
Juan de Espinal tuvo un hijo llamado Domingo que fue presbítero y que se
dedicó también a la pintura. No se conocen obras suyas, por lo que no podemos
afirmar si heredó el indudable talento artístico que su padre había poseído.
SIGLO XIX
Primer tercio
Neoclasicismo
Pasada la ocupación de Sevilla
por las tropas napoleónicas, la ciudad volvió a recuperar lentamente su pulso
social. Sin embargo, las primeras décadas del siglo XIX no fueron prósperas
para la ciudad, desde el punto de vista económico ni tampoco en el cultural. En
este aspecto hay que señalar la escasa vitalidad de la escuela pictórica local
bajo el dominio de la ideología neoclásica, en la que no brilló ningún artista
de talento. La evocación del brillante pasado artístico concentrada en el
paradigma de Murillo, parecía el único estímulo que promovía la actividad
creativa en la Escuela de Tres Nobles Artes de la ciudad.
El interés por emular a Murillo se promovió en Sevilla a causa de la
valoración internacional de este artista a lo largo del siglo XVIII, refleja en
el afán de coleccionismo que sus obras suscitaron. Negociantes de arte sacaron
de la ciudad todos los cuadros de este artista que encontraron en el mercado e
inmediatamente encontraron compradores entre coleccionistas extranjeros.
También Carlos IV quiso despojar a los edificios religiosos de sus principales
pinturas de Murillo para llevarlas al Museo Real de Madrid. Posteriormente en
1810, el rapaz mariscal Soult saqueó la ciudad artísticamente, llevándose con
especial predilección todas las obras de Murillo que encontró a su alcance.
Finalmente después de la Guerra de la Independencia, coleccionistas y
anticuarios nacionales y extranjeros barrieron literalmente la ciudad de obras
de Murillo, lo que creó en la ciudad una supervaloración de su estilo,
copiándose incansablemente sus originales que se vendían como sucedáneos.
El triunfo del estilo de Murillo movió a muchos artistas, la mayor parte
de ellos carentes de talento, a imitar su pintura, como aval y garantía de su
práctica pictórica. Esto produjo un notorio empobrecimiento artístico, que dio
como resultado una colectiva falta de invención y de creatividad en los
artistas sevillanos de este período.
Sólo muy levemente es posible advertir en esta época intenciones
artísticas diferentes a las murillescas. Sorprende por ejemplo que la fama y el
prestigio de Goya, que pasó varias veces por la ciudad, y que pintó en ella y
para la Catedral en 1815 la admirable representación de las Santas Justa y
Rufina, no influyese para nada en el estilo de los artistas sevillanos.
JOSÉ GUERRA
Es éste el artista de cuya actividad en el siglo XIX tenemos noticias
más tempranas. Se sabe que era natural de Osuna, y que en 1778 era alumno de la
Escuela de bellas Artes de Sevilla, de la que fue nombrado director interino en
1801, para obtener al año siguiente el cargo de teniente de pintura que detentó
hasta su muerte, acaecida en Sevilla en 1811.
La única obra que hemos identificado hasta el presente de este pintor es
el retrato de La Madre Rosa María
Sánchez Calvo, que se conserva firmado en la clausura del convento de Santa
Rosalía de Sevilla, y que debió de ser realizado en torno a 1801, fecha del
fallecimiento de la citada religiosa. A través de esta pintura puede advertirse
que Guerra fue un artista dotado de un discreto talento, poseedor de un dibujo
poco diestro talento, poseedor de un dibujo poco diestro y de un sentido
convencional del color.
Joaquín Cabral Bejarano
Muy poco es lo que se conoce de este
artista, nacido en Sevilla en 1761, donde murió en 1825. Se formó en la Escuela
de Bellas Artes de Sevilla, en la que aparece como alumno en 1785, y donde
posteriormente desempeñó los cargos de profesor, secretario y teniente de
pintura (2). De su producción artística no poseemos más que una sola referencia
que le acredite como autor en 1817 del retrato de la reina María Isabel de
Braganza, que se conserva en la Academia de Medicina de Sevilla.
Joaquín María Cortés
La fecha de nacimiento de este
pintor se sitúa en Sevilla hacia 1770, acaeciendo su muerte en esta misma
ciudad en 18S5. Su formación se realizó en la Escuela de Bellas Artes sevillana
primero, completándola en la Academia de San Fernando de Madrid. En 1802 era
profesor de la Escuela de su ciudad, de la que posteriormente llegó a ser
director de pintura y en 1810 director general.
La actividad pictórica de Joaquín Mª
Cortés está acreditada fundamentalmente como un buen copista de Murillo, hasta
el punto que en su época se le conoció como «el segundo Murillo». Prueba de ello
fue el encargo que la Corona le encomendó en 1800, de copiar todas las pinturas
del Hospital de la Caridad de Sevilla para sustituir a los originales que
habrían de llevarse al entonces proyectado Museo Real de Madrid. En 1803 tenía
ya terminados El regreso del hijo pródigo,
Abraham y los tres ángeles y la Liberación de San Pedro, La curación del paralítico hubo de ser
concluida poco después, puesto que junto con las otras tres o pinturas se
encuentra actualmente en el Palacio de Aranjuez, al haber desistido la Corona
de llevarse los cuadros, ante la resistencia de la Hermandad de la Caridad a
que se les expoliase su patrimonio artístico. Otras copias de pinturas de
Murillo en la Caridad realizadas por Cortés fueron Moisés haciendo brotar el agua de la roca, que figura en una
colección particular de Castilleja de la Cuesta, y Santa Isabel de Hungría, que
en 1810 figuraba en el Alcázar de Sevilla. Para reemplazar el original del Martirio de San Pedro de Arbués de
Murillo, que originariamente estuvo en el Castillo de la Inquisición de
Sevilla, Cortés realizó una copia que es probablemente la que en nuestros días
se conserva en la Catedral de esta ciudad.
Noticias
documentales nos informan de la actividad de Cortés como experto copista (6).
Así tenemos constancia de que había copiado dos retratos de pintores como el de
Murillo y el de Mengs. También realizó la copia de un retrato de Carlos IV y
otro de Sir William Hamilton, obra que se conserva en el Museo de Bellas Artes
de Sevilla, y que deriva del original de Pompeo Batoni del Museo del Prado. La
única obra que probablemente no es copia sino original es la representación de Escipión entregando su mujer a Lucio,
cuyo paradero se desconoce y cuyo tema de evocación histórica encaja con la
mentalidad neoclásica imperante en la época en que se desenvolvió la actividad
de este artista.
Juan de Hermida
Ninguna
noticia biográfica poseemos de este artista, del que tan sólo conocemos obras
firmadas, y merced a las fechas que las acompañan podemos señalar el desarrollo
de su actividad en Sevilla a lo largo del primer tercio del siglo XIX, sus
obras, a pesar de poseer un modesto nivel de calidad, nos permite señalarle por
el momento como el primer artista conocido en Sevilla dedicado a la práctica de
la pintura costumbrista, ya que las fechas son realmente tempranas. Algunas de
sus obras presentan fuentes de inspiración de origen goyesco, aunque su
ambientación es claramente andaluza.
En
una colección sevillana hemos localizado una serie de ocho pinturas firmadas y
fechadas por Hermida en 1824, que representan La Buenaventura, La maja y el
bandolero, El viejo galante, Pareja de majos, Bandoleros descansando y
Bandolero a caballo, junto con tres copias de los Caprichos de Goya
correspondientes a los títulos: La descañona, Dios le perdone era su madre y
Muchachos al avío.
En
general son obras que muestran una limitada capacidad artística y también
escasez de recursos en cuanto a composición y colorido; su dibujo es mediocre y
la trascendencia de sus asuntos es puramente anecdótica. Su arte sin embargo
posee una impronta claramente popular, teniendo sus obras el aliciente de
presentar el espíritu de lo que podríamos llamar la prehistoria de la pintura
costumbrista sevillana, la cual se desarrolló de forma pujante a través de las
generaciones posteriores de pintores locales.
Con
la misma debilidad de dibujo y simplicidad compositiva, conocemos de Hermida un
Bodegón firmado en una colección particular sevillana, lo que nos prueba que
también se dedicó a esta modalidad pictórica. Trató también la pintura
religiosa con igual modestia de recursos, comprobables en La Magdalena firmada
y fechada en 1822, que se conserva en el despacho parroquial de la iglesia de
San Roque de Sevilla.
José María Arango
El
único artista sevillano verdadero hijo de la época, fue José María Arango,
convencido neoclásico y poseedor de una amplia formación humanística. Fue
Arango el primer pintor importante de esta ciudad que se negó a seguir la
corriente de emulación murillesca, creando una pintura novedosa dentro del
panorama local, aun que lamentablemente sus virtudes técnicas no hacen de él un
artista relevante.
Nació
Arango en Sevilla en 1790 y murió en 1833, víctima del cólera. Su formación se
realizó en la Escuela de Bellas Artes, donde en 1814 fue nombrado ayudante, por
ser el alumno más aventajado de la misma. Posteriormente, en 1825, obtuvo el
cargo de teniente de pintura que detentó hasta la fecha de su muerte. Fue sin
duda el pintor más importante de Sevilla en la época neoclásica, hasta el punto
de ser nombrado Académico de Mérito de la Real Academia de San Fernando de
Madrid. Cuando en 1817 Goya estuvo en Sevilla para pintar el cuadro de las
Santas Justa y Rufina de la Catedral, se hospedó en casa de Arango,
retratándole en pago de su amable invitación. Lamentablemente este retrato se
ha perdido.
Según
señalan sus biógrafos contemporáneos Arango fue el primer pintor con
personalidad propia en los inicios del panorama de la pintura sevillana
decimonónica. Se aplicó a estudiar del natural y procuró captar el sentimiento
expresivo de los personajes que protagonizaban sus escenas. No fue, sin
embargo, buen dibujante y su colorido es opaco y poco brillante.
Sus
dos obras más tempranas se conservan en la Catedral de Sevilla. Son La oración en el Huerto y el Noli metangere, ambas firmadas y
fechadas en 1818. Muestran un dibujo desmañado y un colorido pobre en matices,
advirtiéndose en ellos un intento de asimilación del estilo de Mengs. Menor
interés aún presenta el San Lorenzo, firmado en 1826, que pertenece también a
la Catedral de Sevilla.
No
se conoce el paradero de las cuatro pinturas con escenas de la Vida de la Virgen que estaban firmadas y
fechadas en 1815 en la Cartuja de las Cuevas; del San Vicente Ferrer del convento del Carmen; del San Cristóbal de la Iglesia de San
Miguel. Tampoco se conoce el paradero del San
Antonio Abad del convento de San José, que hacía pareja con un San Lorenzo, que creemos puede ser el
que se conserva actualmente en la iglesia de San Sebastián de Sevilla. Otras pinturas
de asunto religioso citadas como obras de Arango y de actual paradero
desconocido son, José y la mujer de
Putifar, firmada y fechada en 1826, La
Magdalena arrepentida y las Santas
Justa y Rufina, que pertenecieron al presbítero sevillano José María Pérez.
Como
pintor de espíritu neoclásico no podía Arango haber dejado de realizar temas
mitológicos como La Muerte de Píramo y
Tisba, del Museo de Sevilla y Venus y
Adonis, firmado y fechado en 1818 en la Academia de San Fernando de Madrid.
En ambas obras Arango se esforzó por desarrollar, con regular fortuna, estudios
anatómicos de desnudos.
Algunos
retratos conocemos de Arango en colecciones sevillanas. Así puede citarse el de
La reina María Josefa Amalia, que
pertenece a la Academia de Medicina de Sevilla; el de Francisco de Saavedra, en la Biblioteca Colombina y el de un
desconocido en colección particular sevillana. Son todas ellas obras
inexpresivas y faltas de atractivo en sus presencias. Más amable es el retrato
infantil de Juan Antonio O'Neil firmado
en 1825, que pertenece a la marquesa de la Granja en Sevilla.
Segundo
Tercio
Romanticismo.
El romanticismo es uno de los
períodos más fecundos y personales de la historia de la pintura sevillana. Su
desarrollo coincide aproximadamente con el espacio temporal en que tuvo lugar
el reinado de Isabel II, desde 1833 a 1868.
El auge de la pintura sevillana en
este período corrió paralelo a la evolución económica de la ciudad, que pasó de
basarse en una estructura agraria tradicional y primaria a una actividad
empresarial, impulsada especialmente por familias oriundas de otras provincias
españolas, que adquirieron tierras a partir de la Desamortización de Mendizabal
de 1835, vitalizando al mismo tiempo la industria y el comercio.
Si bien el progreso sevillano no
alcanzó altos niveles, se advierte que fue suficiente para transformar del todo
los ambientes sociales de la ciudad. La Iglesia dejó de ser una fuerza
dominante y como consecuencia disminuyó su influencia mayoritaria en el
pensamiento y en la cultura local. Como consecuencia dejó también de ser
cliente principal de los pintores, que trabajarán a partir de estas fechas
preferentemente para la nueva burguesía, que en buena parte fue elevada al
rango de aristocracia. Las pinturas pierden tamaño para acomodarse al espacio
de las mansiones de la época, e igualmente cambia la iconografía; no desaparece
la pintura religiosa, que se pinta ahora para los oratorios privados, pero el
número de obras con esta temática desciende notablemente. En cambio adquiere un
importante auge la práctica del retrato, a través del cual las nuevas clases
sociales vieron reflejada su preponderancia, y al mismo tiempo fijaron el
instinto de perpetuación de su imagen.
Otra manifestación pictórica
novedosa en el panorama artístico sevillano fue el paisaje que refleja el
entorno local, tanto urbano como rural, mostrando unas características
geográficas que venían a plasmar la conciencia de propiedad, y al mismo tiempo
la complacencia de disfrutar estéticamente del medio en que desarrollaban Su
actividad. Pero sobre todo tomó auge excepcional la pintura costumbrista, en la
que se reflejaron aspectos de la vida popular en sus vertientes más anecdóticas
e intrascendentes, donde lo folklórico fue ingrediente fundamental. Por supuesto
la burguesía no quiso ver nunca reflejada en la pintura la problemática de las
clases humildes, y de hecho estos aspectos nunca fueron pintados, llegando a
ser en todo caso levemente sugeridos.
Papel fundamental en el desarrollo
de la pintura tuvieron los viajeros extranjeros, que en muchas ocasiones, al
tiempo que realizaron descripciones literarias las ilustraron con dibujos o en
el caso de algunos viajeros artistas pintaron el entorno urbano y humano de
Sevilla, fascinados por su pintoresquismo y original atractivo.
Fueron
estos extranjeros los que con sus observaciones sobre la vida local
contribuyeron a crear sobre ella una imagen romántica, la mayor parte de las
veces distorsionada y tópica. Estos artistas foráneos, con su entusiasmo
descriptivo por el ambiente local, descubrieron a los pintores sevillanos el
rico filón de la pintura costumbrista, que tanto se iba a prodigar en este
período.
Sin embargo, el escenario de la
Sevilla romántica fue desapareciendo progresivamente como consecuencia del
progreso. Así en 1840 se comenzaron a derribar las murallas y las puertas que
guardaban la ciudad, en 1847 se construyó el puente de Triana, y en 1849 se
cubrió el arroyo Tagarete. La vieja ciudad de trazado medieval se transformó,
realizándose ensanches y abriéndose plazas. En 1854 se inauguró el alumbrado
público con gas y cuatro años después la luz eléctrica llegaba a la ciudad. De
esta manera el sugestivo ambiente romántico fue desapareciendo, a medida que
Sevilla se desarrollaba económicamente y culturalmente. Aun así los usos y
costumbres populares, el original atavío ciudadano y rural, siguieron siendo
motivos de inspiración para los artistas a la hora de componer escenas en
mesones y ferias, iglesias o en el campo próximo a la urbe.
El progreso económico de esta época
se vio lógicamente acompañado por la aparición en Sevilla de un renovado
ambiente cultural, propiciado por la fundación de instituciones como el Liceo,
los Casinos, la Academia de Bellas Artes y la organización de exposiciones anuales
de pintura.
Antonio Cabral Bejarano
Fue este pintor una de las
personalidades artísticas más importantes en el panorama de la pintura
romántica sevillana, aunque su obra por ser en gran parte desconocida no ha
sido valorada aún suficientemente. Nació en Sevilla en 1798 y en esta misma
ciudad murió en 1861. Realizó su formación al lado de su padre Joaquín Cabral
Bejarano, al tiempo que asistía a las clases de la Escuela de Bellas Artes, de
la que llegó a ser profesor en 1825 y director en 1850. En este mismo año fue
nombrado académico emérito de la Real Academia de San Fernando de Madrid.
La trayectoria artística de Antonio
Cabral Bejarano dentro del panorama artístico de su época fue brillante,
llegando a desempeñar un papel decisivo dentro del ámbito local. Su condición
de liberal comprometido le llevó a disfrutar del apoyo de la Corona, aunque
poseyó este privilegio ya desde el reinado de Fernando VII. Así en 1819 realizó
el dibujo para el catafalco que se levantó en la Catedral de Sevilla con motivo
de las honras fúnebres de Doña Isabel de Braganza, obra de segura concepción
neoclásica; y para la Fábrica de Tabacos de Sevilla realizó un retrato ecuestre
a tamaño natural de Fernando VII que se ha perdido. También es de paradero
desconocido el Retrato de Riego, que
en septiembre de 1812 se paseó triunfalmente por Sevilla. Otras obras de
Antonio Cabral Bejarano fueron colocadas en lugares públicos de Sevilla con
motivo de la boda de Fernando VII con María Cristina de Borbón, del abrazo de
Vergara y del matrimonio de Isabel II.
Realizó también Cabral Bejarano las
decoraciones del Teatro Principal de Sevilla, el diseño de la fachada principal
del Teatro Cómico y las pinturas de la iglesia del convento de los dominicos de
la plaza de Regina, obras todas que han desaparecido. Según González de León
pintó en 1814 los tres grandes lienzos que rematan el retablo de la iglesia del
convento de la Trinidad de Sevilla, pero en dicha fecha no contaba más que con
quince anos, por lo que en todo caso hubo de actuar como ayudante de su padre.
Con seguridad, puesto que se
encuentran documentadas en 1850, sabemos que realizó la decoración de la
capilla de San Telmo, que por aquellas fechas era residencia de los Duques de
Montpensier, cuyas pinturas más importantes son los tres lienzos ovalados que
figuran encastrados en la bóveda, donde se representan La Virgen con el Niño,
San Luis y San Fernando con modelos que derivan del espíritu murillesco.
También para el palacio de San Telmo realizó siete pinturas con representaciones
de vírgenes de devoción sevillana, que se conservan actualmente en la escalera
del palacio de Doña Esperanza de Borbón en Villamanrique de la Condesa.
La actividad que consagró a Antonio
Cabral Bejarano fue la de Retratista, merced a sus buenas dotes de dibujante,
con las que configura personajes concentrados, aunque un tanto inexpresivos. En
1843 realizó el Retrato de Isabel II
que se conserva actualmente en el Archivo de Indias, y en el mismo año el de
María Cristina de Borbón, de paradero desconocido. De gran calidad son los
retratos del párroco D. Matías de
Espinosa que figuran en la sacristía de la Iglesia de San Ildefonso de
Sevilla y los de D. Joaquín Pérez Seoane
y Doña Inés Rivero de la Herranz, en
una colección particular de Sevilla. Otro retrato importante dentro de su producción es el del Cardenal Javier Cienfuegos y Jovellanos, cuyo original se encuentra
en el Palacio Arzobispal de Sevilla, y del que existen réplicas en la
Biblioteca Colombina y en el Rectorado de la Universidad. De gran interés es su
Autorretrato conservado en el Museo
Romántico de Madrid, en el que aparece dentro de una orla ataviado con el
uniforme de académico y acompañado de sus atributos de pintor.
La
obra cumbre de la producción de Antonio Cabral Bejarano es sin duda el retrato
de El Marqués de Arco Hermonso y su
familia, obra firmada en 1838 existente en colección privada. Es ésta una
obra que puede incluirse como una de las mejores representaciones de la pintura
romántica española, en la que los seis personajes aparecen al aire libre en la
hacienda de San José de Buenavista, próxima a Alcalá de Guadaira. En pie y en
traje de cazador aparece el Marqués de Arco Hermoso, Don José Ruiz del Arco, a
ambos lados están situados su esposa, sus tres hijos, una sirvienta y un perro,
con gestos y actitudes armoniosamente vinculados. Al fondo aparece un dilatado
paisaje, donde se advierte la arquitectura del cortijo; la luz melancólica del
atardecer introduce en la pintura un marcado sentimiento de bucolismo que
exalta la apacibilidad de la vida rural.
Otra
de las dedicaciones pictóricas de Antonio Cabral Bejarano estuvo orientada a la
realización de escenas costumbristas, en cuyo ejercicio obtuvo excelentes
logros. Entre sus obras conocidas actualmente destaca su gran composición El Patio del Monipodio, que pertenece al
Museo de Montevideo. Esta pintura recoge un pasaje de la novela cervantina
“Rinconete y Cortadillo” figurando en ella un amplio repertorio de pícaros
perfectamente caracterizados en vestuarios, gestos y actitudes, que en conjunto
componen un grupo pintoresco y vitalista. De excelente factura son Un Torero y Una Maja que pertenecen a una colección privada de Sevilla,
advirtiéndose en ellas el dibujo característico de este artista, un tanto duro,
animado por un brillante colorido. Tanto el torero como la maja presentan
actitudes arrogantes y decididas, estando respaldados el primero por la plaza
de la Maestranza y la segunda por la Fábrica de Tabacos, aludiendo sin duda a
sus respectivas ocupaciones de matador de toros y de cigarrera. En esta línea,
pero derivando hacia un falso folklorismo se encuentran las representaciones de
Un majo y Una Maja, ambos danzando en actitudes contrapuestas y teniendo como
fondos paisajes en los que aparece la Torre del Oro y la Giralda respectivamente.
Ambas pinturas pertenecen a la colección de los Duques de Alba en el palacio de
las Dueñas de Sevilla.
José
Domínguez Bécquer
Es
este pintor, pese a su frustrada trayectoria vital y artística, uno de los
personajes decisivos de la historia de la pintura sevillana decimonónica, entre
otros motivos por haber sido padre de Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer, poeta
y pintor respectivamente, de capital importancia en el panorama romántico
español. Pero al margen de la trascendencia de esta paternidad, José Domínguez
Bécquer desempeñó un papel fundamental en la pintura romántica local, al haber
sabido crear una serie de prototipos que en décadas posteriores otros artistas
habrían de repetir hasta la saciedad.
Nació
este pintor en Sevilla en 1805 y murió en 1841, cuando tan sólo contaba con 37
años de edad. Sus apellidos reales fueron los de Domínguez Insausti, pero
artísticamente los suprimió para tomar el de Bécquer, que era el segundo de su
padre Antonio Domínguez Bécquer. Su formación se realizó en la Escuela de
Bellas Artes y a los 20 años comenzó a practicar la pintura de forma
independiente, siendo las escenas costumbristas y el retrato su principal
dedicación. Ejerció también de forma particular la enseñanza de la pintura,
cuyos ingresos, unidos a los que le proporcionaban la fácil venta de sus obras,
le permitieron llevar una vida desahogada. Sus obras eran realizadas
generalmente a pequeño formato y por su temática descriptiva, de ambientes
populares y urbanísticos sevillanos se convirtieron, dado su precio asequible,
en amables “souvenirs” que fueron adquiridos en gran número por extranjeros de
paso por Sevilla, o exportadas desde Cádiz al mercado artístico inglés. Todo
ello sin descuidar la clientela propiamente sevillana, que absorbió gran parte
de su producción, la cual en muchas ocasiones, ante la gran demanda que tenía,
fue realizada en colaboración con su primo Joaquín Domínguez Bécquer, quien le
pintaba parte de los cuadros para así trabajar más deprisa.
El
repertorio formal de José Domínguez Bécquer recoge la inevitable galería de
tipos y escenas protagonizadas por bailaores, zapateros remendones, viejos
cantando, y grupos en mercados, ferias y tabernas. También realizó episodios
populares en iglesias, describiendo misas, bautizos o sermones. Testimonio de
su facilidad descriptiva es la pareja de pequeños lienzos y una maja bailando,
que se representan Un majo conservan
como anónimos en el Museo Romántico de Madrid. El zapatero en el portal y el
Escribano en el portal, que figuran en la colección Levison Churruca de Madrid,
firmadas y fechadas en 1839. Trató también con gran acierto escenas con fondo
ciudadano, como. Los majos en la calle, de colección particular en Barcelona, o
la Giralda vista desde Placentines, de colección particular sevillana. En este
sentido es necesario señalar el beneficioso contacto artístico que José
Domínguez Bécquer mantuvo en Sevilla en 1833 con Genaro Pérez Villaamil y David
Roberts, cuyas ideas artísticas a la hora de describir paisajes urbanos asimiló
con gran brillantez, beneficiándose con ello altamente la calidad de sus obras.
Otra
importante dedicación de José Domínguez Bécquer fue el retrato y también en
esta modalidad prefirió el pequeño formato. Entre las obras que hemos llegado a
conocer figura el retrato de Un Caballero, firmado en 1836, de propiedad
particular sevillana, y el retrato de Francisco Williams Galindo, en colección
particular de Sevilla, obra admirable por el excelente estudio psicológico que
realiza sobre el personaje, ayudado de potentes efectos de claro-oscuro.
La
actividad artística de este pintor se complementa con una numerosa producción
de dibujos y litografías, que se publicaron en el “Album Sevillano”, la “España
artística” y “La vida andaluza”. Sus litografías tuvieron una gran difusión,
hasta el punto que llegaron a ser fuente de inspiración para el pintor
impresionista Edouard Manet, quien en una pintura repite exactamente un dibujo
del artista sevillano.
José María Escacena
Nació
este artista en 1800 en Sevilla, donde murió en 1858. Fue alumno de la Escuela
de Bellas Artes, de la que en 1850 llegó a ser profesor; en este mismo año fue
nombrado miembro de la Academia de Sevilla. La escasez de noticias biográficas
sobre este pintor está acompañada por la rareza de sus obras, que son conocidas
actualmente en número muy reducido.
Su
especialidad artística fue la pintura de asunto costumbrista, de la que
únicamente conocemos dos lienzos que representan ambos a Dos pilluelos jugando a los naipes, obra de clara ascendencia murillesca
que se conservan en Villamanrique. Proceden estas obras de la colección del
Duque de Montpensier, en cuyo catálogo figuraban otras tres obras de Escacena,
de ambiente musulmán, que representaban Un
pastor árabe, Paisaje africano con tienda de campaña y Retrato del Cid Mustafá
el Hesany. El asunto de estas pinturas hace sospechar una estancia de
Escacena en tierras marroquíes.
Se
tienen noticias también de que Escacena fue un excelente pintor de flores y un
sobrio retratista, aunque los ejemplos de esta última modalidad que conocemos
son de secundario interés, como se advierte en el de Alonso Cano que pertenece a la Academia de Bellas Artes de Sevilla,
y el del canónigo Félix José Reinoso de la Biblioteca Colombina, realizado en
1852, y que es copia de un original de José Gutiérrez de la Vega.
Antonio María Esquivel
Nacido
en Sevilla en 1806 y muerto en Madrid en 1857, Esquivel fue probablemente la
más brillante figura del romanticismo sevillano. Su formación se efectuó en el
seno de la Escuela de Bellas Artes, comenzando su carrera artística a los
veintiún años de edad en medio de un ambiente artístico de mediocre nivel
creativo, en el que su gran calidad como dibujante destacó de forma notoria.
Después de diez años de actividad sevillana, cuando su arte alcanzó su madurez,
Esquivel se trasladó a Madrid donde logró situarse en un puesto de privilegio
entre los pintores que actuaban en la Corte, obteniendo una alta reputación
como retratista. También prodigó la realización de composiciones religiosas e
incluso de asunto costumbrista, en los que recreaba escenas populares de
evocación andaluza.
En
1838 Esquivel regresó a Sevilla dispuesto a beneficiarse de la brillante
reputación artística que había conseguido en Madrid, aunque al año siguiente
una progresiva ceguera cortó su triunfal trayectoria. La lógica desaparición
que le invadió y que le llevó incluso a intentar el suicidio en dos ocasiones,
conmocionó a los ambientes artísticos sevillanos y madrileños, quienes
allegaron fondos para lograr su subsistencia e incluso para sufragarle diversos
tratamientos oftalmológicos, que afortunadamente le permitieron recobrar la
vista en junio de 1840.
Después
de esta penosa experiencia Esquivel decidió regresar a Madrid, donde pudo
recuperar su anterior prestigio, culminando su carrera con el nombramiento de
pintor de Cámara de Isabel II en 1843, y con el nombramiento de Académico de
San Fernando en 1847. Al año siguiente
publicó su famoso “Tratado de Anatomía Pictórica”, en el que resumía las
enseñanzas que en dicha disciplina impartía en la Academia. La incansable
actividad que Esquivel desarrolló en la última década de su vida, que tuvo como
fruto la realización de un copioso número de pinturas y la promoción y defensa
de las Bellas Artes, le acreditan como uno de los principales valores del
romanticismo español.
Fue
sobre todo Esquivel un magnífico dibujante, especialmente dotado para la
correcta configuración del cuerpo humano. Sin embargo, a pesar de vivir en
época romántica, sus figuras adolecen de frialdad en su expresión. 5us mejores
logros como pintor los obtuvo en la práctica del retrato, entre los que hay
obras excepcionales al lado de otras vulgares, desigualdad justificable según
el interés que le suscitase el modelo, y lógicamente también según la
importancia del precio convenido. Pero en sus mejores obras Esquivel muestra
siempre una cuidada descripción de los semblantes de los modelos, en los que
capta no sólo su parecido físico, sino su talante y los matices de su espíritu.
En todos ellos hay también una exacta descripción de los vestuarios con todo
tipo de texturas y brillos.
Gran
interés presentan los numerosos Autorretratos
de Esquivel , entre los que hay que mencionar el que le muestra en edad juvenil
conservado en el Museo de Arte de Barcelona, y el Autorretrato con su esposa de fecha próxima a su boda, es decir en
torno a 1827, propiedad del Marqués de Aracena de Sevilla. Menos conocidos son
los Autorretratos del Museo Lázaro Galdiano de Madrid, donde aparece con el
uniforme de académico, y el Casón del Buen Retiro, que es sin duda la mejor
imagen que el artista nos dejó de sí mismo. En los retratos femeninos Esquivel
refleja una clara influencia de la pintura inglesa decimonónica, cuyo espíritu
pudo captar durante su período de formación en Sevilla, merced al contacto con
su protector el cónsul Julián Williams. Tal influencia se refleja en los
Retratos de su mujer con su hija, que repitió en varias ocasiones y cuya mejor
versión se conserva en la colección Oriol. Otros retratos femeninos de gran
calidad son el Doña Concha Argüelles del Museo de Arte de Barcelona, y el de la
Señora de Carriquirre del Museo de Sevilla.
Junto
a los retratos femeninos destacan por su especial atractivo los retratos de
niños, en los cuales supo captar toda la ternura y el candor de la infancia.
Especial calidad técnica muestran los retratos de Isabel II y de su hermana
Luisa Fernanda, cuando contaban respectivamente ocho y seis años de edad, que
se conservan en colección del particular en Sanlúcar de Barrameda. De 1838 es
la magnífica representación de Isabel II como reina niña, que pertenece a la
colección del Banco de España en Madrid. Posteriormente, en 1845, volvió a
pintar a las dos hermanas en una excepcional composición que se conserva en el
Alcázar de Sevilla. Otros retratos infantiles de admirable técnica son los de
Los hermanos Manuel y Rafaela Flores Calderón, conservado en el Casón del Buen
Retiro, y la Niña desconocida y “Niño con caballo”, ambos en el Museo de Bellas
Artes de Sevilla.
Al
ser Esquivel uno de los más importantes retratistas de la Corte madrileña,
junto con los Madrazo y Carlos Luis Ribera, sus pinceles fueron solicitados
para perpetuar a los mas importantes políticos, militares, aristócratas e
intelectuales de su época. Entre su producción destinada a efigiar a personajes
de esta índole destacan, el Retrato
ecuestre del General Prim, del Museo Romántico de Madrid, el del General Espartero en sus dos versiones
del Museo de Cádiz y del Ayuntamiento de Sevilla, y el de Pedro Sanz de Andino del Banco de España de Madrid. Igualmente
habrán de citarse entre los más importantes de Esquivel el del Tercer Conde de Cabarrús, de colección
particular sevillana y el del Deán López
Cepero que pertenece a sus descendientes. Como prototipo de retrato romántico
ha de citarse también el de Juan Dómine
de colección privada, obra de importancia histórica dentro de la producción de
Esquivel, ya que lo comenzó a pintar poco antes de quedarse ciego en 1838, y lo
concluyó después de recuperarse de la vista en 1840, según lo hace constar el
propio artista al lado de la firma. Especial interés como testimonios
culturales de su época son los retratos colectivos que se denominan Una lectura de Ventura de la Vega en el
escenarioi del Teatro del Príncipe realizada en 1845, y Una lectura de Zorrilla en el estudio del
pintor, donde se efigian a los principales actores y literatos de aquel
momento histórico en Madrid.
Muy
intensa fue la dedicación de Esquivel a la pintura religiosa, en la cual se
advierte siempre una ejecución técnicamente correcta pero falta de auténtica
emoción espiritual. Obras de gran envergadura y alarde compositivo son La Transfiguración del Señor, realizada
en 1837, que se conserva en la iglesia de la Santa Cruz de la Palma, y sobre
todo La Caída de Luzbel de paradero
actual desconocido, ejecutada en 1841 después de la recuperación de su vista,
en la que plasmó una alegoría moral, al enfrentar al ángel de la luz con el de
las tinieblas en una aparatosa composición, cuyas figuras presentan grandes débitos
del estilo de Murillo. La habilidad para el dibujo de desnudos quedó sobrada
señalada en las representaciones de Adán
y Eva, La casta Susona y José y la
mujer de Putifar, perteneciente al Museo de Sevilla, obras en las que la
presencia de actitudes retóricas y declamatorias hace perder sinceridad y
verosimilitud en la expresión de sus personajes. Mayor intimismo y autenticidad
sentimental presenta la escena de Cristo
con Marta y María que se conserva en el convento de Santa Paula de Sevilla,
siendo de gran calidad La Magdalena realizada con correcto dibujo y
concentrando sentimiento espiritual. Sin embargo las representaciones de
crucificados como San Dimas, el Buen
ladrón y El Cristo de Quitapesares, resultan truculentos y desafortunados
en sus expresiones físicas y espirituales.
Como
buen romántico no pudo dejar Esquivel de tratar el tema histórico, conociéndose
temas que narran episodios de La prisión
de Francisco I, Colón en la Rábida, La muerte de Dona Blanca de Borbón, Los
infantes de Lara y La Campana de Huesca. En la mayoría de estas pinturas se
advierten aciertos compositivos pero una excesiva y enfática gesticulación. Con
tema mitológico fueron varias las obras realizadas por Esquivel, siendo la más
admirable El Nacimiento de Venus,
realizado en 1838 y que pertenece a la
colección Carles de Barcelona. Es obra de excepcional calidad en la que logró
el más bello prototipo de belleza femenina de toda su producción.
Con
la figura femenina ensayó Esquivel la consecución de imágenes teñidas de un sutil
erotismo, que viene a ser un desahogo frente a los rígidos y encorsetados
principios morales de la sociedad burguesa de su época. Entre estas pinturas,
realizadas en escaso número, merece citarse la Maja desnuda, de la colección
Valverde Madrid, de Córdoba y la Joven
quitándose una media del Meadows Museum de Dallas, fechada en 1842.
Dentro
del tema costumbrista se conocen magníficas pinturas de Esquivel, entre las que
sobresale la bailaora Josefa Vargas, realizado en 1848 y que pertenece a la
colección de los Duques de Alba en Sevilla. También ha de incluirse en este
apartado la pintura denominada La Caridad,
fechada en 1848 y que pertenece al Hospital de la Caridad de Sevilla, en la que
una niña da limosna a un grupo de mendigos ante la verja de un palacio y en
presencia de sus padres.
José Gutiérrez de la Vega
Nació
en Sevilla en 1791 y murió en Madrid en 1865. Su aprendizaje lo realizó en la
Escuela de Bellas Artes, donde ya estaba matriculado en 1802, y donde recibió
una formación basada en el culto y admiración por el arte de Murillo, reflejado
claramente en sus primeras obras; en ellas supo aportar sin embargo una
sensible suavidad y ligereza en las formas y admirables efectos de
transparencia y vaporosidad en los tonos cromáticos.
Capital
importancia en la definición de su personalidad artística fue su estancia en
Cádiz en 1829, donde retrató al cónsul de Inglaterra John Brackembury, a su
esposa e hijos, El ambiente artístico gaditano estaba en estos años impregnado
de efluvios culturales y artísticos procedentes de Inglaterra, y Gutiérrez de
la Vega supo asimilar en su arte el sentido elegante y aristocrático propio de
la pintura inglesa decimonónica, la influencia del arte inglés hubiera sido más
decisiva en su técnica si hubiera aceptado la invitación del citado cónsul para
viajar a Inglaterra, pero rehusó perdiendo una ocasión excepcional para
perfeccionar su pintura.
Hacia
1830 el panorama artístico sevillano no era lo suficientemente prometedor como
para colmar las aspiraciones de realizar una gran carrera pictórica que poseía
Gutiérrez de la Vega. Por ello en 1831 viajó a Madrid para tratar de obtener un
puesto de privilegio entre los pintores de la Corte. La favorable acogida que
allí tuvieron sus retratos le fue dando un progresivo renombre que le permitió
la obtención de la nutrida clientela, procedente de la burguesía, la clase
política y la aristocracia, hasta llegar incluso a introducirse en la Casa
Real, siendo nombrado en 1840 pintor honorario de Cámara. Su influencia en la
Corte le permitió obtener en 1843 el título de Academia de Bellas Artes para la
que hasta entonces sólo había sido escuela de Tres Nobles Artes de Sevilla. Sin
embargo sus aspiraciones a llegar a ser pintor numerario de Cámara no fueron
nunca colmadas a pesar de sus insistentes peticiones, lo que en cierto modo
amargó los últimos años de su vida.
El
estilo de Gutiérrez de la Vega se inserta perfectamente en el ámbito de la
pintura romántica, de la que es, a nivel hispano, un magnífico exponente. En
sus inicios artísticos se advierte cierta rudeza de estilo que superó en años
posteriores a base de oficio. Así en el Retrato
del Deán López Cepero fechado en 1817 y que perteneció a la colección
Ibarra, muestra una expresividad arcaizante, superada en parte en retratos de
fechas posteriores como los de Don Manuel
Moyano de colección particular en Valladolid, y de El Venerable Rafael de San Antonio del Hospital de la Caridad de
Sevilla. 5us contactos pictóricos con los ambientes de influencia inglesa en
Cádiz y Sevilla, mejoraron sensiblemente su arte, como, lo prueban los retratos
de John y Catherine Brackenbury de
colección particular de Madrid, realizados en 1830, y los de Richard y Harriet Ford de 1831
actualmente en poder de sus herederos en Londres.
En
sus pinturas religiosas de época sevillana se advierte un proceso evolutivo
similar al de sus retratos, puesto que en las primeras representaciones
conocidas con esta temática muestra un estilo decididamente murillesco, pero
carente de las virtudes del gran maestro barroco, especialmente en el dibujo,
que es ciertamente desmañado. Así las pinturas que representan a Cristo y la Samaritana, La curación del
paralítico en la piscina y La oración en el Huerto, realizadas en 1824 y
pertenecientes a la iglesia de San Pedro: en Sevilla, muestran figuras de torpe
expresión y animadas por un convencional colorido. Igualmente en la monumental
figura de San Clemente, obra fechable hacia 1825 que se conserva en la
sacristía de la iglesia del Sagrario de Sevilla, se observa una gran sumisión
al estilo de Murillo, y de no estar firmada podría considerarse como obra de
algún discípulo del gran maestro sevillano.
La
etapa madrileña de Gutiérrez de la Vega se desarrolló a partir de 1831, cuando
se traslada a la Corte, donde permaneció durante treinta y cuatro años. Durante
este largo período de tiempo su técnica progresó admirablemente, siempre dentro
de una fidelidad al espíritu pictórico con que se había formado en Sevilla.
Lógicamente en Madrid hubo de quedar impresionado por la fuerza expresiva y la
asombrosa técnica de los retratos de Goya, lo que se traduce en una factura más
briosa, una mayor viveza en la expresividad de sus modelos y una
intensificación de la transparencia de su color. Entre los retratos femeninos
que acusan esa influencia hay que citar en primer lugar el denominado Gema sentada del Museo de la Habana, en
el que el artista ha creado una actitud física procedente de la Gioconda y que
constituye sin duda una de las presencias más seductoras del romanticismo
hispano. Otros retratos femeninos de alta calidad son el de Doña Teresa Sheroft de Bruguera y el de La Duquesa de Frías de colección
particular. Especial calidad tienen los retratos de Cristina Frau y Mesa de la colección Álvarez de Madrid, atractivo
por la gran belleza del modelo, y el de La Reina María Cristina del Palacio
Real de Madrid, realizado con los mejores recursos de su técnica.
Muy
gratos resultan los retratos infantiles de Gutiérrez de la Vega, entre los que
merece la pena subrayar la Niña con un
perro del Museo de Sevilla, y el del Marqués
de Espeja, niño, de colección privada en Madrid. Gran atractivo presenta el
retrato de Isabel II niña donde aparece ataviada ya como reina, y cuya
aparatosa presencia contrasta con el ingenuo semblante de la futura soberana.
Entre
los retratos masculinos señalaremos su propio Autorretrato, del que se
conservan dos versiones, una juvenil en Museo Romántico de Madrid y otra más
adulto en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Magníficos por su digno semblante
son el retrato del Marqués de Almonacid
de los Oteros y el de Un caballero,
que puede ser un artista, en colección privada de Madrid, cuyo protagonista
muestra una presencia puramente romántica.
De
gran calidad es el retrato del canónigo Félix José Reinoso que se guarda en el
Rectorado de la Universidad de Sevilla, firmado y fechado en 1839, del que se
conserva una replica en la colección Méndez Casal de Madrid.
Entre
retrato y pintura de género hay que considerar la Maja Desnuda del Casón del Buen Retiro de Madrid obra excelente de
técnica, fluida y deshecha, en la que está presente una influencia de las Venus
de Ticiano del Museo del Prado.
Dentro
de los temas religiosos realizados en Madrid por Gutiérrez de la Vega, es
necesario citar en primer lugar La última
comunión de San Fernando pintada en 1832 con motivo de su nombramiento como
Académico de Mérito. Importantes por su calidad técnica son las Alegorías del
Nuevo y Antiguo Testamento, que pertenecen al Museo de Málaga, captadas a
través de bellas figuras femeninas de excelente dibujo, sólo comparable al que
aparece en la Caridad, que estuvo en la colección del infante don Alfonso de
Orleáns en Sanlúcar de Barrameda. En todas estas obras el artista recrea un
evidente culto al estilo de Murillo, que intensifica aún más en el Martirio de Santa Catalina, del Casón
del Buen Retiro, en las Santas Justa y Rufina del Palacio Real de Madrid y en La Magdalena despojándose de sus joyas
de la colección González de Madrid, donde el artista recrea un original de
Valdés Leal hoy en propiedad particular. Esencias murillescas de alta calidad
aparecen también en sus versiones de La Virgen con el Niño, cuyos mejores
ejemplares se conservan en el Museo de La Habana, y en la colección López
Quesada de Madrid. Firmada y fechada en Madrid en 1856, se encuentra La Inmaculada de colección particular
sevillana, en la que el artista recrea de forma admirable los mejores logros
obtenidos por Murillo al tratar esta iconografía.
Manuel Rodríguez de Guzmán
Su
nacimiento acontece en Sevilla en 1818 y su muerte en Madrid en 1867. Fue
alumno de la Escuela de Bellas Artes de Sevilla y también de José Bécquer,
quien le inició en la pintura costumbrista, modalidad a la que fundamentalmente se dedicó a lo largo
de su vida.
Su
arte se caracteriza por una facilidad compositiva y por el empleo de una
pintura celada, ágil y deshecha, que otorga una gran vitalidad a sus escenas.
Obras
características de este artista durante la primera etapa artística de su vida,
desarrollada en Sevilla, son Las Buñoleras, El mendigo cantor, y La trapera,
todas ellas en colecciones particulares de Madrid, en las que el artista
resuelve con facilidad la variopinta expresión de sus personajes, en escenarios
de reducida dimensión espacial. Progresivamente Rodríguez de Guzmán fue
acometiendo pinturas de mayor empeño compositivo, como La procesión del Rocío y la Feria
de Sevilla, realizadas en 1853, que se conservan en el Palacio de Riofrio. En ambas composiciones aparece multitud de
personajes que gesticulan, cantan y jalean a pie y a caballo, configurando un
animoso espectáculo, emotivo y jubiloso.
A
partir de 1854 Rodríguez de Guzmán fijó su residencia en Madrid, atraído por
las mayores posibilidades que la Corte le ofrecía a su actividad pictórica,
merced especialmente al interés que sus pinturas suscitaron en Isabel II. Este
interés cristalizó en una propuesta que el pintor elevó a la soberana,
consistente en la realización de una amplia serie pictórica que recogiese las
distintas fiestas, ferias y romerías que se celebraban en España,
comprometiéndose a realizar al año un cuadro de este tipo. Aunque esta
iniciativa no llegó a cristalizar definitivamente, los primeros intentos se
tradujeron en pinturas que representan La
Romería de la Virgen del Puerto, del Museo Romántico de Madrid, La feria de Santiponce, del Casón del
Buen Retiro y El entierro de la sardina
que pasó a formar parte de la colección real, pero de la que no se posee
actualmente referencia alguna.
La
actividad de Rodríguez de Guzmán en Madrid gozó de especial predilección
oficial, puesto que el estado le adquirió en 1864 Las Habaneras y Gitana
diciendo la buenaventura a unos gallegos, obras de las que no se tiene
noticia de su paradero. Tampoco se conoce el destino actual de La feria de
Mairena, que fue propiedad del Marqués de Santa Marta, ni la Escena de caza,
que perteneció al Marqués de Castilleja.
Dentro
de la temática costumbrista Rodríguez Guzmán dedicó amplia atención al tema
taurino, conociéndose con este tema el Retrato
de Lucas Blanco, de la colección del Marqués de Aracena, de Sevilla; Una
vara perteneciente a la colección Berckemeyer de Lima, Preparativos de un
picador, de colección particular sevillana La suerte de matar, del Museo
Taurino de Lima y Brindis de un torero en colección particular en Sevilla.
Gran
interés presentan dentro de la producción de Rodríguez de Guzmán dos obras
realizadas en 1860, que representan El Bautismo y la. Confesión, conservadas en
la colección de Muñoz en Madrid, y que probablemente pertenecen a una serie de
los siete sacramentos.
El
contacto con el espíritu académico imperante en los ambientes oficiales
madrileños movió a Rodríguez de Guzmán a practicar la pintura de historia, pero
aunque se poseen testimonios de obras realizadas con esta temática, ninguna es
conocida en nuestros días.
También
realizó pinturas con temas de inspiración literaria, como una Escena de
Rinconete y Cortadillo y Las bodas de Camacho que pertenecen al Casón del Buen
Retiro. Finalmente citaremos dentro de su dedicación al retrato el de Eugenia
de Montijo, de la colección de los Duques de Alba, de Madrid, y el de la
Duquesa de Medinaceli, que posee actualmente uno de sus herederos. Ambos
retratos están realizados en pequeño formato, estando situados los personajes
al aire libre. En su tratamiento se advierte un desenfado técnico de evocación
goyesca, que puede derivar de sus contactos con el pintor Eugenio Lucas, con
quien se vinculó a través de una profunda amistad.
José Roldán
La
existencia de este pintor transcurrió íntegra en Sevilla, donde nació en 1808 y
murió en 1871. Se formó en la Escuela de las Tres Nobles Artes, de esta ciudad,
iniciándose artísticamente en el ejercicio de copiar a Murillo, cuyo estilo
influyó en su pintura, especialmente en los temas de asuntos populares. Su dedicación
pictórica es mUy amplia, pues abarca escenas costumbristas, paisajes con vistas
de Sevilla, retratos, escenas religiosas y bodegones, especialmente floreros.
Fue profesor de dibuja en la Escuela de Sevilla, de la que llegó a ser
director, siendo también nombrado miembro de la Academia local en 1850.
La
dedicación a la pintura costumbrista incluye un amplio repertorio de personajes
de la vida popular, especialmente pilluelos, mendigos, campesinos, arrieros y
cazadores, que captó con un dibujo correcto un tanto estereotipado, pero
siempre suelto e intuitivo, y un colorido de gamas suaves y armoniosas. Sus
escenas costumbristas tienen siempre una profunda vinculación ambiental con el
entorno sevillano. Así en la colección Morales, descendiente del artista,
figura un grupo de escenas populares entre las que pueden citarse Campesinos en un camino, donde se
representa a una familia descansando a
la vera de una fuente con el panorama del perfil de Sevilla en lejanía y
Pilluelos junto a las murallas de la Macarena, en cuyo fondo se advierte la
silueta del Hospital de la Sangre. En la misma colección figuran El frutero,
que describe una escena en la que un campesino con su borrico cargado de frutas
vende su mercancía a una joven que aparece tras el cierro de una ventana con un
fondo de arquitectura sevillana, que podría ser la calle de San Luis. Típico de
este artista es también el motivo que presenta a unos Pilluelos leyendo el
cartel de una corrida, del Casón del Buen Retiro, en la que Roldán recrea el
pintoresquismo infantil murillesco adaptándole admirablemente al espíritu
decimonónico. Mucho más conocida es La Caridad del Palacio de Aranjuez, obra
que se desarrolla delante de la puerta de los Palos de la Catedral de Sevilla,
en la que una elegante dama socorre a una joven madre mendicante rodeada de sus
hijos. Otra de las pinturas más conocidas de Roldán es la Visita de Isabel II
Hospital de la Caridad, que se conserva en dicha institución, y que recrea
intuitivamente un hecho histórico acaecido en 1862, con un tratamiento
costumbrista.
Intensa
y sobresaliente fue la dedicación de Roldán al retrato, género en el que fue
especialmente solicitado por la sociedad sevillana. En esta modalidad pictórica
hay que mencionar en primer lugar un grupo de retratos familiares que conservan
los descendientes del artista en Sevilla, entre ellos, destaca su propio
Autorretrato, en el que su figura, de medio cuerpo, aparece inserta en un óvalo
sosteniendo la paleta y los pinceles. Admirable presencia juvenil, serena y
concentrada muestra el Retrato de una de sus hijas, e igualmente es de singular
interés el Retrato de sus cinco hijos, en los cuales trata de captar la
diferente psicología que los niños muestran en sus diversas edades infantiles.
Por su indudable atractivo no podemos dejar de reseñar el Niño vestido de
escocés que aparece con atavíos de cazador con un fondo de paisaje, en el que
se recorta el perfil de la ciudad de Sevilla y la Nina vestida de blanco, en
delicada actitud meditativa sentada junto a una mesa en la que hay un precioso
búcaro de cristal con un florero.
Fuera
de este ámbito de los retratos familiares es preciso señalar en primer lugar el
excepcional de D. Ildefonso Núnez de
Prado, que se conserva en colección particular de Sevilla, en el que
aparece sentado de cuerpo entero con elegante apostura, en un interior y con un
perrillo recogido a sus pies. Otro retrato de gran calidad dentro de la
producción de Roldán es el de Los Niños
Miguel, Matilde y Rafael Desmaisieres, perteneciente a una colección sevillana,
fechado en 1855, que es uno de los mejores retratos de grupo con representación
infantil realizados en la Sevilla decimonónica. En este lienzo al igual que en
el del niño vestido de escocés antes mencionado, se hace notar la influencia de
la pintura inglesa de principios del siglo XIX que el artista muestra conocer,
aunque no podamos precisar actualmente a través de qué conducto. También en la
misma colección sevillana se conserva el aparatoso retrato, por sus
dimensiones, de El Marqués de la Motilla y el Conde del Águila. Ambas figuras
aparecen a caballo captadas a tamaño natural, respaldados por un amplio paisaje
de fondo en el que aparece una calesa con varios familiares femeninos del
Marqués de la Motilla. En el Museo de Bellas Artes de Granada se conserva una
versión reducida de esta pintura, que es probablemente un estudio preparatorio
para la versión definitiva. Retratos de Roldán más convencionales, limitados
compositivamente por su reducido formato, son los de El Cardenal Wisseman conservado en la Biblioteca Colombina, y el de
Dª Petra Samaniego, que pertenece a
colección privada en Castilleja de la Cuesta.
Joaquín Domínguez Bécquer
Nació
en Sevilla en 1811 y en esta ciudad murió en 1879. Fue primo de José Domínguez
Bécquer y no hermano como tradicionalmente se había señalado, y por lo tanto
fue tío segundo de Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer. Su formación la realizó
en la Escuela de Bellas Artes de la que llegó a ser catedrático, director y
también desde 1847 miembro de la Academia sevillana. Fue también profesor de
dibujo de los hijos de los Duques de Montpensier, y en 1850 alcanzó el título
de pintor honorario de Cámara, como recompensa de los trabajos de restauración
que a partir de 1845 dirigió en el Alcázar de Sevilla.
Sus
virtudes artísticas se fundamentan sobre todo en la posesión de un dibujo
suelto y certero al tiempo que en un dominio del color que le permitió obtener
tonos brillantes y luminosos. Se dedicó especialmente a la realización de
escenas costumbristas, conociéndose obras muy tempranas, como el Baile de
gitanos conservado en el Palacio Real de Madrid, en el que muestra ya la
destreza de su dibujo y su habilidad para coordinar los gestos y actitudes de
todos los personajes. En esta misma línea se muestra la Bolera bailando el vito en un mesón, los Majos jugando a las cartas
en una taberna, de colección particular en Sanlúcar de Barrameda y La escena en
un mesón de una colección privada de Sevilla, obras en las que la utilización
de planos alternantes de luz y sombra otorgan a las escenas una intensa
profundidad espacial.
Obras
en las que Domínguez Bécquer alterna magníficamente la ambientación ciudadana
con la presencia de tipos populares acertados, son el Majo y la Maja del Museo
de La Habana, donde el artista crea dos prototipos característicos de la
juventud popular sevillana, vinculado el primero al ambiente de un mesón y la
segunda a un fondo callejero cerrado por las murallas de la ciudad. Iguales
características poseen las atractivas figuras de un Torero en la calle, exhibiendo
una galana postura que incita la admiración popular, y las representaciones de
El espada Juan Lucas y Un pescador.
Obras, las tres, que pertenecen al Museo Taurino de Lima.
Entre
las mejores escenas costumbristas de Joaquín Domínguez Bécquer es menester
citar las que describen acontecimientos o circunstancias festivas como el Día
de Carnaval al pie de la Lonja perteneciente al Museo Romántico de Madrid,
Pasión desfilando por la Plaza de San Francisco, Vista de Sevilla desde la Cruz
del Campo, de 1854 y la Plaza de la Maestranza de 1855, obras estas tres
últimas que pertenecen al Museo de San Telmo de San Sebastián, en las que el
artista incluye amplias escenas con multitud de personajes hábilmente
descritos. Su habilidad para fundir amplios paisajes con escenas costumbristas
se advierte en La vendimia de 1855, obra que pertenece a colección privada en
Sanlúcar de Barrameda, y que hace pareja con El Lagar en dicha colección,
resuelta en un interior con un potente efecto de claroscuro.
Muy
intensa fue la dedicación al retrato de Joaquín Domínguez Bécquer, siendo
posible señalar como obra maestra su propio Autorretrato que se conserva en
colección particular en Sevilla, donde remeda efectos velazqueños con gran
maestría. Otros retratos interesantes dentro de su producción son El Duque de
Montpensier con traje andaluz y La Duquesa de Montpensier en los jardines del
Alcázar, obras de gran espontaneidad en la presencia de ambos personajes, que
se conservan en Sanlúcar de Barrameda. De gran calidad es también el retrato de
la Duquesa de Montpensier de 1853, que conserva la Marquesa de los Ríos de
Sevilla, captado en los jardines de San Telmo con el río Guadalquivir y la
Iglesia de los Remedios al fondo.
En
distintas instituciones públicas sevillanas se conservan retratos de Joaquín
Domínguez Bécquer que han de considerarse como obras convencionales, por ser la
mayor parte de ellas retrospectivas. Así citaremos los de Fernando e Isabel la
Católica en el Archivo de Indias, Alfonso X y Pedro I en el Ayuntamiento, María
Coronel en el convento de Santa Inés, Martínez Montañés y Alberto Lista en la
Academia de Buenas Letras, Francisco Pacheco y Juan de Lugo en la Biblioteca
Colombina.
La
capacidad de Domínguez Bécquer como pintor de historia se puso a prueba con la
ejecución del gran lienzo que pertenece al Ayuntamiento de Sevilla, y que
representa La Paz con Marruecos, obra en la que el artista se ocupó durante
cuatro años y que concluyó en 1870. La composición en la que aparecen una
cincuentena de personas, distribuidas en dos grupos de marroquíes y españoles,
muestra en el centro al General O'donnell y al príncipe Muley el Abbas en el
momento de concertar la paz. Es obra sin embargo en exceso estudiada, y por
ello carente de expresividad natural. La ambientación de esta pintura debió
suponer al artista una estancia en Marruecos, lo que le permitió la realización
de episodios con asunto marroquí; prueba de esta estancia son dos magníficas
Escenas Marroquíes, escenificadas en zocos y plazas de alguna población de este
país, que se conservan en una colección particular sevillana.
Valeriano Bécquer
La
trayectoria vital de este célebre pintor romántico sevillano oscila desde 1833,
fecha de su nacimiento en Sevilla, hasta 1870, año en que falleció en Madrid.
Fue hijo del pintor José Domínguez Bécquer, adoptando como su hermano, el poeta
Gustavo Adolfo, el apellido Bécquer para denominarse en su quehacer artístico.
Al quedarse huérfano a los ocho años fue protegido por su pariente Joaquín
Domínguez Bécquer, primo de su padre, quien le inició en la pintura,
orientándole hacia la temática costumbrista. En 1861 contrajo matrimonio, pero
al año siguiente la unión se deshizo, por lo que decidió trasladarse a Madrid,
donde hacía ocho años que vivía su hermano Gustavo Adolfo.
En
Madrid la existencia de Valeriano Bécquer no fue nunca excesivamente
desahogada, siendo los momentos más felices aquellos en que merced a una beca
del Ministerio de Gobernación concedida en 1865, pudo realizar junto con su
hermano un amplio viaje por tierras aragonesas y castellanas, recogiendo temas
populares que dibujaba constantemente al aire libre. En 1868 la concesión de
esta beca fue cancelada y su existencia se tornó de nuevo precaria, situación
que se resolvió cuando en 1870 consiguió ser nombrado dibujante de “La
Ilustración de Madrid”. Sin embargo, poco pudo disfrutar de lo que parecía ser
su definitiva estabilidad económica, porque falleció este mismo año. La
prematura muerte de Valeriano Bécquer, que no llegó a cumplir los treinta y
siete años, malogró una brillante trayectoria que hasta su breve final le
revela como uno de los pintores más profundos de la España decimonónica.
De
su producción sevillana no son muchas las obras identificadas hasta el
presente. Entre las pinturas costumbristas realizadas en su etapa sevillana hay
que destacar primeramente El aguador de 1851 y el Muchacho fumando, de
colección privada en Sevilla, donde lejanas influencias murillescas aparecen
superadas por la manifestación de la desgarrada condición social de los personajes.
Por estas fechas hay que situar también El paso del control, del Banco Exterior
de España, obra que muestra una visión ajena a todo folklorismo descriptivo, en
la que un carabinero revisa los documentos de un joven campesino que viaja a
lomos de su asno.
Obra
fundamental de la producción de Valeriano Bécquer es el excelente Interior
isabelino, firmado en 1856 v que pertenece al Museo de Cádiz. Esa
pintura muestra una puntual visión familiar, presidida por el sosiego y la
reflexión dentro de un interior doméstico pormenorizadamente descrito. En el
mismo nivel de calidad hay que situar el Estudio
de un pintor carlista de 1859 y perteneciente al Casón del Buen Retiro,
obra que muestra una escena familiar protagonizada por un oficial carlista
pintando una batalla de caballería, acompañado de sus hijas y de su esposa
sentada ante un piano. De este mismo momento son obras de carácter menor como El Bardo, del Museo de Buenos Aires,
magníflco prototipo del poeta romántico, y Un
conspirador carlista y Una nodriza
del Museo Romántico de Madrid, fechados en 1856.
Son
varios los retratos de Valeriano Bécquer identificados en su época sevillana,
siendo el más antiguo de los fechados el Retrato ecuestre del Conde de Ibarra,
de 1850 y que pertenece a colección privada en Sevilla, obra de singular
atractivo a pesar de su reducido tamaño, realizada con admirable soltura de
dibujo. En este mismo año está fechado el Retrato de dos niños, de la colección
Segura Acosta de Sevilla, donde el artista evidencia su capacidad para captar
la psicología infantil.
Hacia
1855 puede situarse la ejecución de los retratos de Elvira y Francisco Williams
en colección privada en Sevilla, obras ambas en las que los modelos reflejan
concentradas actitudes psicológicas. En 1857 está fechado el retrato de su
padre José Domínguez Bécquer, obra que adolece de cierta inexpresividad, al no
haber sido realizada ante el modelo vivo; y de 1859 son los retratos de Gumersindo Díaz del Museo de Bellas
Artes de Sevilla, y el de Josefa Fraile, que se conserva en la Diputación de
esta misma ciudad. Entre 1860 y 1862, como muestra de su postrera actividad
sevillana, pueden citarse tres retratos en colección particular de Sevilla y
que efigian Juan Pedro Lamarque, Antonia
de Narvoa y Antonia Díaz.
La actividad de Valeriano Bécquer en
su etapa madrileña se distancia notablemente en espíritu de la correspondiente
a su etapa sevillana. Hay en ella una mayor objetividad v un temperamento más
profundo a la hora de plasmar las representaciones descriptivas de ambientes y
tipos populares. En estos años pueden citarse El Presente del Casón del Buen Retiro, el Interior de una casa en Aragón, del Museo de Bellas Artes de
Sevilla, testimonio de su paso por tierras aragonesas. De ambiente castellano
son EI baile, del Casón del Buen
Retiro, El leñador y La hilandera, de 1866, conservados en el
Casón del Buen Retiro. De 1867 son La
fuente de la ermita, Aldeano y Aldeana del valle de Ambles. Muy escasos son
los retratos conocidos de Valeriano Bécquer durante su etapa madrileña,
pudiéndose citar en primer lugar en excepcional efigie de su hermano Gustavo
Adolfo Bécquer, que ha de considerarse como una de las obras capitales de la
pintura romántica española y que puede compararse con toda dignidad con los
mejores retratos realizados en su época en Europa; su ejecución puede fecharse
hacia 1862, coincidiendo con el reencuentro de ambos hermanos en Madrid. En
esta pintura el sentimiento fraternal de Valeriano Bécquer le movió a captar la
efigie de su hermano con una máximo de expresividad anímica, lo que le permite
arrancar de su espíritu un intenso hálito de melancolía y de morbidez,
consustancial con el genio del poeta y asimismo con el signo de los tiempos que
le había correspondido vivir. Hay también en este retrato una singular
elegancia aristocrática y una vibrante emoción en la mirada, que conecta
intensamente con la del espectador y que no deja nunca de cautivar la atención
hacia tan sugestivo personaje.
Otros retratos de época madrileña
son los de Rafaela María Antonia Navarro,
parientes del artista y que se conservan en colección privada en Soria. También
de este momento son los de Una niña,
del Museo Lázaro Galdiano de Madrid, fechado en 1860, y los de Antonio Díaz Cendrera el de su esposa,
de colección particular madrileña, fechados en el mismo año de su muerte.
Andrés Cortés
Nació este artista en Sevilla en
1810 y aquí murió en 1879. Su formación debió realizarse en Francia, al lado de
su padre Antonio Cortés, quien había sido alumno de Constantín Troyón. Fue por
lo tanto iniciado en la práctica de una pintura paisajística de carácter
realista, vinculada al espíritu de la Escuela de Barbizón. Este aprendizaje lo
evidencian dos Paisajes firmados,
conservados en el comercio de arte sevillano, y otros dos en colección
particular de esta misma ciudad, junto con una representación de Vacas en un
arroyo, que pertenece al Bowes Museum. Son obras ajenas a la estética del
paisaje sevillano, realizadas en fechas que pueden situarse entre 1835 y 1840.
A partir de 1840 se tienen noticias
de la actividad de Andrés Cortés en Sevilla, una vez concluida su formación en
Francia. Su actividad profesional fue compartida con la práctica de la docencia
en la Escuela de Bellas Artes, de la que fue profesor, llegando a ser nombrado
académico a partir de 1862.
La pintura que consagró a Cortés
dentro del ambiente sevillano fue La
Feria de Sevilla, pintada en 1852 para el Conde de Ibarra, en la que
describe con admirable habilidad el popular y multitudinario ambiente,
protagonizado por tratantes, pastores, caballistas y bailaores, figurando en un
segundo término las casetas alineadas con sus toldos azules y blancos. Al fondo
de la composición aparece el perfil de la ciudad, en el que se identifica el
Palacio de San Telmo, la Puerta Nueva, las Murallas, la Fábrica de Tabacos, la
Catedral y la Giralda. Otras versiones de La
Feria de Sevilla fechadas en 1852, se encuentran en el Museo de Bellas
Artes de Bilbao y en el Ayuntamiento de Sevilla, obra esta última, aunque
firmada, de menor empeño y calidad que las anteriores.
En esta misma línea descriptiva del
entorno de la ciudad, Cortés realizó una Vista de Sevilla desde el Prado de San
Sebastián, firmada en 1866, que figura en colección particular, obra en la que
describe también pastores, caballistas y transeuntes con admirable habilidad.
La armoniosa vinculación entre las Figuras humanas y su entorno paisajístico,
fue una de las virtudes artísticas más relevantes de Cortés. Estas
características aparecen reflejadas en obras de excelente calidad como Cazadores junto a un pozo o Camino de la Feria, ambas en colecciones
particulares sevillanas, o Paisaje con pastores y gallados de colección privada
en la Palma del Condado, donde las actitudes de caballistas, ganados,
cazadores, se funden de forma equilibrada con una visión de la naturaleza
vibrante y espectacular.
En otras ocasiones Cortés convierte
a la figura humana en protagonista absoluta de la composición, mientras que la
naturaleza pasa a ser un simple telón de fondo. Ejemplos de esta concepción
pictórica son El tío Gamboa de Hinojos,
obra firmada y fechada en 1857, Un
leñador cosiéndose las vestiduras, que forma pareja con la anterior y que se conservan en
colecciones particulares sevillanas. Menor entidad, puesto que derivan hacia la
pintura de género de carácter intrascendente, poseen los Niños jugando de colección privada en Madrid, y la Vendedora gitana que figura en la Casa
de los Tiros de Granada.
Al margen del paisaje y del
costumbrismo, pueden citarse entre las obras de Cortés La Caridad de las
Hermanas de San Vicente de Paul, de 1847, que pertenece al Ayuntamiento de
Sevilla. Es obra de endeble calidad, que de no estar Firmada podría no
considerarse como original de este artista. Señalaremos finalmente algunos
retratos de Cortés que evidencian sus escasas dotes en esta modalidad
pictórica. F echado en 1851 aparece el retrato de Nicolás Antonio en la
Biblioteca Colombina, y en 1854 el de José María Ibarra que posee actualmente
el Conde de Ibarra en Sevilla. En el Ayuntamiento de esta ciudad figura el
retrato de Rodrigo Ponce de León, firmado en 1856 y finalmente en el Palacio
Arzobispal hemos de señalar el retrato del Cardenal D. Luis de la Lastra, de
1876, del que existe una réplica también firmada en Biblioteca Colombina.
José María Romero
A pesar de ser un pintor de singular
relevancia dentro del panorama de la pintura romántica sevillana, la biografía
de Romero no nos es bien conocida. Debió de nacer en Sevilla hacia 1815 y murió
hacia 188S. Fue profesor de dibujo en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla
desde 1841, y en 1850 fue nombrado académico en esta ciudad, cargo que ocupó
hasta 1866 en que cesó por haberse trasladado a Cádiz, donde se ocupó de la
docencia artística en la Escuela de Bellas Artes de esta ciudad al tiempo que
prosiguió su trayectoria artística.
La dedicación fundamental de José
María Romero fue la del retrato, advirtiéndose que una vez ausentes de la
ciudad Esquivel y Gutiérrez de la Vega, fue el primer retratista sevillano,
pudiéndose decir que no hubo en el ambiente local ninguna familia de condición
burguesa o aristocrática que no contratase sus servicios. Como obra retratista
más relevante dentro de su producción es necesario citar El bautizo de la
Infanta María Isabel de Orleans y Borbón, obra conservada en Villamanrique de
la Condesa, realizada en 1848 en la que retrata ciento cinco personajes
asistentes al acto. También como retratos colectivos hay que considerar dos
pinturas que recogen acontecimientos públicos celebrados en Sevilla en 1877 con
motivo de la visita realizada por Alfonso XII a esta ciudad; representan a
Alonso XII contemplando en la Capilla Real, el cuerpo incorrupto de San
Fernando y a Alfonso XII firmando el acta de colocación de la primera piedra
del monumento a San Fernando en Sevilla.
Como retratista de niños Romero
puede figurar entre los más hábiles de la pintura española decimonónica. En
esta modalidad citaremos en primer lugar el Retrato
de los hijos del Conde de Ibarra, realizado en 1852, en el que supo captar
la diversidad de las expresiones anímicas en cada uno de los cuatro niños que
aparecen jugando en un jardín. Otros magníficos retratos son los que efigian al
niño Eugenio de la Borbolla en traje de gardamarina que pertenece al Museo
Romántico de Madrid, y los que representan a Dos jóvenes y Tres niños con un perro, obras que forman pareja, en
las que los retratados pertenecen a la familia Santalo y aparecen en interiores
domésticos perfectamente ambientados a la moda de la época romántica.
Entre
los retratos de carácter familiar sobresalen los que representan a los jóvenes de la Familia Halcón que
conservan sus descendientes en Sevilla, el Padre
con su hija que pertenece a la colección Morales de esta misma ciudad. Fue
Romero especialmente un magnífico retratista femenino, y en este sentido hay
que citar como obras especialmente logradas el retrato de Una Dama que se
conserva en el Museo Romántico de Madrid, el de La actriz Teodora Lamadrid del
Conservatorio de Música de Madrid, el de Dª Cecilia Álvarez Arispe, perteneciente
a la colección del Conde de Ibarra, de Sevilla, el de María de las Mercedes de
Orleáns del Ayuntamiento de esta ciudad y el de la Marquesa de Villavelviestre en colección particular sevillana.
Los
retratos masculinos de Romero tienen siempre menos atractivo, pero no por ello
menos calidad técnica. Gran atractivo presentan el del Joven marino y el de
Luis Daoiz, ambos de propiedad privada en Sevilla, existiendo de este último
una versión reducida en el Ayuntamiento, donde también se encuentra un retrato
de El Cardenal Wisseman. Excelente es el Retrato del arzobispo D. Joaquín
Tarancón que figura en la biblioteca del Palacio Arzobispal, y el de D. Judas
José Romo, que existe en dicho palacio con réplica en la Biblioteca Colombina.
Muy
escasas son las pinturas de tema costumbrista que se conocen en nuestros días,
siendo en ellas perceptible una clara recreación del espíritu de Murillo. En
colección particular de Sevilla figuran dos obras características que
representan Baile en interior burgués y
Escena galante, obras narradas con soltura de dibujo y sobre todo con gran
habilidad compositiva. También muy características de Romero son las Gaditanas en el balcón, trasunto de las
“gallegas en el balcón” de Murillo, hábilmente adaptadas al ambiente decimonónico.
Entre
el costumbrismo y la pintura de carácter religioso pueden citarse entre las
obras del artista El viático, de colección particular, de Sevilla y La
Confesión, que se conserva también en una colección particular de esta misma
ciudad. Pinturas propiamente religiosas, en las que de nuevo el espíritu de
Murillo se recrea hábilmente son la Aparición de la Virgen a San Ignacio de
Loyola, firmada en 1842 y por lo tanto obra primeriza dentro de su producción;
y Cristo y la Samaritana de colección privada en Sevilla, de la que existe otra
versión en el Museo Romántico de Madrid. En el comercio del arte de Madrid
figuran dos representaciones de formato marcadamente apaisado, que representan
el Ecce Horno y La Curación del ciego, obras en que lo religioso se equilibra
perfectamente con una descripción ambiental de carácter costumbrista.
Probablemente la pintura de tema religioso con más calidad de las conocidas de
Romero sea La imposición de la casulla a San Ildefonso, que se expone en el
Museo de la Catedral de Cádiz y que corresponderá al periodo de actividad de
este artista en dicha ciudad.
Manuel Alonso
Se
ignora la biografía fundamental de este artista, sabiéndose tan sólo que se
formó en la escuela de bellas artes de Sevilla y que aquí trabajo como renta
artista vinculado a los círculos a esta drásticos de la ciudad. Su producción
es también escasamente conocida, siendo el retrato más importante de los que se
han llegado a nuestros días el del marqués de Marcelina de colección particular
de Sevilla, firmado en 1858, donde el licenciado aparece vestido de cazador;
como en el resto de sus obras se observa un dibujo un tanto débil que otorgan
una blancura de expresión al modelo. También en 1855 realizo al retrato del
coronel Ignacio Romero de la colección Romero de Sevilla, que tiene como fondo
el Alcázar de Segovia. En el hospital de la calidad se conservan firmado y
fechado en 1856, los retratos de Dª María de Borbón y D. Antonio de Orleans,
Duques de Montpensier, que reflejan la habitual frialdad represiva de la
producción. Otro retrato de personaje histórico realizado por Alonso y que se
conservan en diferentes instituciones de la ciudad caracteres carecen
totalmente de interés.
Rafael Benjumea
Es también pintor de
biografía desconocida, conociéndose y tan sólo su formación en el seno de la
escuela de Bellas Artes; se sabe también que al finalizar sus estudios fue
protegido por el Duque de Montpensier, para quien realizó varias obras, siendo
las más conocida en las que se inscriben La Presentación y el Bautizó de Dª
María Isabel de Orleans y Borbón, que se conservan respectivamente en
colecciones privadas de Sevilla y Madrid. Son obras realizadas en 1849 que se
desarrollan en la capilla y salones del Alcázar de Sevilla, y en ellas el
artista describe minuciosamente a los numerosos personajes que participan en
las ceremonias, utilizando una técnica casi de miniaturista. Esta facilidad
para describir ambientes y ceremonias de carácter multitudinario enmarcara en
cierto modo la debilidad de su dibujo y su apagado sentido cromático. Sin
embargo, pese a sus no excesivas dotes artísticas, Benjumea fue solicitado por
Isabel II para pintar en la Corte en acontecimientos de carácter familiar, como
La Presentación y el Bautizo de la Infanta Isabel y La Presentación y el
Bautizo de Alfonso XII, obras que por cierto no le fueron pagados y que en 1873
reclamó jurídicamente a la soberana, ganando el pleito. Se tienen noticias de
otras obras de carácter histórico y costumbrista realizadas por Benjumea,
aunque actualmente no son conocidos.
Francisco de Paula Escribano
Nació este artista en
1820 en Sevilla, donde murió en 1900. Su formación tuvo lugar en la Escuela de
Tres Nobles Artes, sabiéndose que se especializó en la pintura religiosa e
histórica, de la que no se conoce ningún ejemplar. El testimonio de su arte ha
quedado patente en algunos retratos de discreta técnica, como el de José
Mendoza de los Ríos de la Biblioteca Colombina, y el de Pío X en el Palacio Arzobispal
y del Conde de Ibarra del Ayuntamiento. Más interesante es el retrato de Una
Novicia firmado en 1848, que figura en la clausura del Convento de San
Clemente. La obra más importante que conocemos de Escribano es La Presentación
de El Conde de Ibarra y su familia visitando el Museo de Bellas Artes, donde
aparece el propio artista realizando una copia de una de las salas del Museo,
cuyas paredes aparecen cubiertas de pinturas del propio Museo y otras muchas
que nunca han estado allí y que el pintor situó imaginariamente.
Alfred Deodencq
Nació este pintor en
París en 1822, y en la misma ciudad murió en 1882. Fue discípulo de León
Coignet en su juventud y vivió aproximadamente doce años de su vida, entre 1850
y 1863, trabajando al servicio del duque Montpensier, para quien realizó
numerosas composiciones pictóricas. Su estilo fundamentado en una técnica
suelta y vigorosos y en un brillante colorido, influyó de forma notoria en
algunos jóvenes pintores sevillanos de su momento.
Fundamentalmente Deodencq
trabajó como retratista de los Montpensier, y también como pintor de efemérides
y acontecimientos protagonizados por la familia Ducal. No le faltaron tampoco
oportunidades para captar en sus obras aspectos del costumbrismo andaluz,
tratando temas populares extraídos del ambiente local.
Como retratistas su
obra fundamental es el retrato de Los
Duques Montpensier y sus hijas,
firmado y fechado en 1853, que se conserva actualmente en colección particular
sevillana. Este excelente retrato de conjunto está realizado en los jardines
del Palacio de San Telmo, y en el Deodencq ha sabido captar una afectividad
familiar colectiva. Como fondo de la composición el artista ha distrito la
vegetación del jardín, la arquitectura del palacio y el perfil de la Giralda.
Como testimonio de la
actividad de Deodencq como pintor de efemérides protagonizadas por los
Montpensier, han de mencionarse dos pinturas que narran acontecimientos
acaecidos como consecuencia de la visita Sevilla de la madre del Duque, la
reina Doña María Amalia. Representan
estas pinturas, firmadas y fechadas en 1854: la llegada Doña María Amalia y los Duques Montpensier al Convento de la Rábida
y La entrada de Doña María Amalia y los
Duques de Montpensier en Cádiz. Ambas obras en colección particular de
Sevilla, están captadas con un vibrante ritmo compositivo, que resuelve
armoniosamente la interrelación de los numerosos personajes que en ellos
aparecen.
También para los
Duques de pintó Deodencq representaciones de carácter costumbrista local, como
Una cofradía pasando por la calle de Génova y Un baile de gitanos en los
jardines del Alcázar, obras y que firmadas en Sevilla en 1851 y que se
Conservan actualmente en colección privada de Valladolid.
Manuel Barrón
Nacido en Sevilla en 1814,
y en esta ciudad falleció en 1884. Su trayectoria artística fue similar a la de
los otros pintores sevillanos de su época, puesto que se formó en la Escuela de
Bellas Artes, en la que posteriormente, y 1841 fue profesor y desde 1872.
También en 1851 fue nombrado académico en Sevilla.
La producción artística de
Barrón estuvo dedicada fundamentalmente al paisaje, aunque en algunas ocasiones
trató también el tema costumbrista y el retrato. Como paisajista fue el pintor
más relevante de la escuela romántica sevillana, puesto que supo crear un
estilo definido y personal, después de haber asimilado intuitivamente
preferencias que proceden de Genaro Pérez Villaamil y David Roberts, artista a
los que recato personalmente en Sevilla.
Los paisajes de Barrón incluyen un repertorio de elementos típicamente
romántico que supo captar con acierto de la propia geografía andaluza, como
dicen en ambiente las serranías con sus aparatosos picachos, senderos tortuosos
y el imprescindible atractivos de los bandoleros y contrabandistas. Estas
características se testimonian de forma ejemplar en dos pinturas que pertenecen
al museo de Sevilla: Contrabandistas en
la serranía de Ronda y
Contrabandistas en la cueva del Gato, en realizadas en 1860. La
grandiosidad de la naturaleza vista desde la óptica del romanticismo también se
revela en el Paisaje con cazadores,
de colección particular de Sevilla.
Cuando Barrón describe vistas de ciudades, se atempera lógicamente la
exaltación romántica del paisaje, pero se trueca por un pintoresquismo
descriptivo igualmente espectacular. Así en Las
Lavanderas en el Tajo de Ronda, del Museo de Sevilla, Vacas Abrevando a la orilla del Guadalquivir, del mismo Museo, Vista de Sevilla desde San Juan de
Aznalfarache, que fue del Marqués de Aracena, o Vista de San Juan de Aznalfarache desde el Guadalquivir, en la
colección Ibarra, de Sevilla. Son obras que transmiten una apacible bucolismo y
que definen el gusto de la burguesía sevillana de disfrutar con la belleza
contemplación de una naturaleza que le era familiar.
Probablemente la representación paisajística de Barrón más popular y repetida fue la Vista de Sevilla desde la punta del Verde,
cuyo mejor ejemplar fechado en 1856 pertenece a la colección Ibarra, de
Sevilla, donde la visión en primer plano del río se acompaña de una lejanía que
incluye el perfil de la ciudad, en la que destacan la iglesia de los Remedios,
la Torre del Oro, el Palacio de San Telmo y la Catedral con la Giralda. Este
mismo punto de vista pero desde la otra orilla del río, describe una magnifica Vista de Sevilla desde el Guadalquivir,
que pertenecía al museo de La Habana.
A partir de 1860 el espíritu romántico fue desapareciendo de la obra
Barrón para ir dando paso a una concepción de paisaje más realistas y concreta.
Testimonio elocuente de esta nueva dirección pictórica y que es la Vista de Sevilla desde el puente de Triana,
que se conserva en el Palacio de Riofrío de Segovia, obra que fue adquirida al
pintor por Isabel II.
Manuel Cabral Bejarano
Nació en Sevilla en 1827, y
en esta ciudad murió y en 1891. Fue hijo de Antonio Cabral Bejarano y de él
tomó su segundo apellido, prescindiendo del materno que era Aguado, para así
poder seguir intentando el renombre artístico forjado con su padre. Su
formación se realizó en el taller paterno, y también en la Escuela de Bellas
Artes, de la que posteriormente fue profesor, alcanzando también la condición
de miembro honorario de la Academia sevillana en 1863. Fue además pintor
honorario de Cámara, merced a la afición que Isabel II tuvo por sus pinturas,
algunas de las cuales pasaron a la colección Real.
El arte de Manuel Cabral
Bejarano se inserta en preferentemente en la modalidad de pintura costumbrista,
en la que alcanzó gran popularidad merced a la facilidad para traducir al
lienzo escenas procedente de la vida cotidiana y popular. Estuvo dotado de un
dibujo minucioso un tanto duro y un colorido brillante pero convencional. Su
pintura es generalmente intrascendente y anecdótica, pero en nuestros días se
revela como un valioso testimonio de la vida cotidiana de Sevilla en la época
romántica.
Entre sus obras más relevantes, entre las que se conocen en nuestros
días, podemos citar la Salida de un
bautizo de la iglesia de San Marcos, firmado en 1856 y que se conserva en
colección particular de Sevilla; La
procesión del Corpus, de 1857 que pertenece al Cason del Buen Retiro, y La procesión del Viernes Santo de 1862,
conservada en el Alcázar de Sevilla, en los que realizan minuciosas
descripciones ambientales, tanto en la captación de los escenarios
arquitectónicos como en la pormenorización de los personajes en sus actitudes y
vestuarios, habiendo de advertirse que muchos de estos personajes, a pesar de
su pequeño tamaño, son retratos.
Son varias las obras de carácter menor que Manuel Cabral Bejarano que se
desarrollan en el interior de una taberna, como La Copla del Museo Romántico de Madrid, Escena en un mesón de una colección de Madrid, Escena de la ópera Carmen, o Después
de la procesión en sendas colecciones sevillanas. En todas estas obras
figuran castizos ambientes populares con personajes ataviados a la moda de la
época, en los que la presencia de guitarristas y bailaores en detalles
reiterados es indispensable.
Otras escenas desarrolladas en plazas, mercados, salones burgueses o
casetas de feria, incrementan en un variado repertorio pictórico de este
artista. Así pueden citarse El circo de
las coplas de colección particular de Madrid, Los majos en un balcón de 1854, conservado en colección privada de
Sevilla, Baile en un salón también de
colección particular de Sevilla y Baile
en una caseta de Feria y otra colección en Barcelona. Una de sus últimas
obras es La muerte de Carmen, fechada
1890, en la que describe este episodio escribiendo lo que teóricamente de la
ópera de Bizet. Muy interesante es el conjunto de cuatro pinturas que muestran
una Casa de campo a orillas del
Guadalquivir y próximas a Sevilla, que el artista pintó captando sus cuatro
puntos cardinales, con lo que tras los diferentes frentes en la casa se
advierten distintos fondos de paisaje, uno de los cuales incluye el perfil de
la ciudad.
También se dedicó a Manuel Cabral Bejarano al retrato, aunque con menor
fortuna artística, ya que en figuras de mayor tamaño resaltan aún más la dureza
de su dibujo. Obras de gran interés en su elegante Autorretrato del Museo Romántico de Madrid, fechado en 1851.
También en el museo Romántico de Madrid se conserva el retrato de Alfonsito Cabral en el que el niño
aparece en el Prado de San Sebastián, en un día de feria, ataviado con trajes
cortos andaluz y llevando humorísticamente un cigarro puro entre sus dedos. En
1872 es la figura que efigia a El Duque
de Montpensier en el Coto de Doñana, obra perteneciente al Museo de Cádiz.
Numerosos retratos se conservan en diversas instituciones públicas, entre los
que citaremos, sólo por un mayor calidad, el del pintor Manuel Barrón de la Academia de Bellas Artes de Sevilla, y el de Javier Lasso de la Vega, firmado en
1886, que figura en la Academia de Medicina de esta misma ciudad.
No fue muy pródigo Manuel Cabral Bejarano en la realización de temas de
historia, y entre los escasos que se conocen podemos citar La Santa Cruz sobre las aguas del museo de Cádiz, que narra un
episodio de la conquista de esta ciudad por Alfonso X el Sabio, y La Caída del Murillo del andamio en el
mismo Museo, obra realizada en 1862.
Francisco Cabral Bejarano
Fue hermano de Manuel, y por lo tanto hijo de Antonio Cabral Bejarano, y
al igual que aquel utilizó el apellido Bejarano en lugar de el de Aguado que le
correspondía por su vía materna. Nació en Sevilla 1824, y en esta ciudad murió
1890. Se inició en la pintura bajo los auspicios de su padre, forjando también
su arte en el ejercicio de copiar a Murillo. Sus pinturas, escasamente
conocidas, son similares de estilo a las de su hermano Manuel, especialmente
las de carácter costumbrista, y diferenciándose tan sólo a través de la firma.
Entre sus obras conocidas citaremos el Interior
de una iglesia durante una misa, y el
Interior de una iglesia durante un sermón, ambas de colección particular
sevillana, firmadas y fechadas en 1856 y 1857.
Entre su dedicación al retrato ha de citarse como sus mejores obras el
del Doctor Federico Rubio de
colección particular sevillana, firmado en 1852, y su propio Autorretrato, fechado al año siguiente,
que se conserva en el Museo Romántico de Madrid. Menor calidad tiene el retrato
del Dean López Cepero, que pertenece
a la Academia de Bellas Artes de Sevilla.
De su dedicación a la
pintura religiosa se conocen copias sin interés, que reproducen originales de
Murillo con las Santas Justa y Rufina
del ayuntamiento de Sevilla. Inspiradas en Murillo pero con composición
original, realizó la Virgen con el Niño y
San Juanito, que se conserva en la iglesia de San Vicente Sevilla.
Otros artistas
Hermano de Manuel y Francisco fue Juan
Cabral Bejarano, nacido en Sevilla en 1834, ignorándose la fecha de su
fallecimiento. Fue alumno de la Escuela de Bellas Artes, y se dedicó a la
pintura siguiendo las mismas tendencias que sus hermanos. Sus obras actualmente conocidas muestran una débil y
técnica, como puede advertirse en la serie de cuatro pinturas de tema colombino
que se conservan en Monasterio de la Rábida, cuyos temas son La llegada de Colón a la Rábida, Colón
discutiendo con Fray Pérez y el físico de Palos, La lectura de la Pragmática en la iglesia de Palos y La partida de Colón hacia el Nuevo Mundo.
Una de estas pinturas presenta la firma de este artista, y su identidad con el
resto de obras de la serie acredite con seguridad su pertenencia, pudiéndose
fechar todo el conjunto hacia 1855, coincidiendo con la inauguración del
Monasterio después de las restauraciones costeadas por los Duques de
Montpensier.
Otro miembro de la
dinastía fue Rafael Cabral Bejarano,
hermano de los anteriores, que nació en 1837 y que se dedicó fundamentalmente
al dibujo a pluma y al grabado, sin que se conozcan de él trabajos propiamente
pictóricos.
Entre los artistas
sevillanos dedicados a la pintura costumbrista ha gozado especial reputación Rafael García Hispaleto, nacido en
Sevilla en 1833 y muerto en París en 1854. Su corta trayectoria vital y su
escasa permanencia en su ciudad natal, impiden un mejor conocimiento de su
existencia y de su pintura.
Por otra parte, el del número de obras que el se conservan impiden
realizar un estudio está en satisfactorio de su estilo,. La parte también por
haber sido frustrada, arte a causa de una muerte temprana, fue cortada
trayectoria artística de Francisco de Vega, que nació en Sevilla mil ocho y
cincuenta en guionista de cine de su tinto 68. Fue discípulo de Joaquín
Domínguez Bécquer, y y sus obras cicatriz campo su correcto dibujo y su
colorido y la de sobrio. Cultivo una pintura con amplio repertorio temático,
conociéndose de su mano obras costumbristas cuyo mejor ejemplo, jugadores de
cartas en una caverna, se conserva y colección particular sevillana. Cono Sur,
asuntos literarios y de su mano obras como el encuentro de Cervantes un
estudiante, D., y continúa religioso se conserva en el museo de Sevilla El
martirio de los santos en el vacío y siete más.
Muy pocos 14, de Joaquín Díaz, y está formada la escuela de bellas artes
de Sevilla, cuyas primeras obras de alta de piloto tinto 56, sabiéndose que
ayer dio el ministro tinto 80. Fue y cúbicos de roca, y se dedicó
preferentemente a la pintura costumbrista, adquirió especial referencia al
paisaje, siendo especialista en el que acontece en el 81 el Sevilla, y que
muestran al. Del perfil de la ciudad. Paisaje de esta característica se
conservan y colecciones particulares de Sevilla. También fue especialista en
describir todos constando en Navidad, con penas de acoso y derribo, como lo
prueban 1221 representaciones de este tipo existentes en colección de Sevilla.
Ya te desperté y cuantía de Haití y estoicismo y realismo.
Corresponde en este período final de una centuria de y decimonónica, que
transcurre desde la caída de Isabel II en virtud de que 68 están Genovés
consorte en definiciones 8 tinto 86, con las que sin el de María Cristina, y
culmina en 1900, con la prueba acción de su viabilidad. Se menciona en este
período a los artistas sevillanos nacidos antes de mi actitud en que, por
considerar que los incluidos a estáis dicha realizaron su formación en el siglo
XIX, y al mismo tiempo desarrollaron suprimida producción, que muchos de ellos
proclamaba sin apenas cambia de estilo, a lo largo de las primeras décadas del
siglo XX.
En este período se observan unas características determinadas en la
pintura sevillana. En principio se advierte un agotamiento de grave en habitar
romántica de la que se pasó gradualmente una pintura de inspiración realista,
en la cual desaparecieron los ribetes de pintores pintoresquismo en beneficio
de una visión más concreta y ésta de la existencia. Es también estimó un
momento en el que la pintura sevillana hacia Europa, puesto que mayor parte no
adquirida activo en este período viajaron a Roma y París a formarse,
conociéndose en algunos casos la estancia de estas de estas ciudades en estas
ciudades.
Es igualmente el período pictórico en el que se consolida la pintura del
tema histórico que se viene practicando desde enero clásico, pero que en estos
momentos el impulso de manera oficial en el ambiente artístico español, y como
consecuencia y el sevillano. Pinta temas cortésmente del pasado histórico puede
de esta época la más digna y elevada temática de los artistas en artistas
podían tratar, y como consecuencia de los pintores sevillanos de buscaron el
pasado con intención de encontrar los más variopinto argumentos para sus obras.
Variante menos de los temas históricos buena pintura habitación dones,
inspirada en ambiente del siglo XVIII y química perversiones amable y
pendientes de la vida cotidiana, realizadas haber escondido en calidad técnica.
Pero contra Pinto y de historia como la de y a sectores vieron vinieron
a ha presentado signo de agotamiento en las últimas décadas del siglo, por
incidir en lo repetitivo y románico. Por ello por ello artistas que habían
consagrado su juventud de la pintura de historia, ante la ausencia de corte de
noticias y el cansancio de la clientela, variado y aún concepto realista de la
pintura, buscando en el 7 de cotidianos de más y habría de inspirar sus obras.
Ciertamente, en la mayoría de los casos están heridas de guiño de la retórica
que se había empleado en la pintura de historia, buscando en los problemas y
circunstancias cotidianas aspectos que movían arriba iba sentimental de los
espectadores.
El binomio y turismo realismo desarrollado en esta parte del siglo y
perder fuerza a la vista costumbrista de la pintura sevillana, porque en un
ambiente en el que se imponía la visión serena y objetiva en América,
comenzando cuartilla las visiones históricas y folklóricas y habían ido minado
y daños anteriores. Hubo sin embargo en Sevilla pintores que prosiguieron
cultivando el tema costumbrista, pero lo hicieron de manera, a, buscando la
cada vez más no anecdótico y lo divertido, situación de protagonismo. V debe
decirse por lo tanto que con el siglo Murillo también costumbres o pictórico,
puesto que los artistas que no practicaron y fechas posteriores no hicieron
agotando un tema que había sido explotado hasta el límite de sus posibilidades.
Interesante fue en este período la aparición de un nuevo concepto de
paisaje, consecuencia del realismo. Los pintores que formaban parte en la que
podría llamarse escuela de Alcalá de Guadaira rechazaron el paisaje hace el y
espectacular que se habían realizado en mi época romántica, para buscar la naturaleza
visiones, y se en, en las que se valora la villa conmover y silenciosa de
ambiente geográfico. Los pintores que frecuenta los alrededores de Alcalá
Guadaira captaron el perfil de la población reflejándose obras, las aguas, las
riberas del río adornadas día, con menos paisajes donde tulipanes protagonista.
Con este mismo espíritu objetivo y sereno supieron escribir plazas, calles y
jardines de la propia idea de Sevilla.
Finalmente señalaremos la pintura sevillana de este momento estuvo
apenas asciende este señalar la vanguardia europea, puesto que en todo caso nos
de paso más allá de los reales, y Julio tratamiento se Reus servicio y en cuyo
tratamiento se rehuyó todo compromiso de carácter social. Algunos tímidos
retazos procedente en impresionismo fueron asimilados por pintores formados en
París en estos artistas hubieron de contra controla la libertad de su
pincelada, el brillo del color y la potencia de la ONU, a la que sus obras no
fuesen hechas día y a cada vistas por la crítica no igualmente apenas se ha de
notar que el lenguaje del simbolismo y del modernismo, que cuando se introduce
en la pintura sevillana, no hacen tímidamente y sobre todo demasiado tarde. El
decir, que cuando en estos movimientos comenzaban ya hace historia, algunos
artistas sevillanos se decidieron adoptar esta forma de lesión, haciéndolo
además de Manila disimulo y prudente.
Eduardo. Aunque este pintor nacido nació en Madrid en derecho
titubeante, desde que tenía que escaños exilio con sus padres Sevilla, donde
haber visto su formación la escuela de bellas artes, completando la en Madrid y
París y de años posteriores. En París entró en contacto con los principales
practicantes de la pintura histórica, ante en los años que tenía nada mitad de
sí y sin. Las tres años de estancia parisina, al regreso a Sevilla inclinándose
Asturias docente y escuela de bellas artes, donde 1859 fue nombrado catedrático
de colorido y composición. Tras una fecunda carrera dedicada a la docencia
artística y a la práctica de la pintura, Cano y Sevilla vida XXVII. La pintura
que consagró a Cano y el panorama pictórico Sevilla y español un coro conventos
David, y cada tinto y el vino y 56 y conservador del Palacio del senado y, con
esta composición tinto o en la exposición nacional de bellas artes del cinismo
año, me que cada magnífica composición, como ponen los lavabos y unas
expresiones de los distintos personajes. Echada cosas y más tarde y cincuentena
otra cúpula pintura decano, el interior de D. al pago de ruina, obra más que al
y menos profundo respeto eres prisión en la anterior, el uno por ello y le vio
en calidad técnica. Y está la junta de los Reyes católicos y, perteneciente al
museo de Sevilla en, en la que el artista vuelve a utilizar recursos teatrales
derivados de los dramas históricos al uso en aquel momento. En ella los
personajes y en actitudes vehementes y de Asturias, que sin embargo no empaña
el río con positivos de y los nudos estudios homologados estudios expresivos de
mucha y obra de notorio interés en Tudela como decano es que en esta red y que,
admirable testimonio histórico de carácter costumbrista, que se conserva en
siglo romántico de Madrid.
La dedicación pictórica fundamental
de Cano fue el retrato, modalidad en la que realizó obras de excelente factura.
Dada la vivencia histórica de Cano, desarrollada en los años en que el
romanticismo evolucionó hacia el realismo, se advierte que esta evolución
aparece marcada en sus retratos. Entre sus obras más tempranas destaca el
Retrato en el estudio del pintor, conservado en colección privada de Sevilla,
donde aparece el propio Cano pintando a su madre y a su hermana. De 1849 es el
Retrato de una joven en otra colección de Sevilla, donde la modelo vestida de
blanco aparece en el interior de un salón descrito pormenorizadamente en su
mobiliario y accesorios, componiendo una escena de marcado espíritu romántico.
Dos años posterior es el Retrato de una niña, de la misma
colección, obra también de gran calidad, donde tanto en la descripción de la
modelo como en el entorno ambiental, el artista ha sabido captar un sentimiento
delicado e intimista, subrayado por el empleo de un colorido de suaves matices.
Firmado
en 1864 está el delicioso Retrato de la
niña María de los Ángeles San Juan y Garvey, en colección particular
sevillana, en el que la pequeña modelo aparece respaldada por un paisaje de
evocación velazqueña. De 1856 es su Autorretrato
conservado en el Museo de Sevilla.
A partir de 1865 los retratos de
Eduardo Cano, hasta entonces concebidos dentro de los cánones románticos, fueron
evolucionando hacia fórmulas realistas, y por ello el artista fue prescindiendo
de incluir referencias ambientales para concentrarse exclusivamente en la
captación del físico de sus modelos, a los que tiende a plasmar sobre un fondo
neutro. Con ello evidentemente sus obras pierden atractivo, al suprimir el
Canto de la puesta en escena, y por el contrario gana en concentración y fuerza
expresiva. Entre las obras más importantes de este momento pueden señalarse el
retrato de la Daajue)sa (le .Monltjjdna sien., realiz.aado en 1865 y conservado
en el palacio de Riofrio, el de la escritona Fernan Caballero del Museo de
Bellas Artes de Sevilla v el de Estlelt'no y Pent)so, de la Biblioteca
Universitaria de Sevilla, F,rnlaélo a fechac!o en 1871 F.n tormlo a esta
a
últina fecla hav que situar el Rttnato ddt
laad{ dlalnad/
firlUUaclo ljOr el aam:tista, que se conserva
en la clausura c!el
a olavelta) c!e Saal.l Clem.l.lel.lte de
Sevilla.
Entre la produ cción religiosa de Cano
señalaremos a
jesús
aonaartado por el ángel en el Huerto de los Olivos y Santa Teresa en éxtasis,
ambas en colección particular de Las Santas Justa y Rufina en prisión, en otra
de Sevilla a
Málagaa(a,7)
José María Rodríguez de Losada
Nació
este pintor en Sevilla en 1826, y aquí realizó su aprendizaje. Sin embargo su
carrera artística se desarrolló fundamentalmente en Jerez de la Frontera, donde
murió en 1896, después de haber realizado una copiosa producción dedicada
fundamentalmente a la pintura de historia
Este
prolífico pintor es un testimonio elocuente de la versatilidad acomodaticia a
las modas y a las tendencias comerciales de la pintura española en el último
tercio del siglo XIX, y a la atención a obtener recompensas y honores en las
exposiciones provinciales y nacionales.
Por
su formación sevillana es lógico que se iniciase en la pintura costumbrista, y
así lo muestra una obra de juventud realizada en 1843 y conservada en el Museo
de Cádiz, y que representa a una Pareja de Majos, que en realidad son los
retratos juveniles del propio pintor y de su esposa cuando ambos contaban
respectivamente 17 y 16 años.
Pero
la veta costumbrista apenas fue tratada por Rodríguez de Losada en el futuro,
puesto que pasó a engrosar la nómina de los pintores hispanos de historia,
aprovechando su facilidad para el dibujo Pero su habilidad como dibujante no
estuvo reforzada por la calidad en el color, que presenta habitualmente agrios
matices con predominio de tonos marronáceos. Por otra parte su pincelada áspera
y restregada no ayuda a la gratitud visual de sus pinturas.
Entre
las innumerables pinturas de historia realizadas por Rodríguez de Losada, hay
que citar las que se conservan en el Círculo de la Amistad de Córdoba y que
narran la vida de Alfonso X el Sabio, en las que los personajes muestran un
amplísimo repertorio de gestos grandilocuentes y teatrales. Igualmente teatral
y poco convincente resulta la escena del Desembarco
de Colón en América que se conserva en la Universidad de Barcelona.
La
tendencia de Rodríguez Losada en la selección de asuntos históricos se orientó
frecuentemente hacia asuntos truculentos y dramáticos, donde la muerte es
protagonista Estas características se perciben en la Muerte de Colón que se conserva en el convento de la Rábida, La
tonlvarsión da Sanl Franlcisto de Bonaja (Lám 369) del colegio de San Luis Gonzaga
del Puerto de Santa Maríaa, La datapitación de Don AIfaro de Luna en colección
privada de Madrid y Dona Juana la Loca con el cadáver de don Felipe. Esta misma
reiteración de la muerte como protagonista se constata en la serie que de
contenido histórico-religioso adorna los muros de la iglesia del colegio de San
Luis Gonzaga del Puerto de Santa María.
En
ocasiones Rodríguez de Losada trató asuntos históricos contemporáneos como La
batalla de Alcolea, que se conserva en la Real Academia de la Historia, obra en
la que el artista fracasó tanto en la concepción del escenario geográfico en el
que se desarrolla la escena como en la descripción de las formaciones de los
combatientes.
También
se inspiró Rodríguez de Losada en la literatura o en la historia del arte,
pudiéndose citar como ejemplos de ambas tendencias El bravo alcalde de
Zahara, obra basada en un poema de
Zorrilla, o Valdés Leal inspirándose para pintar las Postrimerías, obra tópica
y tétrica realizada en 1858 y conservada en Madrid, donde el gran pintor
barroco aparece en una cripta contemplando imperturbable un montón de cadáveres
descompuestos, mientras su acompañante se tapa aparatosamente en la nariz para
no aportar en hedor reinante. Como retratista, la producción de Rodríguez de
Losada es también pródiga, habiendo de citarse en primer lugar su Autorretrato
en el que aparece ataviado con hábito de la Orden de Santiago, a la que
perteneció.
También en la colección
citada se encuentran el retrato de La madre del artista, el de su esposa
Dolores Santiesteban y el de D Francisco Ruiz Montellier. Uno de los mejores
retratos que realizó Rodríguez de Losada es el de Una joven junto a un piano que pertenece a una colección particular
de Sevilla y que por su intimismo y amable presencia hace lamentar que el
artista no prodigase este concepto de retrato.
También
cultivó Rodríguez de Losada el tema religioso, en el que se muestra igualmente
propenso a la teatralidad y a la grandilocuencia expresiva, siendo este tema
sin duda al menos interesante de toda su producción.
Manuel García Hispaleto
Nació
en Sevilla en 1836 y murió en Madrid en 1898. Fue alumno de la Escuela de
Bellas Artes de esta ciudad, y pasado su período de formación se trasladó a
Madrid, donde desarrolló la mayor parte de su carrera artística, llegando a ser
catedrático de la Escuela de Artes y oficios, y restaurador del Museo del
Prado.
Su
producción está basada en temas costumbristas, episodios históricos y retratos.
Entre los primeros destaca El
taller del modistas, del cual se conocen dos versiones, una en el
Casón del Buen Retiro y otra en colección particular madrileña Su mejor obra
protagonizada por tipos populares es Los dos caminantes de la colección Torres,
de Jaén, donde el artista presenta a una madre y a un hijo cargados con sus
pertrechos, mostrando una
actitud de cansancio y amargura, pocas veces señalada por la pintura
costumbrista sevillana, en la que casi siempre el compromiso social aparece
ausente.
Con asunto
de inspiración literaria realizó en 1862
un tenma cer'aantimaaaaaao, denotulitmaclc> FI
l'illiaji il} {lt l 1)(1 111}1
C.iil(íltaiiilo , com tenlática religiosa qtteda
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que en 186a expuso etl afadmicll.(l {ll){llafilínl
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.aaalaallU;:lllCaa
José Jiménez Aranda
Nació en
Sevilla en 1837 y en esta ciudad murió en 1903. Desde muy niño mostró
excepcionales dotes para el dibujo, y a los catorce años estaba ya matriculado
en la Escuela de Bellas Artes. Pronto se con¥mgura como un artista poseedor de
un seguro trazo y dotado además de facilidad extraordinaria por trasladar al
papel o al lienzo sus observaciones del natural.
Sus primeras
obras que datan a partir de 1864, presentan amables escenas costumbristas,
imbuidas aún de romanticismo, cuyo ejemplo más representativo es La huérfana ,
obra de contenido anecdótico y sensiblero.
Desde finales de 1867 y hasta 1869 Jiménez Aranda vivió
en Jerez de la Frontera, trabajando en la realización de los modelaaa¥ia:aas
vidrieras de la iglesia de San Miguel de esta De 1869 a 1871 trabajó de nuevo
en Sevilla, gozando de una notable reputación artística. De estos años son
obras como Los prenderos, El vendedor de
frutas y Poniéndose como ropa de Pascua, obra esta última con la que participa
en la Exposición nacional de 1871. Precisamente, deseoso de ampliar su formación
artística, en este último año se traslada a Roma, donde entró en contacto con
Fortuny, obteniendo el aprecio y el apoyo del pintor catalán.
En Roma
Jiménez Aranda se adhirió a la corriente pictórica de moda en aquellos
momentos, la llamada pintura de «casacones», cuya temática estaba orientada hacia
la evocación de escenas costumbristas ambientadas en el siglo XVIII y cuyos
protagonistas aparecen ataviados con casacas, pelucas, sombreros, calzón corto,
medias y zapatos de hebilla. Con esta ambientación los personajes protagonizan
episodios de la vida cotidiana, la mayor parte de contenido banal e
intrascendente Jiménez Aranda se incorporó a la pintura de «casacones» provisto
de unas dotes inmejorables para alcanzar en este tipo de pinturas una altísima
calidad. Sus sobresalientes virtudes como dibujante le permitieron descubrir
con mano maestra el variopinto repertorio de trajes dieciochescos, captando las
actitudes de los personajes con absoluta naturalidad y gracia espontánea. La
gran capacidad de observación y la verosimilitud de sus pinturas permiten que
en numerosas ocasiones pueda quedar superado el contenido trivial y anecdótico
de sus escenas. Si a esto añadimos la perfección compositiva con que estas
escenas están realizadas y el matizado sentido cromático que en ellas emplea,
nos encontramos siempre con un arte de gran calidad técnica, aunque al servicio
de una iconografía que la historia del arte aún no ha valorado
suficientemente Algunas de sus mejores pinturas
realizadas en estos años de estancia en Roma son Su Majestad el Rey, que Dios
guarde, Un café a comienzos de siglo, La lectura y La rifa del santo.
En 1875,
Jiménez Aranda dio por terminada su estancia en Roma y regresó a España. Tras
una breve estancia en Valencia, llegó a Sevilla a mediados de 1876, donde
siguió pintando «casacones» con gran éxito de público, realizando obras como El
herbolario, Las abrumadoras, Un seraón en el Patio de los lVaranjos (Lám 371), Los
bibliófilos, Un lance en la plaza de toros, El naturalista y Tertulia en un
patio sevillano.
Después de
seis años de estancia en Sevilla, Jiménez Aranda, en 1881 decidió trasladarse a
París, donde había sido advertido que su pintura tendría excelente mercado Así fue efectivamente, puesto que durante los
nueve años que residió allí su producción fue
adquirida por «marchands» franceses, quienes las vendían el mercado parisino,
al tiempo que las enviaban a los mercados de arte de Londres y Nueva York, En
París supo asimilar positivamente el espíritu artístico de Meisonier, pintor de
moda en aquellos momentos, con lo que su pintura se hizo aún más acabada y
perfecta. Su producción en París siguió dedicada fundamentalmente a la pintura
de «casacones», algunas de las cuales expuso con éxito en el Salón Anual,
siendo los más celebrados, El pequeño abuelo, El violinista, que viene el
capitán, Preliminares de un casamiento, Abrid en nombre del rey y Concierto ante
su eminencia
En
1890Jiménez Aranda, decidió regresar a España, instalándose en Madrid,
coincidiendo con los momentos en que el género de los «casacones» comenzó a
pasarse de moda, orientándose las preferencias del mercado artístico hacia el
realismo. Justamente el mismo año en que se instaló en Madrid, participó en la
Exposición Nacional de Bellas Artes con el cuadro titulado Una desgracia (Lám
372), obra que narra un episodio callejero contemporáneo, en el que aparece un
grupo de transeúntes contemplando el cuerpo de un albañil que ha caído de un
andamio. Esta pintura fue el punto de partida de una serie de visiones tomadas
directamente de la realidad
Como
consecuencia en 1892 del fallecimiento de su esposa y de su hija Rosa, Jiménez
Aranda abandonó Madrid y regresó a Sevilla con la intención de pasar en su
ciudad natal los últimos años de su vida, En esta última etapa de su vida se
dedicó fundamentalmente a la pintura de carácter realista, siendo sus mejores
realizaciones A buscar fortuna, obra que presenta la partida de un grupo de
emigrantes en una estación de ferrocarril, Partida de tresillo, Los pequeños
naturalistas, La esclava en venta y El
puente de Triana.
Desde 1897
Jiménez Aranda compaginó la pintura con la docencia en la Escuela de Bellas
Artes, donde impartió sus enseñanzas hasta la fecha de su muerte. Asimismo fue recompensado con el nombramiento
de académico de Bellas Artes de Sevilla.
Comentario
aparte merecen otros temas pictóricos tratados por el artista y así en el
apartado de sus retratos pueden consignarse sus dos Autorretratos, uno juvenil
y otro en los últimos años de su vida, y los retratos de sus colegas García
Ramos, Eduardo Cano y Joaquín Sorolla.
Sus pinturas
religiosas poseen la particularidad de estar realizadas a lo largo de los años
durante los días de Semana Santa, en los cuales sólo pintaba obras relacionadas
con los temas de la pasión. Así pueden citarse, La oración del Huerto, El
prendimiento, La Soledad y El Sepulcro, obras que como la mayor parte de la
pintura religiosa de finales del siglo X IX se resienten por su excesivo énfasis
y por su descentrada emotividad espiritual.
No puede
olvidarse tampoco la dedicación de Jiménez Aranda a la pintura de historia,
aunque no fue partidario de tratar esta temática tan al uso en su momento Entre las obras dedicadas a esta modalidad puede
citarse la representación de Don Miguel de Mañara encontrando su propio
entierro, La limosna de San Eduardo, rey de Ingiaterra. De tema literario es El
capitán Montoya, inspirada en una leyenda de Zorrilla. También dentro del
terreno literario hay que incluir la serie de 689 dibujos dedicados a ilustrar
pasajes del Quaote, que pueden contarse entre las mejores y más convincentes imágenes
derivadas del inmortal texto cervantino (38).
Luis Jiménez Aranda
Nació en
Sevilla en 1845 y murió en Pontoise, población próxima a París en 1928. Tras
realizar su formación en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla, comenzó a pintar
composiciones en las que se acomodó a la modalidad de la corriente histórica,
Así en la Exposición Nacional de 1864 se presentó con el manido tema de Colón proponiendo
a los Reyes Católicos el descubrimiento del Nuevo Mundo También en su época juvenil trató el tema costumbrista,
y de la época datan La Canastillera, que expuso en Madrid en 1886, y Un
vendedor de fruta y Una vendedora de flores que pertenecen a la Previsión
Española de Sevilla.
Siguiendo
los pasos de su hermano José, en 1868 marchó a Roma, donde se dedicó a la
pintura de «casacones», siendo la obra más representativa de este momento La
tienda del sastre, obra firmada en la Ciudad Eterna en 1874, Al igual que su
hermano en 1877 abandonó Roma para trasladarse a París, donde residió gran
parte de su vida, excepto esporádicos viajes a España con estancias en Madrid y
Sevilla. En París se acomodó a la pintura de tendencia realista, impuesta en
los ambientes artísticos de carácter comercial en los últimos años del siglo,
siendo la obra culminante de su producción Una sala de hospital durante la
visita del médico (Lám 373), obra realizada en 1889, actualmente en el Museo de
Sevilla, con la que se presentó a la Exposición de París del citado año,
obteniendo la medalla de oro del pabellón español. Es esta una obra excepcional
dentro de su producción, reveladora de su gran talento artístico, despreciado
inútilmente en la realización de obras de asunto fácil y agradable, destinadas
a una segura y rápida comercialización.
Durante sus
estancias sevillanas, que prodigó a partir de 1900, se vinculó al grupo de
pintores paisajistas que trabajaban en Alcalá de Guadaira, dedicándose a pintar
escenarios naturales al aire libre. También por estos años realizó en Sevilla
algunos retratos como los de los cardenales Ceferino González y Benito Sanz y
Forés, que se conservan en la Biblioteca Colombina, obras poco gratas por su
agrio colorido Más agradables son el Retrato de un caballero del Museo de
Bellas Artes de Sevilla, y sobre todo el de su colega el pintor Eanilio Sánchez
Perrier, de colección particular en Sevilla, captado sentado frente al caballete
y pintando al aire libre.
José Villegas
Nació en
Sevilla en 1844, y falleció en Madrid en 1921 Realizó su aprendizaje al lado de
José María Romero y al mismo tiempo siguió los cursos de la Escuela de Bellas
Artes. Apenas formado, en 1866, se traslada a Madrid donde estudió a los
grandes maestros de pintura en el Museo del Prado, aficionándose especialmente
a Velázquez, cuya pincelada suelta y espontánea adoptó como base fundamental de
su técnica pictórica, aunando también un sentido del color vibrante y armonioso.
Todo ello unido a sus dotes de excepcional dibujante, configuró una
personalidad artística de alto nivel, que de haber servido a los movimientos de
vanguardia de su época le hubieran convertido en uno de los mejores artistas
europeos del último tercio del siglo XIX.
En 1869 Villegas se traslada a Roma para proseguir allá
su formación artística y consolidar definitivamente la trayectoria ascendente
de su carrera. Allí consiguió en efecto gran renombre y clientela, atendiendo a
una amplia demanda artística que indistintamente le requería temas históricos,
costumbristas, paisajes o retratos.
Su madurez
artística transcurrió fundamentalmente en Roma donde llegó a ser director de la
Academia Española. Al cumplir 65 años Villegas regresó a España siendo nombrado
en 1901 director del Museo del Prado, cargo que ocupó hasta 1918.
Dentro de la
amplia producción de Villegas mencionaremos en primer lugar a sus más
relevantes pinturas con tema histórico, en las que captó siempre en sus
personajes actitudes y gestos dotados de la máxima naturalidad, al tiempo que
refleja una minuciosidad descriptiva en la ambientación que alcanza por igual a
los escenarios arquitectónicos y a los vestuarios y alimentos. Obras relevantes
en este apartado son La Paz de las Damas, La última entrevista entre Don Juan
de Austria y Felipe II realizadas en 1879, y Aretino en el taller de Tizianzo,
realizada en 1890.
Venecia fue
para Villegas una ciudad de frecuentes estancias y al mismo tiempo una fuente
de inspiración inagotable para sus pinturas de ambientación histórica. Son muy
numerosas las composiciones de estas características realizadas por el artista,
a la cabeza de las cuales hay que citar siempre El triun7o de la Dogaresa,
realizada en 1892, obra de dinámica composición y brillante descripción
ambiental. 1gualmente admirables son La fiesta de las Marías y La Procesión del
Redentor, ambas de 1888, El Dux Mocenigo, de 1886, El Domingo de Ramos, obras
con las que muestra una finalidad narrativa pocas veces superada por los artistas
de su generación dedicados a este tipo de representaciones.
Lógicamente
el escenario veneciano, tan sugestivo y pintoresco, hubo de ser aprovechado por
Villegas para la realización de paisajes, en los que logra efectos espectaculares,
testimoniados en obras como El canal de Zatera, en 1872, El puente de la
Acadeania, de 1881, La cart d'Oro, de 1886, La iglesia de la Salute, de 1888 y
El puente de la Paglia, en 1889.
En la
realización de asuntos costumbristas tuvo Villegas resonantes éxitos, en los
que recreó para una cliente la internacional temas protagonizados por toreros,
bailaoras, pícaros o mendigos, altamente apreciados por su casticismo hispano. Al mismo tiempo trató
temas populares italianos con especial espontaneidad Con asunto hispano
mencionaremos primero sus temas taurinos, algunos de los cuales fueron
celebrados por el público y la crítica de la época. Entre ellos pueden citarse
El descenso de la cuadrlle2, de 1870, Toreros en la capilla de la plaza, de
1871, Toreros en la taberna, de 1873, y especialmente La Muerte del Maestro, de
la cual realizó dos versiones, la
primera en 1882 y la segunda en 1909. Ambas obras son muy similares, describen
el impresionante momento que agrupa a los componentes de la cuadrilla
sobrecogidos de dolor y emoción ante el cadáver del maestro.
Otras obras costumbrista con asunto hispano son El
jaleo de 1878, Los monaguillos de
1881, Matilde la gitana, de 1885, Soledad la cantaora de 1898 y Encarna, de
1905, obra esta última que presenta un brío de ejecución que bien pudiera
calificarse de impresionista, V situarse próxima a alguna de las obras de Renoir.
Inevitablemente Villegas hubo de tratar dentro de
la pintura costumbrista el tema de los “casacones”, modalidad que en Roma
habían consagrado en su época primero a Fortuny, y después a José Jiménez
Aranda. En esta vertiente artística, Villegas realizó varias obras maestras,
como el Bautizo del nieto del general, de 1880, o El barbero de Sevilla, de
1889. Las pinturas de asunto oriental o arábigo, que gozaron de una gran
preferencia de la clientela europea del último tercio del siglo XIX tuvieron en
Villegas un excelente intérprete, debido al buen conocimiento que el artista
tenía de los ambientes originarios de estos temas, puesto que en su juventud
había realizado un viaje a Marruecos, donde captó numerosos apuntes y bocetos
que luego utilizaría frecuentemente en su producción artística. En este
apartado habrán de citarse obras como La tienda del vendedor de babuchas, de
1871, El árabe, Vendedor de patos, de 1876, Fumadores de opio, 1877 y
Marroquíes examinando armas, de 1878.
Entre los
retratos que Villegas realizó a lo largo de su vida han de citarse primeramente
sus varios Autorretratos los cuales nos permiten conocer su Fisonomía en las
distintas etapas de su existencia. Importantes personajes de su época fueron
inmortalizados por sus pinceles, siendo los retratos más relevantes que
actualmente se conocen los de El escultor Moni, El Marqués de Polavieja, de
1878, Alfonso XIII de 1902 y Pastora Imperio, de 1915, obra esta última que por
su desparpajo y desenfado es una de sus mejores realizaciones en esta
modalidad. Joven, Vestida de blanco, es otra de las obras donde Villegas
nuestra su maestría en el dominio de tonos monocromos.
Singular importancia dentro de la actividad
pictórica de Villegas fue la adopción en la última etapa de su vida de un
estilo artístico derivado del simbolismo y del modernismo. El pesimismo
existencial que embargó a la generación artística de 1898 movió a Villegas a
realizar una profunda reflexión sobre la vida, el amor y la muerte, en la que
reúne el destino v la trascendencia del ser humano. Así llegó a concebir, El
Decálogo, serie de doce pinturas en las que describe cada uno de los Diez
Mandamientos acompañados de un Prólogo y un Epílogo. En esta serie el artista
intenta plasmar un compendio de actitudes normales, basadas en los preceptos
exigidos en las relaciones del hombre con la divinidad. Las características del
simbolismo se evidencian en estas obras a través de su énfasis espiritual y en
la presencia de una unanimidad típica, captada generalmente al desnudo, que
nuestra gestos y actitudes grandiosas cuando no él}icas la incidencia del
modernismo en estas composiciones se refleja a través de la exaltación de la
naturaleza, y sobre todo por la presencia de una vegetación preferentemente
floral que rodea y envuelve a los personajes la aparición de velos trasparentes
que ondean al viento, nubes luminosas, rayos de luz, columnas de mucho y otros
efectos excepcionales, contribuyeron a incrementar el contenido de evocación
sagrada y espiritual de estas pinturas
José Chaves
Nació en Sevilla en 1839, donde murió en 1903XXXXXX
Realizó su formación en el taller del pintor Antonio Cabral Bejarano y al mismo
tiempo asistió a los cursos de la Escuela de Bellas Artes. Su vida transcurrió
enteramente en Sevilla, salvo un viaje realizado a Madrid y París en 1870 del
que regresó al año siguiente En 1872 formó parte del grupo de fundadores de la
Academia Libre de Bellas Artes de Sevilla, institución en la que durante varios
anos se impartió la enseñanza de forma paralela a la oficial y de la que fue
profesor.
Las primeras obras de Chaves, realizadas en 1858,
fueron copias de Murillo y de Alonso Cano, pero pronto su producción artística
se orientó hacia la realización de temas taurinos, a la que prácticamente se
entregó de forma total a lo largo de su vida. Esta dedicación pictórica le
llevó a tomar directamente numerosos apuntes en el campo de la plaza de toros,
que luego pasaba al lienzo en su taller. Así realizó una producción que tuvo
como protagonista al toro de lidia acompañado de garrochistas, vaqueros,
zagales y la amplia variedad de incidencias durante la lidia en la plaza
Sus obras están ejecutadas con un dibujo ágil pero
preciso, y su color tiende a ser brillante y esmaltado. Temas como Derribo de
reses a campo abierto, Retrato de un picador, Caída mortal de un picador,
Parada de toros en un cercado y Lance torero, fueron tratados en numerosas
versiones por Chaves La familiaridad con el tema taurino le llevó a ser
solicitado por publicaciones y revistas de esta índole, colaborando en “Anales
del toreo”, “Álbum de la fiesta española”, “La Lidia”, “La Nueva Lidia” y “La
fiesta española”.
También trató Chaves temas costumbristas como El requiebro, Los seises, Guardia civil a
caballo, La cigarrera y Un majo, igualmente realizó algunas
pinturas con tema de “casacones” como La
lectura, Los aficionados a las estampas o Suspiros de dama.
Fue también Chaves un discreto retratista, como fo
prueba el de Don José Carvajal Mendieta, del Hospital de la Caridad, y el del
doctor Isidro Díaz de la Academia de Medicina.
Virgilio Mattoni
Nació en Sevilla en 1842, realizando sus estudios
en la Escuela de Bellas Artes de esta ciudad, donde fue discípulo de Joaquín
Domínguez Bécquer y de Eduardo Cano. A partir de 1870 comenzó a realizar sus
primeros trabajos en Sevilla, aunque muy pronto, en 1872 marchó a Roma, donde
perfeccionó sus conocimientos durante dos años. En 1874 regresó a Sevilla,
donde en adelante desarrolló su actividad artística, al tiempo que participó en
numerosas exposiciones provinciales y nacionales. en las que logró diversas
recompensas como fueron la propuesta para la segunda medalla en la Exposición
Nacional de 1881 por su cuadro Las Termas de Caracalla, que había pintado
durante su estancia en Roma y Las postrimerías de Fernando III, cuadro que le
valió la medalla de segunda clase en la Exposición Nacional de 1887. En 1892
Mattoni comenzó a impartir la docencia en la Escuela de Bellas Artes de
Sevilla, a los ochenta y un años de edad, después de una vida pródiga en
realizaciones artísticas.
La pintura de Mattoni abarcó todos los géneros en
boga en su momento, ya que cultivó el tema histórico, el retrato y los asuntos
religiosos, con los que acertó a crear
un estilo muy personal, abierto a la asimilación de algunas tendencias
contemporáneas, puesto que fue uno de los escasos artistas sevillanos que
intentó incorporar el espíritu del modernismo Mattoni puso estos avances pictóricos al servicio del tema religioso, en
los que introdujo efectos fantasiosos e imaginarios que se vinculan con
instintos místicos y visionarios, fruto de su convencida fe católica. Sin
embargo esta preferente dedicación a la pintura religiosa le apartó de la
realización de temas profanos, que tratados con espíritu modernista habrían
alcanzado altas cotas de refinamiento y sensibilidad, aspectos que se intuyen
en las escasas obras de esta índole que llegó a ejecutar. Pero su excesivo
arrebato cristiano le llevó voluntariamente a rechazar el modernismo pictórico
que él tachó de pagano, llevándole su puritanismo religioso a oponerse a que en
la Escuela de Bellas Artes se utilizaran modelos desnudos en las clases de
dibujo del natural, decisiones que parecen aberrantes cuando proceden de un
pintor.
El punto de partida en la trayectoria artística de
Mattoni fue el espíritu murillesco, como lo prueba la Inmaculada de época
juvenil que se conserva en una colección particular de Sevilla. Más personales
son las representaciones de La Santísima Trinidad, de 1887 de la Catedral de
Sevilla, y La Trinidad v la Virgen de la iglesia de San Andrés de esta ciudad,
aunque en ambas obras se advierte cierta sequedad en el dibujo y matices
cromáticos un tanto crudos.
La pintura religiosa de Mattoni se torna atractiva
y deslumbrante cuando es tratada con espíritu modernista o cuando, llevado del
espíritu del eclecticismo Fecurre a la historia para ambientar sus temas en
escenarios neogóticos o neobizantinos. Con características neogóticas y
presentando un tratamiento que le aproxima a las características de los
pintores prerrafaelistas ingleses, está realizada La Anunciación, que se
conserva en la Catedral de Sevilla, obra fechada en 1897. El ritmo ondulado del
dibujo, la opulencia del colorido y la suntuosidad descriptiva que aparece en
el vestuario de la Virgen y del ángel, hacen de esta obra una de sus mejores
producciones. Con el mismo espíritu creativo están realizadas las
representaciones de Santa Isabel de Hungría y de San Buenaventura, que
pertenecen a la iglesia de los Capuchinos de Sevilla. En Los desposorios
místicos de un santo que se conserva en colección privada de Sevilla, el
artista se decide por un tratamiento neobizantino, donde la frontalidad de los
personajes y la suntuosidad decorativa de sus vestiduras hacen evocar
claramente el espíritu de los mosaicos de San Vital de Rávena.
También señalaremos el excelente boceto del cuadro
del Angel de la Guarda, que se conserva en la Biblioteca de los Capuchinos de
Sevilla, realizado con un dibujo andulado y vitalista. Finalmente hay que
consignar en este apartado de pintura religiosa el pintoresquismo descriptivo
de dos obras que se conservan en el camarín de la iglesia de San Alberto de
Sevilla, que representan La huida a Egipto y Cristo en la calle de la Amargura,
firmadas ambas por el artista y fechada la segunda en 1879. Importante fue la
dedicación de Mattoni al retrato, en el que debemos citar primeramente su
propio Autorretrato, realizado en 1887, a través del cual podemos conocer su
fisonomía menuda y viva.
Al estar vinculado por su condición de fervoroso
católico con el clero sevillano, hizo entre éstos numerosos retratos, entre los
que pueden citarse a los presbíteros Cayetano Fernández, Don Antonio Flores y
Jerónimo Alvarez, conservados en el Seminario de San Telmo, donde figuran
también pintados por Mattoni los retratos de León XIII y del Cardenal Marcelo
Spínola y Maestre Son obras ejecutadas con factura suelta y enérgica en las que
emplea a veces tonos de color un tanto agrios. Las mismas características se
advierten en el retrato de cuerpo entero del Cardenal Ceferino González, que se
conserva en la escalera de la Biblioteca Colombina.
Como retrato alegórico ha de considerarse el de
María Dolores de Guzmán Vélez, de colección particular sevillana, en el que un
ángel sostiene una cornucopia con el retrato de la citada dama, al tiempo que
lo corona con una guirnalda, habiéndose de advertir que la práctica más
reiterada de este tipo de retratos hubiera convertido a Mattoni en uno de los
principales pintores dentro del movimiento modernista en España.
La dedicación de Mattoni a la pintura de historia
es uno de los capítulos más interesantes de su producción. Su obra maestra, Las
postrimerías de Fernando III es un cuadro de ambiciosa composición, realizado
con un dibujo cuidado y segura técnica, con el que el artista configura una
escena aparatosa y teatral pero de gran empeño. En 1879 realizó una pintura
titulada La reina Isabel la Católica atravesando uno de los salones del Alcázar
de Sevilla, obra de paradero desconocido, cuyo boceto se conserva en una colección
de Sevilla. Cuadro de historia, escena costumbrista y retrato colectivo es La
Procesión del viático por los jardines de San Telmo, que se conserva firmada en
1894 en Sanlúcar de Barrameda y cuyo boceto se encuentra también en la misma
colección sevillana.
Como testimonio de la dedicación de Mattoni a la
pintura costumbrista citaremos el boceto de La tienda de un vendedor de
tapices, obra realizada en 1889, en la que trata el tema orientalizante tan al
uso en la pintura europea de Finales del siglo XIX En esta obra el pintor
muestra su habilidad tanto en la descripción de elementos decorativos de
carácter exótico, como en el propio ambiente arquitectónico.
José García Ramos
Nació este popular pintor en Sevilla en 1852 en el
seno de una modesta familia, siendo su padre peluquero de oficio Desde edad muy
temprana estudió en la Escuela de Bellas Artes, donde ya estaba matriculado en
1862, siendo también discípulo en el taller de José Jiménez Aranda. Su
vinculación artística y afectiva con este maestro fue muy intensa, hasta el
punto de viajar con él a Roma en 1872, ciudad en la que pudo sobrevivir
ejecutando pinturas de pequeño formato y amable contenido, que vendía
fácilmente a bajo precio. En Roma conoció a Fortuny, e indudablemente se dejó
influenciar por su estilo, iniciándose en la pintura de “casacones”. En 1875
regresó a España, aunque por muy poco tiempo, puesto que en 1877 estaba de
nuevo en Roma, desde donde reali7.ó frecuentes viajes a Nápoles y Venecia.
En 1881 García Ramos dio por terminada su estancia
italiana, trasladándose a París en compañía de su maestro Jiménez Aranda. Sin
embargo, no permaneció mucho tiempo en la capital francesa, puesto que en 1882
regresó a Sevilla, donde transcurrió el resto de su existencia excepto
esporádicos viajes realizados a Granada y a Galicia. En Sevilla fue nombrado
académico de Bellas Artes en 1893 y después de haber pintado incansablemente
durante largos años murió en 1912.
La obra de García Ramos se ha entendido como el
mejor exponente pictórico del temperamento popular andaluz, al haber sabido
traducir en sus lienzos toda la gracia espontánea y el gracejo de los ambientes
castizos de su época sus pinturas rebosan de vitalidad y alegría y los
personajes que las protagonizan muestran actitudes plasmadas con la máxima
naturalidad. Los temas de sus obras proceden generalmente de la vida cotidiana,
de la que supo extraer siempre su parte positiva captando de ella un
sentimiento amable y festivo. Sus ambientaciones callejeras están pobladas
siempre por majos, cigarreras, gitanos, pilluelos, vagabundos y mendigos,
mientras que sus escenas de interior muestran escenas de zambras y fiestas con
bailaoras, guitarristas, toreros y estudiantes calaveras. Típicas de su
producción son también escenas de enamorados pelando la pava ante la inevitable
reja, alegres serenatas ante el balcón de la amada o escenas de portal y
talleres de zapatero. Asimismo captó con inigualable personalidad episodios que
narran pequeños acontecimientos sociales de nivel popular, como bodas, bautizos,
ceremonias religiosas, procesiones con nazarenos o el viático cruzando una
calle.
Temas igualmente característicos de la producción
de García Ramos son escenas de lejana evocación romántica, donde aparecen
bandidos generosos y contrabandistas derrochando garbo y donaire. Se interesó
también García Ramos por los modestos protagonistas del espectáculo callejero
como saltimbanquis, titiriteros y acróbatas y lógicamente por el tema taurino,
componiendo numerosas escenas en las que los toreros son protagonistas, El
mundo de asueto y de la diversión amplía su temática costumbrista con escenas
ambientadas en ventas, tabernas, paradores, figones y cortijos, completándose
su repertorio pictórico con espontáneos
retazos captados en mercados, jardines, patios y azoteas. También supo
recoger aspectos de la pequeña burguesía sevillana tratando temas de reboticas,
tertulias en librerías y barberías. A toda esta amplísima temática hay que
añadir no pocas escenas de “casacones”, cuya práctica, como se ha señalado,
aprendió al lado de Fortuny y Jiménez Aranda en Roma.
La pintura de García Ramos se caracteriza siempre
por un elegante y ágil dibujo con el que otorga a sus personajes una intensa
vitalidad expresiva. Empleó siempre una pincelada fluida y suelta, aplicando
sobre el lienzo una capa pictórica pastosa y densa. Su contenido es siempre
anecdótico y trivial, con retazos humorísticos, siendo sus temas a veces un
tanto repetitivos y monótonos. Es lástima que su virtuosismo técnico y su fácil
imaginación estuviesen siempre al servicio de un arte ausente de compromiso, en
el cual la realidad ignora la tragedia y el drama que se escondían en el seno
de aquellas clases populares, lo que él sólo interpretó en sus facetas
divertidas. Es, en suma, su pintura un testimonio de la vitalidad castiza
sevillana en los años finales del siglo XIX, en una faceta que bien podría
parangonarse con el repertorio trivial de escenas y personajes tratados en el
teatro por los hermanos Alvarez Quintero.
La numerosa producción de García Ramos tuvo en sus
años de plenitud una venta fácil y rápida, siendo un artista conocido no sólo
en el ámbito local sino también en el nacional, merced sobre todo a su
colaboración con “La Ilustración Española y Americana”, “La Ilustración
Artística” y “Blanco y Negro”. Asimismo contribuyó a su consagración oficial la
publicación de las cincuenta láminas que realizó en 1890 para la edición de “La
tierra de María Santísima”, obra que tuvo gran difusión de público y que fue
recibida entusiásticamente por la crítica. La popularidad de sus obras llegó
incluso al extranjero, donde especialmente en Inglaterra y Argentina tuvieron
gran aceptación en el mercado artístico.
El entusiasmo del público y la crítica con la obra
de García Ramos no fue premiado con el reconocimiento oficial, puesto que a
pesar de haber participado en numerosas exposiciones nacionales y extranjeras,
siempre obtuvo recompensas secundarias. Ciertamente, García Ramos no pudo
competir con la vanguardia artística española de su época, que si bien nunca fue
revolucionaria, al menos temáticamente tenía unas miras más amplias que las
suyas. Esta ausencia de reconocimiento oficial terminó por desmoralizarle,
desánimo que se incrementó a partir de 1900 cuando su obra, prolífica en
exceso, llegó a saturar el mercado artístico sevillano.
Estas circunstancias terminaron por enfriar su
espíritu creativo y al mismo tiempo, le privaron de incrementar su espíritu de
superación. Por otra parte, disgustos familiares provocados por un hijo suyo,
actor de teatro y de vida desordenada, amargaron los últimos años de su
existencia, García Ramos consciente de que su pintura había pasado de moda, se
resistió sin embargo a cambiar de estilo, o más bien no pudo hacerlo. Por ello
su última producción carece de la alegría y de la vitalidad que mostraba en
décadas anteriores, especialmente su colorido, antes brillante, se tornó
apagado y mortecino. Entre su copiosa producción artística mencionaremos
algunas de sus mejores obras correspondientes a las distintas etapas de su
vida. De su estancia en Roma señalaremos
principalmente El rosario de la aurora. Una estación de ferrocarril, Vendedor
napolitano y Salida de un baile de máscaras. De su época de plenitud en
Sevilla, que se desarrolló de 1882 a 1900, pueden considerarse como las obras
más destacadas: Pelando la pava, Un café flamenco, Pareja de baile.
El baile por bulerías, Una chula, La suerte de banderillas, La
fiesta de la boda, El viático, iHasta verte, Cristo mío!, Los estudiantes de
antaño, y hermanos, sálvese quien pueda!. Correspondiente a sus últimos años y
en momentos de crisis artística y personal, a partir de 1900, son obras como,
Loca de celos, Las hermanas huérfanas, El pequeño violinista y un artista! .
Andrés Parladé
Nació en Málaga en 1859 y murió en Sevilla en 1933;
poseyó el título nobiliario de Conde de Aguiar. En su ciudad natal estudió
pintura con Moreno Carbonero y después cursó la carrera de Derecho en la
Universidad de Sevilla, Atraído por la pintura y no por las leyes, decidió
ampliar sus conocimientos artísticos en París y Roma, residiendo largo tiempo
en esta ciudad, donde permaneció de 1883 a 1891. Desde esta última fecha vivió
en Sevilla, donde desarrolló su trayectoria artística y donde fue nombrado
académico de Bellas Artes en 1902.
Sus primeras realizaciones artísticas están
imbuidas del academicismo historicista imperante en Roma en el último tercio
del siglo XIX, siendo sus obras más
representativas, El compromiso de Caspe,
que se conserva en la Capitanía General de Sevilla, La batalla de Pavía. La entrega del trofeo de la batalla del Salado
y La ofrenda de los gladiadores victoriosos.
El lógico agotamiento de la pintura de historia en
las últimas décadas del siglo, le movió a la realización de escenas
costumbristas, en cuya práctica fue soltando progresivamente su pincelada hasta
conseguir una técnica fluida y enérgica que otorga a sus obras una vitalidad
excepcional. Tuvo Parladé una especial habilidad para tratar la temática de
animales, especialmente perros y caballos, que protagonizan numerosas
composiciones de su copiosa producción artística.
En el Museo de Sevilla se encuentra un amplio
conjunto de obras que pueden contarse entre las más selectas de su producción,
puesto que son pinturas que el artista se había reservado para sí mismo y que
después de su muerte fueron donadas por su viuda. Entre estas obras señalaremos
Ancianos al amor de la lumbre, de
1907, Mujer sentada en una silla, Zagal con sombrero rojo, pinturas en las que
el artista recrea la calma y la concentración anímica como principal motivo
creativo. Con toreros como protagonistas puede señalarse en el Museo de Sevilla
un grupo de obras rebosantes de fuerza y sobriedad, dignas de los mejores
especialistas en el tema taurino. Así pueden citarse el Retrato de un picador, El torero herido, Torero con el estoque
en la mano y Torero sentado en un banco. Con representaciones protagonizadas
por perros, señalaremos.
Su mejor amigo, Zagal con podenco, Dos perros
blancos, en el Museo de Sevilla. En el Hospital de la Caridad se conservan los
retratos del Cardenal Spínola y de Don Enrique Muñoz Gamir. Aunque no con
intensidad se dedicó también a la pintura religiosa, cuya obra más comprometida
es el monumental Cristo en la Cruz, que se conserva en la Casa de Ejercicios de
San Juan de Aznalfarache. Menos
importancia posee el boceto del Triunfo de la Inmaculada, que se conserva en el
Palacio Arzobispal de Sevilla.
Gonzalo Bilbao
Nació en Sevilla en 1860 y murió en Madrid en 1938,
Realizó su aprendizaje artístico en su ciudad natal, acudiendo al taller de los
hermanos Francisco y Pedro de Vega, al tiempo que cursaba la carrera de
Derecho, que terminó en 1880. Decidido a consagrarse a la pintura, marchó poco
después a Roma, donde continuó estudiando en el taller de su paisano José
Villegas, al tiempo que acudía a las clases de la Academia de San Lucas. Su
formación se completó con estancias en París, realizando también hacia 1886 un
viaje a Marruecos, donde permaneció durante dos años, residiendo en Tánger y
Tetuán. Esta estancia le proporcionó temas de inspiración, aunque su dedicación
a la pintura de asuntos árabes no fue en exceso pródiga.
La personalidad pictórica de Gonzalo Bilbao se
forjó fundamentalmente en la utilización de un experto dibujo y un sentido del
color rico y brillante. Fue siempre un artista preocupado por la luz y
especialmente por los efectos de sol, siendo en este sentido uno de los
pintores españoles más relevantes después de Sorolla. Por otra parte, utilizó
siempre una pincelada suelta y decidida que llega en ocasiones a aproximarse al
procedimiento utilizado por los impresionistas. Estas excelentes cualidades
técnicas se desmerecen en algunas de sus obras por su tendencia a captar
enfoques de carácter fotográficos y a introducir efectos expresivos y
sentimentales que derivan en ocasiones hacia lo anecdótico, cuando no a lo
fácilmente emocional.
Fue siempre Gonzalo Bilbao un pintor rodeado de una
excelente reputación, obtenida con triunfos logrados en repetidas exposiciones
celebradas en España y en el extranjero, Una de sus primeras grandes creaciones
fue Dafnis y Cloe, obra pintada en Roma que presentó en la Exposición Nacional
de Madrid en 1887. En esta la Exposición pintura de inspiración mitológica
realizó una bella recreación de los protagonistas de la novela de Longo.
Posteriormente Bilbao, al situar en Sevilla su actividad artística, se centró
en la realización de temas inspirados en la realidad andaluza. En Sevilla se
vinculó a la Academia de Bellas Artes, de la que fue miembro en 1893, y de la
que llegó a ser presidente en 1925.
Entre los temas inspirados en el ambiente rural
andaluz podemos citar La vuelta al hato, obra que presentó a la Exposición
Nacional de 1890, en la que recrea un ambiente de alborozo familiar en medio de
un escenario rural abrasado violentamente por el sol. Estos dos ingredientes,
expresión sentimental popular y luz potente, aparecen de nuevo en La
recolección, con la que participó en la Exposición Nacional de 1895. En esta
obra el artista exalta el trabajo de las faenas agrícolas, subrayando las
esforzadas actitudes de los labradores que cargan los carros con gavillas de
trigo. La pintura presenta una ejecución briosa y decidida, al tiempo que
incluye violentos contrastes de color, protagonizados por el amarillo de las
mieses y el potente azul del cielo, que al fondo cierra la escena.
De 1900 es una de las obras más populares de
Gonzalo Bilbao, expuesta con gran éxito en la Real Academia de Londres en dicho
año. Se trata de El baile de los seises, que lógicamente tiene como escenario
las gradas del altar mayor de la Catedral de Sevilla En esta obra emplea
acertados efectos de luz artificial, con los que la movilidad de los niños
danzantes y el sentimiento de los cantores adquiere una intensa vibración
expresiva, perfectamente captada.
Otra de las obras más celebradas de Bilbao, incluso
discutida en su época por el atrevimiento de su asunto, es La esclava,
realizada en 1904 y adquirida por el Museo de Trieste. El tema, que entonces
escandalizó a parte de la puritana sociedad sevillana, muestra el interior de
un burdel, donde aparecen captados un grupo de prostitutas que muestran gestos
risueños y exultantes, excepto la protagonista, situada en el centro de la
composición, en cuyo rostro se refleja una actitud penosa, al ser consciente de
la trágica condición de la mujer que ha de ofrecer su cuerpo muy a su pesar. En
esta obra aparece la acostumbrada tendencia de Bilbao a subrayar marcadamente
aspectos anecdóticos que van en detrimento de la auténtica dimensión emocional
del tema.
La que se ha llamado obra cumbre de Gonzalo Bilbao,
Las cigarreras, que pertenece al Museo de Sevilla, fue realizada en 1915, en el
momento en que su trayectoria artística alcanzó su plenitud. La escena, que
describe una jornada de labor en el interior de la Fábrica de Tabacos de
Sevilla y está inspirada en el esquema compositivo de las “Hilanderas” de
Velázquez, tiene como motivo principal la presencia en primer plano de una
madre dando el pecho a su hijo, contemplada con regazo por un grupo de
operarias que durante unos instantes detienen su trabajo. Independientemente de
este motivo central de carácter anecdótico, el estudio de la actividad de las
numerosas cigarreras a lo largo de la nave en perspectiva, presenta admirables
aciertos en su ejecución, al igual que los contrastes luminosos provocados por
las claraboyas, cuyo efecto contribuye a intensificar la profundidad espacial
del escenario.
El tema de
las cigarreras inspiró a Bilbao otras obras que en su día le supusieron
encomiásticas críticas. Así Las cigarreras saliendo de la Fábrica de Tabacos y
Las cigarreras cruzando el puente de Triana, presentan al lado de aciertos
técnicos las típicas expresiones de tendencia anecdótica, reflejadas a través
del desparpajo y la gracia que muestran los personajes femeninos.
Otras obras menores de Gonzalo Bilbao dentro del
tema costumbrista son: Noche de verano en Sevilla, La madrecita, La toilette,
La buenaventura, El requiebro, y numerosas versiones de escenas de patios
sevillanos protagonizados siempre por jóvenes rebosantes de belleza y simpatía,
cuya vitalidad expresiva se enfatiza siempre con la utilización de un colorido
vibrante y una factura vigorosa. Estos efectos se reflejan especialmente en La
casta Susana, obra plena de efectos de luz y color, que intensifican el
esplendor del desnudo femenino situado en primer plano.
En su dedicación a la pintura de paisajes el
artista logró magníficos efectos de luz, en una línea creativa que en España
sólo fue superada por Sorolla. Obras como En el Guadalquivir. Efecto de sol en
una huerta y Cortijo a pleno sol, avalan su entusiasmo por captar efectos al
aire libre tanto en el ambiente rural como en el urbano, como reflejan las
distintas plazas y calles que en los últimos años de su vida pintó en la ciudad
de Toledo.
En su dedicación al retrato habrá de señalarse que
en ellos el colorido es siempre superior al dibujo, estando siempre realizados
con trazos decididos y enérgicos. Notorios son sus Autorretrato y los retratos de El
Conde de Casa Galindo y de Francisco Rodríguez Marín, que pertenecen a la
Academia de Bellas Artes. En el Museo de Sevilla entre otros retratos figuran
los de Don Pedro Ruiz Prieto, Fray Diego de Valencia, Alfonso XIII y sobre todo
el de su hermana Doña Flora Bilbao.
En el Ayuntamiento de Sevilla se conserva el
retrato de D. Manuel Puente y Pellón y en
el Alcázar el de María Cristina y Alfonso XIII: obra fechada en 1890 y de
alta calidad.
José Arpa
Nació en Carmona en 1860 y murió en Sevilla en
1952. Perteneció a una familia numerosa de modesta posición económica y desde
edad muy temprana trabajó en el taller de un oscuro pintor de escenas devotas
en el que adquirió pronto una gran soltura técnica que fue perfeccionando en
las clases nocturnas que la Escuela de Bellas Artes impartía en el Museo. Hacia
1880 pintaba ya por cuenta propia con gran agilidad de pincelada y viveza
cromática, especializándose en la realización de obras de pequeño formato, que
vendidas a bajo precio le proporcionaban discretas ganancias. Por estos años
entró en contacto con Eduardo Cano, quien intuyó las posibilidades del joven
artista, admitiéndole entre sus alumnos y cuidando de su perfeccionamiento
técnico.
En 1883 Arpa obtuvo una beca dotada por la
Diputación de Sevilla para ir a estudiar a Roma, donde entró en contacto con su
paisano José Villegas. Allí se dedicó a conocer a los grandes maestros del
pasado y también se inició en la realización de temas históricos como Colón
ante los Reyes Católicos al regreso del descubrimiento, Marco Antonio
presentando el cadáver de César ante el pueblo, El soldado de Maratón y La
exposición del cadáver de Miguel de Mañara.
En 1886 la Diputación le retira la beca y Arpa hubo
de regresar a Sevilla, formado ya totalmente. Sus buenas dotes para el dibujo,
consolidadas en su estancia romana, más su facilidad de ejecución y el empleo
de una pasta pictórica pastosa y brillante, le permitieron obtener excelentes
efectos que por su audacia asombraron al público sevillano. Fue uno de los
primeros pintores que se atrevió a pintar directamente al aire libre, y fruto
de esta práctica fueron numerosos paisajes inundados de luz y color, en los que
captó arboledas, riberas, pueblos en lejanía, macizos de chumberas formando un
amplio repertorio de escenas rurales, y urbanas descritos con un lenguaje vigoroso
y directo.
Hacia 1890 Arpa era uno de los pintores más
cotizados de Sevilla, llegando a realizar importantes encargos, como la
decoración del Casino Mercantil, en cuyo techo pintó La fama coronando a las
artes y al comercio, y en las paredes alegorías de Las cuatro estaciones. En
1895 viajó a Marruecos, lo que le puso en contacto con el exótico ambiente
árabe, que habría de tratar frecuentemente en su producción pictórica. En estos
años realizó también en Sevilla pinturas costumbristas, siendo un claro prototipo
de esta clase de obras. En la sacristía del Museo de Sevilla. En 1896 Arpa
decidió ampliar su horizonte sevillano y viajó a América, residiendo primero en
México, donde vivió muchos años pintando fundamentalmente paisajes y donde
impartió enseñanzas artísticas como catedrático de la Academia de San Carlos.
En México permaneció hasta los años de la
Revolución, en los que la inestabilidad social le movió a marcharse a Norteamérica,
donde residió en el estado de Texas. Allí lógicamente aprovechó las
características del grandioso paisaje local, captando numerosas
representaciones del mismo, que tuvieron gran acogida en el mercado. De los
cuadros más característicos de esta época se conservan dos versiones del Gran Cañón del Colorado en el Museo de
Sevilla.
Después de treinta y dos años de ausencia de
España, Arpa regresó en 1928, residiendo desde entonces en Sevilla y realizando
frecuentes estancias en Carmona. Su producción pictórica en los últimos años de
su vida fue numerosa, y siguió teniendo la vitalidad creativa de su época
juvenil, aunque con un sentido del color más apagado.
José Rico Cejudo
Nació en Sevilla en 1864 y murió en esta ciudad en
1939. Se formó en la Escuela de Bellas Artes y completó sus conocimientos
pictóricos frecuentando los talleres de Eduardo Cano y de José García Ramos. En
1888 obtuvo una pensión del Ayuntamiento sevillano para ir a Roma,
permaneciendo en esta ciudad durante siete años, en los que viajó
frecuentemente y de manera especial a Venecia, ciudad cuyo escenario urbano le
inspiró numerosos paisajes En 1895 regresó a Sevilla, donde continuó su
trayectoria artística el resto de su vida. En Sevilla llegó a ser, desde 1907,
Académico de Bellas Artes.
A la época italiana de Rico Cejudo pertenece un
grupo de pinturas de alta calidad técnica, que entregó al Ayuntamiento de
Sevilla a cambio de la pensión recibida. Estas pinturas son una pompeyana,
fechada en 1889, Estudio de desnudo masculino, del mismo año que la anterior, y
La bendición pascual en Roma, de
1893. Estas pinturas son elocuente testimonio de los buenos recursos artísticos
obtenidos por Rico Cejudo durante su estancia en Roma, basados fundamentalmente
la utilización de un dibujo vigoroso y firme, y el empleo de un sentido del
color de fuertes tonalidades pero parco en matices. Sus composiciones en estos
momentos son equilibradas y su contenido argumental, aunque tiende hacia lo
anecdótico, posee un sentido de sinceridad narrativa.
Esta tendencia artística forjada en Roma se mantuvo
durante los primeros años después del regreso de Rico Cejudo a Sevilla, como lo
prueba la pintura. La promesa, realizada en 1906 y conservada en el Gobierno
Civil de Sevilla, cuya ambiciosa composición y cuidada técnica convierte a esta
obra en una de las mejores que llegó a realizar. Sin embargo, en la mayor parte
de su posterior producción sevillana, el artista abarató sus principios
creativos, buscando siempre argumentos de fácil venta, de contenido escasamente
original, derivados en muchas ocasiones de prototipos creados por García Ramos
y Gonzalo Bilbao.
Sus temas preferidos fueron asuntos de procesiones,
al estilo del rosario de la aurora, donde la presencia constante de faroles le
permite jugar con fáciles efectos luminosos. De este tipo temático son obras
como Preparando el rosario, de 1922,
perteneciente al Ayuntamiento de Sevilla, o Antes
del Rosario de 1923, de colección particular. También de 1923 es la pintura
Limpiando el cobre, escena de amable
ambiente doméstico, cuyo argumento repitió en varias ocasiones. Otro tema preferido
por Rico Cejudo son las escenas de conversación, protagonizadas por bellas
jóvenes, que tienen lugar en patios, huertas, y jardines, desarrollando
situaciones anecdóticas, que intenta subrayar con marcado gestos y actitudes
físicas que restan naturalidad a las composiciones. El empleo de un sentido del
color marcadamente intenso pretextado por los vivos tonos del vestuario y la
utilización de contrastes de luz y de sombra, procedentes del entorno
ambiental, otorga un notorio atractivo a este tipo de escenas, aunque su
contenido sea excesivamente trivial y tópico. De este estilo son la
Conversación en el pelo, de colección particular sevillana, tema que el artista
repitió en numerosas variantes, y Las
floristas del Museo de Sevilla.
En ocasiones Rico Cejudo intentó emular el estilo
de Fortuny y de Jiménez Aranda, creando cuadros de “casacones” en los que los
resultados que alcanzó son muy poco acertados. Prototipo de esta temática es La boda, pobre versión de la Vicaría de
Fortuny, de débil dibujo y apresurada ejecución técnica, fruto de un espíritu
creativo excesivamente comercial.
De su dedicación al retrato se conocen obras de
cierta calidad como el Retrato de una
niña, de colección particular sevillana, y el de D. Pedro Ruiz Prieto, que
firmado en 1924 se conserva en la Diputación de Sevilla.
Emilio Sánchez Perrier
En la segunda mitad del siglo XIX se formó en
Sevilla un grupo de pintores que configuró una generación de paisajistas de
notable interés artístico. A la cabeza de todos ellos figuró Emilio Sánchez
Perrier, nacido en Sevilla en 1855 y muerto en Alhama de Granada en 1907. Su
formación artística se realizó en la Academia de Bellas Artes de Sevilla, donde
fue alumno de Joaquín Domínguez Bécquer y Eduardo Cano. Completó su formación
con estancias en París, donde contactó con los paisajistas franceses de la
corriente realista de su momento, cuyo estilo procuró asimilar. Por ello en su
pintura se observan parciales resonancias del estilo de Corot, especialmente en
la tendencia a crear efectos generales de luz plateada y también aspectos
técnicos procedentes de la llamada “escuela de Barbizón” cuyas Figuras
dominantes, Rousseau, Dauvigny y Díaz de la Peña, se dedicaron a pintar
arboladas orillas de ríos o estanques, claros en un bosque, motivos que serán
fundamentales en la producción de Sánchez Perrier. No le interesó en París
asimilar la técnica de los impresionistas, quedando su pintura dentro de los
límites que consentía el academicismo imperante en aquel momento.
Esta ideología artística quedó claramente plasmada
en una amplia serie de paisajes y vistas urbanas de París, que realizó en torno
a 1890. No es sorprendente por lo tanto que su pintura fuese reconocida en
medios oficiales franceses, hasta el punto que en 1891 fue nombrado miembro de
la Sociedad Nacional de Bellas Artes de Francia. Su celebridad parisina le
permitió exponer en esta ciudad y
obtener importantes galardones. También le fueron reconocidos sus méritos en su
propia tierra, ya que fue nombrado miembro de la Academia de Bellas Artes en
1903.
De su producción sevillana es muy destacable un
amplio grupo de pinturas que tiene como motivo el tema fluvial. En este sentido
Sánchez Perrier encontró en la localidad de Alcalá de Guadaira un entorno
propicio en el que supo descubrir numerosos lugares para su inspiración
pictórica. Así realizó diferentes versiones del perfil de la población
reflejándose en las aguas del río Guadaira, y numerosas escenas en las que son
protagonistas las orillas pobladas de árboles con troncos ligeros y sinuosos,
ramajes menudos con hojas ligeras movidas por el viento. El estudio de la luz
ambiental al incidir sobre los árboles y sobre las plácidas aguas del río, y la
captación de serenos atardeceres en solitarias lejanas muestran siempre un
sentido intimista y poético del paisaje. Semejantes valores técnicos y una
marcada visión lírica de la naturaleza se advierten cuando el artista pinta el
Guadalquivir en los alrededores de Sevilla.
Temas paisajísticos realizados en Granada y
Marruecos completan la amplia producción de Sánchez Perrier, al cual puede
considerársele como el fundador de la que podría llamarse “Escuela de Alcalá de
Guadaira”.
Manuel García Rodríguez
Nació en Sevilla en 1863 y murió en esta misma
ciudad en 1925. Después de una temprana vocación religiosa que le llevó a
ingresar en el Seminario Diocesano, pasó a cursar estudios de enseñanza media,
en cuyo transcurso sintió nacer su afición artística. Su elección por la
pintura encontró una autoritaria negativa familiar, que hubo de vencer después
de muchos años de insistencia. Esta situación familiar contribuyó a formar en
García Rodríguez un temperamento melancólico y retraído, pero al mismo tiempo a
acreditar su convicción de ser artista; por ello hubo de sufragarse
personalmente todos los gastos que le ocasionaba su formación, actuando como
organista en la parroquia de San Esteban, y también pintando abanicos,
consiguiendo salir adelante en su empeño, merced a los parcos recursos que
obtenía con el ejercicio de dichos menesteres.
El arte de García Rodríguez terminó configurándose
como un puro reflejo de su carácter silencioso, misántropo y tímido. Por ello
fue siempre un solitario caminante por los parajes que luego trasladaba a sus
lienzos, aplicando en ellos su espíritu exquisito y sensible, al tiempo que los
ejecutaba con técnica cuidada, en la que sin embargo se advierte una gran
soltura de pincel. Sus pinturas reflejan
siempre el instinto puro de un hombre que disfrutaba pintando, agotando todas
las horas de luz que le proporcionaba el día, apurando el silencioso paso del
tiempo para manifestar en sus obras el sentimiento lírico de sus sensaciones
frente a la naturaleza.
Dentro siempre del ámbito del paisaje, el
repertorio temático de García Rodríguez es muy amplio. Fundamentalmente y
siguiendo los pasos de Sánchez Perrier frecuentó los alrededores de Alcalá de
Guadaira, buscando como fuente de inspiración el río, sus orillas, los álamos,
senderos y caseríos próximos al pueblo, el propio pueblo con sus casas blancas
y el perfil de los torreones de las murallas asomado sobre ellas. También
García Rodríguez pintó el río en Sevilla, inspirándose en rincones, plazuelas,
callejas y jardines floridos, componiendo un amplio repertorio pictórico, en el
que lo repetitivo está casi pinturas reflejan siempre el instinto puro de un
hombre que disfrutaba pintando, agotando todas las horas de luz que le
proporcionaba el día, apurando el silencioso paso del tiempo para manifestar en
sus obras el sentimiento lírico de sus sensaciones frente a la naturaleza,
siempre ausente, debido a la espontaneidad y sentimiento con que interpretaba
cada una de sus composiciones.
Breves viajes por la geografía andaluza le permiten
realizar pinturas de otros ambientes distintos del sevillano. Al menos
conocemos de este artista paisajes en Sanlúcar de Barrameda, Chipiona, Cádiz y
Granada.
Su actividad paisajística fue también apreciada
fuera de Andalucía a través de sus colaboraciones en la revista “Blanco y
Negro”, y también por su reiterada participación en exposiciones nacionales y
foráneas. Su indudable talento artístico fue reconocido en Madrid al ser
nombrado en 1899 miembro de la Academia de San Fernando.
Rafael Senet
Nació en Sevilla en 1856 y se formó en la Escuela
de Bellas Artes, donde fue discípulo de Joaquín Domínguez Bécquer y Eduardo
Cano. De su primera producción se tienen noticias de obras como su mejor amigo,
de 1878, Campesina y Patio andaluz, ambas de 1879 y pertenecientes al Museo de
Bellas Artes de Sevilla.
En 1881 Senet viajó a Italia para completar allí su
formación. Residió alternativamente en Roma, Venecia y Nápoles, realizando
obras protagonizadas por personajes populares, como Una pescadora, firmada en
Roma en 1885 y conservada eh el Museo de Sevilla, o El regreso de la pesca,
perteneciente al Casón del Buen Retiro Un grupo de Canales de Venecia fue el
resultado de las frecuentes estancias del artista en esa ciudad.
En torno a 1890 Senet regresó a Sevilla y desde
entonces desarrolló aquí su carrera artística, dedicándose fundamentalmente a
la pintura de paisaje a través de su vinculación con Sánchez Perrier y García
Rodríguez, con los que pintó en los alrededores de Alcalá de Guadaira, en cuyos
paisajes están inspiradas sus mejores obras. Trabajó siempre en una línea de
creación marcadamente realista, con una técnica vivaz y ligera, consiguiendo
siempre en sus obras un sentimiento de exaltación hacia la naturaleza, reposada
y serena.
SIGLO XX
Primera Mitad
Las dificultades que el mundo coetáneo plantea
siempre para efectuar su equilibrado análisis histórico se evidencian también
de manera inevitable a la hora de tratar el comentario de la pintura sevillana
de la presente centuria. Para evitar la deficiente valoración artística de una
época sobre la cual se posee aún una limitada perspectiva, creemos en principio
que es necesario aplicar un criterio de concisión y brevedad y al mismo Tiempo
imponer como límite la mención tan sólo de los principales pintores que
desarrollaron su actividad en Sevilla en la primera mitad del siglo.
En este período se desarrolló en Sevilla una
pintura de peculiares características, practicada por una generación de
artistas que van han fallecido y que por lo tanto son ya historia; como es casi
habitual en todo proceso histórico lo más próximo en el pasado es siempre lo
menos valorado y ello se justifica por la escasa atención que se ha prestado al
estudio de esta generación de artistas; faltan trabajos monográficos sobre la
mayoría de ellos y también ensayos teóricos que nos permitan conocer con
exactitud el alcance de su creatividad artística.
Al observar,
en términos generales, la producción de los artistas sevillanos activos en la
primera mitad de este siglo se advierte en ellos la existencia de una ideología
en la que no tuvieron cabida las experiencias estéticas que fueron naciendo y
desarrollándose a lo largo de los años en el seno de las corrientes pictóricas
de carácter internacional.
Movimientos como el cubismo, fauvismo,
expresionismo, metafísica, futurismo, dadá, surrealismo o el abstracto fueron
ignorados por completo en Sevilla, constatándose cómo los artistas volvieron
por completo la espalda a las tendencias de vanguardia, renunciando
voluntariamente a integrar en su arte cualquier signo de modernidad; tímidas y
discretas reminiscencias del impresionismo y también del fauvismo se perciben
en algunos pintores locales, pero siempre tratadas con prudente recato para
evitar incurrir en cualquier tipo de desviación del academicismo oficial
vigente.
Resulta interesante advertir que la mayoría de los
pintores locales eran conocedores de la vanguardia pictórica europea, pero que
permanecieron indiferentes hacia ella y en ocasiones mantuvieron actitudes
claramente despectivas a todo eco de modernidad foránea. Por el contrario se
proclamaron entusiastas defensores de todos aquellos valores artísticos
identificados con la tradición sevillana y por lo tanto defendieron con
entusiasmo la ideología de exaltación regionalista propalada a lo largo del
primer tercio del siglo. El sustrato del regionalismo avaló la práctica de una
temática figurativa, puesta al servicio de una pretendida trascendencia de los
valores localistas.
Todo ello desembocó en la práctica colectiva de una
pintura anecdótica y superficial que encontró sus principales filones en la
descripción de paisajes que incluyen escenas de labores agrícolas y también en
la captación de escenas ciudadanas de carácter costumbrista. De esta manera se
consagró una faceta pictórica que tenía sus raíces en el Romanticismo y que
propició la creación de centenares de obras con protagonismo de gitanos,
bailaores, monaguillos, campesinos y castizas muchachas engalanadas con atavíos
multicolores.
En medio de tanta intrascendencia algunos pintores
acertaron a componer escenas en las que se refleja un cierto compromiso social,
siguiendo la ideología del realismo tardío. El hambre, la miseria, la
injusticia, fueron inspiradores de escenas que generalmente no estaban
destinadas a la clientela local, sino a captar la atención de los jurados de
las Exposiciones Nacionales en las que este tipo de obras, realizadas por
artistas sevillanos, alcanzaron recompensas en algunas ocasiones aunque siempre
de carácter secundario.
El escaso nivel alcanzado por la pintura sevillana
en esta época no fue en general señalado por la crítica de arte local, cómplice
con los artistas de la mediocridad de los resultados obtenidos. El absoluto
rechazo de las tendencias de la pintura contemporánea internacional llevó a los
críticos sevillanos, en artículos de prensa y conferencias, a ridiculizar a grandes
maestros como Picasso, a los que se consideraba como “pervertidos y
antiestéticos”; muy pocas veces se oyeron y leyeron en Sevilla palabras
alusivas a la falta colectiva de calidad artística y de ambición creativa y en
esas escasas ocasiones las censuras cayeron totalmente en el vacío.
Gustavo Bacarisas
A pesar de su existencia cosmopolita, Bacarisas es
pintor que puede escribirse claramente a la historia de la pintura sevillana,
puesto que en esta ciudad constituyó la única residencia estable que tuvo a lo
largo de su vida Nació Bacarisas en 1873 en Gibraltar, realizando estudios de
formación pictórica en Roma y París a lo largo de los años finales del siglo
XIX y principios del XX. Su primera gran exposición tuvo lugar en Londres en
1906, consagrándose inmediatamente como pintor de fama, lo que le llevó a que
sus pinturas fuesen solicitadas en la mayor parte de las ciudades europeas. En
1910 viajó a Argentina, donde residió en Buenos Aires, siendo esta capital
punto de partida para consagrarse en el mercado artístico americano,
especialmente en los Estados Unidos.
En 1914, cuando Bacarisas se encontraba en la
plenitud de su vida y de su carrera artística, se instaló en Sevilla, donde en
lo sucesivo se centró su actividad creativa, sin renunciar por ello a su
trayectoria internacional. En sus años 20 trabajó y expuso en Suecia,
Inglaterra y Francia, realizando una copiosa producción y sobre todo ocupándose
del diseño de la escenografía y figurines de “Carmen”, “Copelia” y “El amor
brujo”. En los años que marcan el transcurso de la guerra civil española
Bacarisas, por su nacionalidad inglesa estuvo fuera de nuestro país, regresando
a Sevilla en 1945.
Desde esta fecha permaneció aquí con más asiduidad,
donde transcurrió su existencia hasta 1971, fecha de su fallecimiento.
La obra de Bacarisas, por su singular pesonalidad,
resulta difícil de definir dentro de la pintura contemporánea, siendo posible
sugerir que su estilo emana de la libertad de tendencias que surgieron a partir
del impresionismo, centrándose en el esplendor decorativista que surgió del
modernismo y en la turbulencia del colorido del arte “Fauve”. Su pintura es
siempre suntuosa y rutilante, merced a su refinado cromatismo y a la elegancia
de sus formas, En sus obras se advierte siempre un arrebatado lirismo y una
indescifrable melancolía, sentimientos que plasma a través de la aplicación de
una pasta pictórica densa y espesa, en la que dominan matizados tonos de
azules, morados y amarillos. Fue Bacarisas maestro en la descripción de ambientes
atmosféricos vibrantes que envuelven a sus figuras, intensificando la
expresividad de sus composiciones.
Paisajes del campo andaluz y castellano, escenas
rurales y urbanas que incluyen personajes populares, especialmente femeninos,
fueron sus principales realizaciones Bodegones, floreros y retratos, completan
fundamentalmente la producción de este gran pintor.
Alfonso Grosso
Por su prolongada actividad a lo largo de setenta
años de creatividad pictórica, Grosso es una de las personalidades más
conocidas dentro del ambiente artístico local en el presente siglo. Su arte se
inserta dentro de la línea de continuidad del espíritu tradicional sevillano,
estando su temática vinculada al costumbrismo descriptivo de ambientes y
personajes tratados de acuerdo con las preferencias estéticas y el gusto de la
burguesía hispalense,
Enemigo acérrimo de toda innovación técnica e
iconográfica, Grosso combatió enérgicamente las distintas y renovadoras
tendencias que la pintura internacional fue adoptando a medida que transcurría
el siglo y no se recató en manifestar su hostilidad a las vanguardias,
manifestando públicamente en escritos o conferencias su rechazo a toda
modernidad procedente de Europa, al tiempo que suscribía su irrenunciable
fidelidad a lo académico y tradicional. La utilización de una pincelada suelta
y la inclusión en sus lienzos de un cromatismo intenso fueron las únicas
concesiones al espíritu artístico del siglo, reflejadas en su copiosa
producción.
Nació Grosso en Sevilla en 1893 y aquí murió en
1983 Realizó su formación en la Escuela
de Bellas Artes, siendo discípulo de García Ramos y de Gonzalo Bilbao, por
quienes sintió siempre una particular devoción. Comenzó a pintar a partir de
1910, siendo sus primeras obras representaciones de patios, jardines, bodegones
y floreros, pasando muy pronto a pintar interiores de edificios religiosos,
temática en la que alcanzó sus mejores logros, al haber sabido intuir la calma
y la quietud espiritual imperantes en las clausuras de los conventos y
monasterios sevillanos. Personajes comunes del costumbrismo sevillano como
bailaoras, pequeños nazarenos, gitanos, cantaores, completan la galería de
tipos locales. Finalmente Grosso terminó por especializare en el retrato, al
cual se dedicó con profusión, especialmente a raíz del retrato de su madre,
realizado en 1920, y que es sin duda su obra más lograda en esta especialidad.
También son importantes los retratos colectivos que constituyen obras de cierto
empeño; la Inauguración de la Exposición Iberoamericana de 1928, que pertenece
a la Marquesa de Nervión, de Sevilla y la Inauguración de las obras de la
Dársena de 1930, que figura en colección particular de esta misma ciudad.
Fue Grosso uno de los artistas sevillanos del
presente siglo que supo sacar más partido a su creatividad, merced a la
realización de numerosas exposiciones en capitales españolas, como Bilbao,
Barcelona y Madrid, en las que obtenía de ordinario aceptables resultados
comerciales, merced a la amabilidad visual de sus temas. Proyectó también su
actividad al mercado artístico americano, exponiendo en numerosas ocasiones en
Buenos Aires y Nueva York.
A partir de 1940 Grosso se incorporó a la actividad
docente de la Escuela de Bellas Artes de Sevilla, al obtener la cátedra de
Colorido y Composición, llegando también años más tarde a ser director del
Museo de Sevilla y posteriormente Académico de Bellas Artes
Juan Miguel Sánchez
Nacido
en 1900 en el Puerto de Santa María este pintor vivió desde muy joven en
Sevilla y en esta ciudad desarrolló por completo su carrera artística,
falleciendo aquí en 1973.
Juan
Miguel Sánchez es uno de los escasos pintores sevillanos de la primera mitad
del siglo XX en cuya técnica se advierten algunos, aunque leves, atisbos de
modernidad. En sus formas se observa una tendencia al esquematismo
geometrizante y a la consecución de sobrias volumetrías que resultan así de
remota herencia cubista. Esta sobria volumetría le sirvió para obtener
vigorosas imágenes propias para ser vistas de lejos que plasmó especialmente en
escenas de carácter costumbrista y en su frecuente dedicación a la pintura
mural.
En
esta modalidad es menester recordar la decoración del vestíbulo principal de la
Estación de Autobuses de Sevilla y también la que figura en el coro de la
iglesia de San Luis de los Franceses.
Como
retratista Juan Miguel Sánchez consiguió también forjar un estilo conciso y
expresivo, aunque en general sus personajes adolecen de emotividad interior en
beneficio del tratamiento externo. Su producción se completa también con una
amplia nómina de paisajes y bodegones que realizó con discreta técnica.
Baldomero Romero Ressendi
Puede
considerarse a Ressendi como el último gran talento de la historia de la
pintura sevillana cuyo temperamento genial le llevó a ser víctima de un sino
adverso que malogró sus enormes posibilidades artísticas. Nació Ressendi en
Sevilla en 1922 y murió en Madrid en 1977, después de agotar sus días en una
existencia bohemia y desordenada. Su formación se realizó en la Escuela de
Bellas Artes de Sevilla, donde reveló un excepcional talento artístico que no
fue entendido por sus maestros, que en todo caso advirtieron en su arte un
sentimiento extravagante y audaz.
Desde
sus inicios Ressendi se manifestó artísticamente dentro de los márgenes de un
expresionismo de herencia barroca, al que aplicó sus extraordinarias facultades
de dibujante y su desbordante imaginación. Así pudo configurar un mundo de
formas y conceptos que rezumaban sensaciones violentas y amenazantes,
subrayadas por tonos cromáticos macilentos y apagados que reforzaban el sentido
patético de sus escenas.
Fue
Ressendi admirador de Valdés Leal, Rembrandt y Goya, de donde obtuvo diferentes
registros expresivos que oscilan del sentimiento melancólico y trágico de la
vida a la visión escatológica y deforme de los seres humanos en sus aspectos
exteriores y de los sentimientos que albergan en sus ánimas. Todo este
desbordante acervo expresivo fue captado por Ressendi a través de una
extraordinaria facilidad para componer sus escenas y para configurar las
fisonomías de los personajes que se integran en ellas, los cuales poseen
siempre gestos físicos y actitudes anímicas perfectamente definidas y
rnatizadas.
A
partir de 1946, cuando Ressendi dio a conocer sus obras en Sevilla, fue
creándose en torno suyo una aureola de pintor maldito y escandaloso, en medio
de la sociedad local, que consideró algunas obras suyas como obscenas e
irrespetuosas con la moral, según señaló entonces la autoridad eclesiástica.
Afortunadamente
no le faltaron protectores y amigos que apoyaron su arte, contando
especialmente con la protección de altas instancias militares que le llevaron
incluso a proponerle la ejecución de las pinturas murales que habrían de
adornar los muros de la basílica del Valle de los Caídos, Ressendi debió de
comprometerse a llevar a cabo este encargo, puesto que llegó a realizar los
bocetos, de gran tamaño, que se conservan actualmente en una colección
particular sevillana. Finalmente la propuesta no se consolidó y Ressendi se
apartó o fue relegado del proyecto.
Como
testimonio de su genialidad artística habrán de citarse siempre obras como El
locutorio de San Bernardo, Las tentaciones de San Jerónimo, El octavo círculo o
El entierro de Cristo, obras en las que aparece condensado todo su talento y
también la quintaesencia de su estilo.
Al
mismo tiempo hay que señalar que en la última obra citada aparece un colectivo
de retratos de amigos presididos por el propio pintor.
Lastimosamente
en los últimos años de su existencia Ressendi malgastó tanto sus energías
vitales como su talento artístico, observándose en su pintura un sentido de
facilidad comercial en la que sin embargo sigue percibiéndose su excepcional
habilidad técnica.